Por José Ignacio González Faus, teólogo (LA VANGUARDIA, 16/04/09):
Hoy, día 16 de abril, se presentarán en Barcelona las memorias de Fernando Cardenal, que en la edición nicaragüense se titulaban Sacerdote en la revolución. La edición española de Trotta ha cambiado ese título por Con mi pueblo y su revolución. Sugerí al autor que igual podía titularlas “Caperucita en zona roja”, plagiando al gran escritor salvadoreño Manlio Argueta. Pero Fernando ya dice de entrada que el lector no busque literatura, que esa se la deja a su hermano Ernesto.
La historia del protagonista es conocida. Jesuita y ministro de Educación del Gobierno sandinista de Nicaragua, hasta que la curia romana obligó al general de los jesuitas a expulsarlo de la orden. Caído el gobierno revolucionario, Fernando pidió volver a entrar en la compañía, hizo un nuevo noviciado en El Salvador y, hace pocos años, volvió a pronunciar sus votos definitivos.
Las memorias tienen páginas apasionantes sobre todo en sus comienzos, por la dosis de intriga que comporta la lucha clandestina contra cualquier dictadura brutal como la de Somoza. Las páginas que menos podrían interesar al lector español son aquellas en que evoca la muerte heroica de mil muchachos, desconocidos para nosotros, pero a los que Fernando quiere dedicar un sentido homenaje póstumo. Pero estas páginas dejan flotando una pregunta ineludible para cualquier lector: tamaño derroche de generosidad como el que hubo en la revolución nicaragüense ¿habrá sido inútil? Para mí, que tuve la suerte de andar por Nicaragua a mediados de los ochenta, en plena campaña de alfabetización, la pregunta es estremecedora.
Además, llaman la atención dos cosas en el relato del autor: todo arranca de una experiencia de la pobreza y de los pobres, tenida a los comienzos de su vida jesuítica, y que marcó el resto de sus días con un compromiso tal que, cuando se ve en el dilema de ser expulsado de la orden o dejar su cargo, y sabe que la decisión es enormemente oscura, la resuelve diciendo: “Si he de equivocarme, prefiero equivocarme con los pobres”. También sorprende el enorme respeto y capacidad de perdón con que está escrito el libro: ni una palabra dura, ni contra la institución eclesial que no le trató demasiado bien, ni siquiera contra Daniel Ortega, antiguo compañero de lucha, traidor sin paliativos de todos los ideales sandinistas por los que ambos habían luchado.
La evocación de estas memorias de un gran amigo me da ocasión de contar aquí una anécdota desconocida sobre la que durante tiempo he tenido una promesa de secreto, y que ahora puedo revelar al menos en parte. Afecta al episodio mundialmente conocido de la reprimenda pública de Juan Pablo II a Ernesto Cardenal, hermano de Fernando y también miembro del primer gobierno sandinista: la foto del dedo amenazador del Papa durante su primera visita a Nicaragua dio la vuelta al mundo. Fernando no estaba entonces en Nicaragua, pero su hermano le contó lo siguiente.
Había costado mucho conseguir el viaje del Papa a Nicaragua. El cardenal Casaroli era partidario, pero Wojtyla ponía como condición la salida del gobierno de los tres curas que formaban parte de él. La negociación avanzó hasta pedir que, al menos, no estuvieran presentes esos tres ministros en la recepción al Papa; pero el gobierno sandinista se negó a eso alegando que era una discriminación injusta. Al final se llegó al siguiente acuerdo: el Papa aterrizará y saludará sólo a los obispos nicaragüenses. El gobierno quedará a una prudente distancia como observador, y no será saludado por el Papa…
Pero siempre hay alguien más papista que el Papa y más sandinista que Sandino. Y he aquí que un alto cargo de la diplomacia nica, tras saludar el Papa a los obispos, fue a besarle las manos y a darle la más cordial bienvenida e, insensiblemente, acercó al Papa a donde estaban los miembros del gobierno. Para quienes están acostumbrados a volar desde Madrid o desde Barcelona será bueno aclarar que el aeropuerto de Managua, en cuanto sales de la pista de aterrizaje, apenas es como media cancha de tenis. El caso es que, sin casi saber cómo, el Papa se encontró frente a Daniel Ortega y no tuvo más remedio que darle la mano… y seguir así con el resto del gobierno, en contra de lo que se había pactado. Ernesto contaba con humor que en cuanto vio venir al Papa se preguntó: “Y ahora ¿qué hago?”. Y explica su decisión: “De chico me decían que al Papa hay que hincarle rodilla. Pues le hincaré la rodilla”. Cabe pensar que Wojtyla anduvo pensando algo parecido: ahora dirán que el Papa bendice a los curas metidos en política (y en política de izquierdas) y eso es intolerable. Y procuró reaccionar de manera que su rechazo quedase bien claro. La foto de esa reacción dio la vuelta al mundo. Otra anécdota sobre la opinión posterior de Wojtyla a propósito de este incidente ya no estoy autorizado a revelarla.
Volviendo a la pregunta que deja el libro: ¿fue inútil una generosidad tan grande? ¿Da eso razón de la posmodernidad desengañada de nuestra juventud? Fernando cree que no, que la juventud responde siempre cuando encuentra dos cosas: ideales válidos y coherencia en quien los proclama. A lo mejor esto segundo es que nos ha faltado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Hoy, día 16 de abril, se presentarán en Barcelona las memorias de Fernando Cardenal, que en la edición nicaragüense se titulaban Sacerdote en la revolución. La edición española de Trotta ha cambiado ese título por Con mi pueblo y su revolución. Sugerí al autor que igual podía titularlas “Caperucita en zona roja”, plagiando al gran escritor salvadoreño Manlio Argueta. Pero Fernando ya dice de entrada que el lector no busque literatura, que esa se la deja a su hermano Ernesto.
La historia del protagonista es conocida. Jesuita y ministro de Educación del Gobierno sandinista de Nicaragua, hasta que la curia romana obligó al general de los jesuitas a expulsarlo de la orden. Caído el gobierno revolucionario, Fernando pidió volver a entrar en la compañía, hizo un nuevo noviciado en El Salvador y, hace pocos años, volvió a pronunciar sus votos definitivos.
Las memorias tienen páginas apasionantes sobre todo en sus comienzos, por la dosis de intriga que comporta la lucha clandestina contra cualquier dictadura brutal como la de Somoza. Las páginas que menos podrían interesar al lector español son aquellas en que evoca la muerte heroica de mil muchachos, desconocidos para nosotros, pero a los que Fernando quiere dedicar un sentido homenaje póstumo. Pero estas páginas dejan flotando una pregunta ineludible para cualquier lector: tamaño derroche de generosidad como el que hubo en la revolución nicaragüense ¿habrá sido inútil? Para mí, que tuve la suerte de andar por Nicaragua a mediados de los ochenta, en plena campaña de alfabetización, la pregunta es estremecedora.
Además, llaman la atención dos cosas en el relato del autor: todo arranca de una experiencia de la pobreza y de los pobres, tenida a los comienzos de su vida jesuítica, y que marcó el resto de sus días con un compromiso tal que, cuando se ve en el dilema de ser expulsado de la orden o dejar su cargo, y sabe que la decisión es enormemente oscura, la resuelve diciendo: “Si he de equivocarme, prefiero equivocarme con los pobres”. También sorprende el enorme respeto y capacidad de perdón con que está escrito el libro: ni una palabra dura, ni contra la institución eclesial que no le trató demasiado bien, ni siquiera contra Daniel Ortega, antiguo compañero de lucha, traidor sin paliativos de todos los ideales sandinistas por los que ambos habían luchado.
La evocación de estas memorias de un gran amigo me da ocasión de contar aquí una anécdota desconocida sobre la que durante tiempo he tenido una promesa de secreto, y que ahora puedo revelar al menos en parte. Afecta al episodio mundialmente conocido de la reprimenda pública de Juan Pablo II a Ernesto Cardenal, hermano de Fernando y también miembro del primer gobierno sandinista: la foto del dedo amenazador del Papa durante su primera visita a Nicaragua dio la vuelta al mundo. Fernando no estaba entonces en Nicaragua, pero su hermano le contó lo siguiente.
Había costado mucho conseguir el viaje del Papa a Nicaragua. El cardenal Casaroli era partidario, pero Wojtyla ponía como condición la salida del gobierno de los tres curas que formaban parte de él. La negociación avanzó hasta pedir que, al menos, no estuvieran presentes esos tres ministros en la recepción al Papa; pero el gobierno sandinista se negó a eso alegando que era una discriminación injusta. Al final se llegó al siguiente acuerdo: el Papa aterrizará y saludará sólo a los obispos nicaragüenses. El gobierno quedará a una prudente distancia como observador, y no será saludado por el Papa…
Pero siempre hay alguien más papista que el Papa y más sandinista que Sandino. Y he aquí que un alto cargo de la diplomacia nica, tras saludar el Papa a los obispos, fue a besarle las manos y a darle la más cordial bienvenida e, insensiblemente, acercó al Papa a donde estaban los miembros del gobierno. Para quienes están acostumbrados a volar desde Madrid o desde Barcelona será bueno aclarar que el aeropuerto de Managua, en cuanto sales de la pista de aterrizaje, apenas es como media cancha de tenis. El caso es que, sin casi saber cómo, el Papa se encontró frente a Daniel Ortega y no tuvo más remedio que darle la mano… y seguir así con el resto del gobierno, en contra de lo que se había pactado. Ernesto contaba con humor que en cuanto vio venir al Papa se preguntó: “Y ahora ¿qué hago?”. Y explica su decisión: “De chico me decían que al Papa hay que hincarle rodilla. Pues le hincaré la rodilla”. Cabe pensar que Wojtyla anduvo pensando algo parecido: ahora dirán que el Papa bendice a los curas metidos en política (y en política de izquierdas) y eso es intolerable. Y procuró reaccionar de manera que su rechazo quedase bien claro. La foto de esa reacción dio la vuelta al mundo. Otra anécdota sobre la opinión posterior de Wojtyla a propósito de este incidente ya no estoy autorizado a revelarla.
Volviendo a la pregunta que deja el libro: ¿fue inútil una generosidad tan grande? ¿Da eso razón de la posmodernidad desengañada de nuestra juventud? Fernando cree que no, que la juventud responde siempre cuando encuentra dos cosas: ideales válidos y coherencia en quien los proclama. A lo mejor esto segundo es que nos ha faltado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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