Por Angeles Ramiro Gutiérrez, abogada (EL MUNDO, 14/04/09):
Un juzgado de lo Social de Madrid ha declarado improcedente el despido de un trabajador que insultó al encargado general de la empresa -porque éste le pidió que bajara la voz y no distrajera a sus compañeros-, gritándole que él, el encargado, no pintaba nada ni tenía por qué meterse en sus conversaciones y llamándole «chivato». Son hechos que la propia sentencia considera acreditados.
Y en tanto constituyen una mera ofensa verbal, al calor de una discusión, y no contienen amenazas, el juzgador entiende que no justifican el despido del trabajador. La sentencia ha sido confirmada por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid y también por el Supremo.
Esta historia me suscita una reflexión: ¿qué valor otorga hoy la sociedad a las formas, en particular a las verbales y en especial si, como en este caso, son públicas? Quizá si la respuesta del trabajador hubiese sido un bofetón, su despido se habría declarado procedente. Pero el hecho real es que insultó. Y este insulto no se considera una agresión suficiente como para motivar un despido. Habrá que ir revisando, pues, la redacción del vigente artículo 54.2.c) del Estatuto de los Trabajadores, que considera causa de despido «las ofensas verbales o físicas al empresario o a las personas que trabajan en la empresa o a los familiares que convivan con ellos».
Hoy en día, en nuestra progresivísima sociedad, insultar no está mal visto. La programación de la tele lo demuestra hasta la náusea.Y no es sólo que el insulto no merezca reproche social, es que se celebra como si fuese un rasgo de ingenio, se ha convertido en objeto de elogio, de reconocimiento como ejercicio de reivindicación de la libertad individual.
Cada día asistimos inermes a espectáculos zafios, que van calando en el subconsciente colectivo y, pese a la repulsa espontánea que producen en un primer momento, acabamos aceptándolos como comportamientos tolerables. Por eso los jueces que declaran improcedente el despido motivado por ese insulto se ajustan a Derecho, porque su cometido es aplicar la Ley incardinada en el espacio socio-temporal, y en éste en que vivimos la ofensa verbal está tolerada. Sería desproporcionado dejar a alguien sin su empleo -sanción rigurosísima- por algo que no merece censura social.
¿Cambiamos la Ley, entonces? Yo abogo por cambiar nuestra indolencia, la individual y la colectiva. La convivencia pacífica es un continuo ejercicio de contención por parte de los individuos. De auto-represión de los instintos más primarios para no agredir a los demás. Y así debe ser. Desfogarse de vez en cuando es un hábito higiénico indispensable, pero ha de resolverse en la intimidad estricta.
¿O también llegará un día en que sea socialmente aceptable evacuar los intestinos donde a cada quien le venga en gana? Todos necesitamos hacerlo, pero sabemos muy bien que no podemos en cualquier lugar.¿Acaso esa norma de convivencia coarta nuestra libertad, es una manifestación de hipocresía, nos resta sinceridad y autenticidad? ¿Hay alguna ley que obligue a, o prohíba, ese alivio fisiológico en privado? ¿Debería haberla? Yo no aspiro a vivir en una Arcadia feliz en la que reine el bien absoluto. La gente no debe matar y mata; no debe estafar y estafa. Para eso están los mecanismos represores del Estado. No debe insultar e insulta. Para eso ha de estar la censura social, la que deplora el insulto porque degrada la convivencia e impide que quienes ofenden con la palabra sean tenidos por héroes, aún efímeros y de pacotilla.
Vuelvo a la pregunta que me hacía al principio: ¿qué valor otorga hoy la sociedad a las formas? Al parecer, muy poco, visto el desaliño que se extiende como una marea negra y del que son inspiración y reflejo los medios de comunicación. La ausencia de formas empobrece la convivencia, nos obliga a caminar entre piedras de aristas afiladas que antes o después acaban hiriéndonos. No deja de sorprender que justo cuando conseguimos el acceso universal a la formación académica, cota de prosperidad material y de progreso social nunca antes alcanzada, y disfrutamos de innumerables medios, gratuitos, cercanos, para aprender en todos los ámbitos, lleguemos a cotas tampoco antes vistas de mala educación.
Lo que simple y llanamente se conoce como buena educación es imprescindible, no sólo deseable, para la convivencia en paz. Por eso la indiferencia ante el insulto es una lacra social. Nos afecta a todos sin distinción de clase ni de adscripción ideológica. Nos envilece.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Un juzgado de lo Social de Madrid ha declarado improcedente el despido de un trabajador que insultó al encargado general de la empresa -porque éste le pidió que bajara la voz y no distrajera a sus compañeros-, gritándole que él, el encargado, no pintaba nada ni tenía por qué meterse en sus conversaciones y llamándole «chivato». Son hechos que la propia sentencia considera acreditados.
Y en tanto constituyen una mera ofensa verbal, al calor de una discusión, y no contienen amenazas, el juzgador entiende que no justifican el despido del trabajador. La sentencia ha sido confirmada por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid y también por el Supremo.
Esta historia me suscita una reflexión: ¿qué valor otorga hoy la sociedad a las formas, en particular a las verbales y en especial si, como en este caso, son públicas? Quizá si la respuesta del trabajador hubiese sido un bofetón, su despido se habría declarado procedente. Pero el hecho real es que insultó. Y este insulto no se considera una agresión suficiente como para motivar un despido. Habrá que ir revisando, pues, la redacción del vigente artículo 54.2.c) del Estatuto de los Trabajadores, que considera causa de despido «las ofensas verbales o físicas al empresario o a las personas que trabajan en la empresa o a los familiares que convivan con ellos».
Hoy en día, en nuestra progresivísima sociedad, insultar no está mal visto. La programación de la tele lo demuestra hasta la náusea.Y no es sólo que el insulto no merezca reproche social, es que se celebra como si fuese un rasgo de ingenio, se ha convertido en objeto de elogio, de reconocimiento como ejercicio de reivindicación de la libertad individual.
Cada día asistimos inermes a espectáculos zafios, que van calando en el subconsciente colectivo y, pese a la repulsa espontánea que producen en un primer momento, acabamos aceptándolos como comportamientos tolerables. Por eso los jueces que declaran improcedente el despido motivado por ese insulto se ajustan a Derecho, porque su cometido es aplicar la Ley incardinada en el espacio socio-temporal, y en éste en que vivimos la ofensa verbal está tolerada. Sería desproporcionado dejar a alguien sin su empleo -sanción rigurosísima- por algo que no merece censura social.
¿Cambiamos la Ley, entonces? Yo abogo por cambiar nuestra indolencia, la individual y la colectiva. La convivencia pacífica es un continuo ejercicio de contención por parte de los individuos. De auto-represión de los instintos más primarios para no agredir a los demás. Y así debe ser. Desfogarse de vez en cuando es un hábito higiénico indispensable, pero ha de resolverse en la intimidad estricta.
¿O también llegará un día en que sea socialmente aceptable evacuar los intestinos donde a cada quien le venga en gana? Todos necesitamos hacerlo, pero sabemos muy bien que no podemos en cualquier lugar.¿Acaso esa norma de convivencia coarta nuestra libertad, es una manifestación de hipocresía, nos resta sinceridad y autenticidad? ¿Hay alguna ley que obligue a, o prohíba, ese alivio fisiológico en privado? ¿Debería haberla? Yo no aspiro a vivir en una Arcadia feliz en la que reine el bien absoluto. La gente no debe matar y mata; no debe estafar y estafa. Para eso están los mecanismos represores del Estado. No debe insultar e insulta. Para eso ha de estar la censura social, la que deplora el insulto porque degrada la convivencia e impide que quienes ofenden con la palabra sean tenidos por héroes, aún efímeros y de pacotilla.
Vuelvo a la pregunta que me hacía al principio: ¿qué valor otorga hoy la sociedad a las formas? Al parecer, muy poco, visto el desaliño que se extiende como una marea negra y del que son inspiración y reflejo los medios de comunicación. La ausencia de formas empobrece la convivencia, nos obliga a caminar entre piedras de aristas afiladas que antes o después acaban hiriéndonos. No deja de sorprender que justo cuando conseguimos el acceso universal a la formación académica, cota de prosperidad material y de progreso social nunca antes alcanzada, y disfrutamos de innumerables medios, gratuitos, cercanos, para aprender en todos los ámbitos, lleguemos a cotas tampoco antes vistas de mala educación.
Lo que simple y llanamente se conoce como buena educación es imprescindible, no sólo deseable, para la convivencia en paz. Por eso la indiferencia ante el insulto es una lacra social. Nos afecta a todos sin distinción de clase ni de adscripción ideológica. Nos envilece.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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