Por Nicole Muchnik, periodista y pintora. Traducción de José Luis Sánchez-Silva (EL PAÍS, 18/04/09):
"De casi todo hace veinte años”, y de la fetua que el ayatolá Jomeini lanzó contra Salman Rushdie, también.
El 14 de febrero de 1989, mientras el autor de Los versos satánicos asistía en una iglesia ortodoxa de Londres, y con numerosos amigos, a un servicio religioso en memoria de Bruce Chatwin, se conoció la fetua pronunciada aquella misma mañana. “La semana próxima vendrán por ti”, le dijo a Rushdie uno de sus amigos, el escritor Paul Théroux. Las dictaduras habían quemado libros, las diversas inquisiciones los habían puesto en sus listas negras, pero nunca hasta entonces un autor había sido ejecutado.
En cuanto al origen de la fetua, más tarde comprendimos que, en vez de un asunto teológico, era el resultado de una feroz lucha por el poder entre el islam suní -en su versión salafista radical propagada por Arabia Saudí- y el islam chií iraní, que, humillado por su derrota en la guerra contra Irak, necesitaba reafirmar su posición en la vanguardia de la revolución islámica.
De cualquier modo, lo que nadie podía prever hace veinte años y, sin embargo, puede afirmarse hoy es que, más que Salman Rushdie -cuya vida fue alterada y cuyo ostracismo llegó hasta el punto de no ser aceptado en los aviones de la British Airways-, han sido los valores occidentales los que más se han resentido.
Mientras Salman Rushdie desaparecía de la escena pública, la presión islamista contra toda posible crítica, o incluso simple comentario, del islam o del profeta Mahoma, llegó al mundo occidental acompañada de un rosario de casos de persecución, exilio e incluso asesinato.
En 1989, las librerías Collets, Dillon, York Penguin Bookshop y Liberty Bookshop saltaron por los aires. Al año siguiente, el traductor de Rushdie al japonés fue asesinado y su traductor al italiano, gravemente herido. En 1993, su editor noruego también murió asesinado y su traductor turco escapó a un atentado en un hotel que causó 37 víctimas. En 1995, el novelista y premio Nobel egipcio Naguib Mahfouz, que había escrito que la fetua había hecho más daño al islam que la novela de Rushdie, fue apuñalado en El Cairo por unos islamistas.
A partir de ahí, los vehículos de cultura que se supone han de defender valores como la libertad de conciencia e información parecieron ser presas del pánico y empezaron a practicar una autocensura que hoy es casi habitual. Cuando Arno Widman sugirió a sus colegas periodistas la publicación simultánea del primer capítulo de los Versos, éstos le dejaron solo en el empeño. La pieza teatral Mahoma, de Voltaire, no puedo representarse en Ginebra debido a la intervención de Tariq Ramadan, el ensayista musulmán injustamente considerado como moderado, dado que se niega a condenar la lapidación de mujeres en Irán. En 2005 la escultura Dios es Grande, que asociaba la Biblia y el Talmud, era retirada de la Tate de Londres y el director general de los museos de Berlín impedía la instalación de un gran cubo negro del escultor Schneider que representaba la Caaba. El Royal Court de Londres anuló una nueva versión de la Lisístrata de Aristófanes, cuya acción se sitúa en el paraíso islámico. El Barbican, a su vez, censuró un clásico inglés para no poner en peligro a los actores o al público del teatro, y el Deutsche Oper de Berlín anuló la representación del Idomeneo de Mozart.
El caso de las caricaturas danesas del profeta es bien conocido, así como la tímida defensa de la libertad de los dibujantes por parte de todos los medios de comunicación. Cuando Ayaan Irsi Ali, escritora atea y ex diputada neerlandesa de origen africano, fue amenazada de muerte por unos extremistas musulmanes, los periodistas e intelectuales más notorios -Ian Buruma y Timothy Garton Ash, entre otros- se preguntaron si su conducta y sus ideas no perjudicaban a la causa que pretendían defender. La escritora tuvo que pagarse sus propios guardaespaldas y terminó exiliándose en Estados Unidos; pocos conocen hoy su dirección. Finalmente, en 2007, la novela La joya de Medina, de Sherry Jones, centrada en el personaje de Aisha, esposa favorita de Mahoma, fue rechazada por Random House para terminar siendo publicada por la pequeña editorial inglesa, Gibson Square, más valerosa, pero cuya sede también fue volada.
En todos esos casos cabe preguntarse cuál fue la posición de la izquierda democrática de los países afectados y, en particular, de Europa. Mientras que los émulos de Jomeini alimentaban la idea, falsa y culpabilizadora, de una guerra de Occidente contra el islam, la censura originada simplemente por el miedo se instaló por todas partes en nombre del “respeto” a un multiculturalismo degradado y mal entendido. Un “respeto” que hace que se toleren en el “otro” unas agresiones indignas y unos actos contrarios a la más elemental observancia de los derechos humanos. Así ocurre en particular con las mujeres musulmanas, que en Europa la mayor parte de las veces se ven abandonadas a su suerte en su justo problema de emancipación, una actitud que roza el racismo. Esto atañe también a la dignidad de todos los intelectuales, periodistas o creadores que se autocensuran de una forma casi instintiva. Jomeini no mató a Salman Rushdie -de hecho, la fetua hasta ha sido retirada-, pero cambió nuestra forma de vivir, y no precisamente a mejor.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
"De casi todo hace veinte años”, y de la fetua que el ayatolá Jomeini lanzó contra Salman Rushdie, también.
El 14 de febrero de 1989, mientras el autor de Los versos satánicos asistía en una iglesia ortodoxa de Londres, y con numerosos amigos, a un servicio religioso en memoria de Bruce Chatwin, se conoció la fetua pronunciada aquella misma mañana. “La semana próxima vendrán por ti”, le dijo a Rushdie uno de sus amigos, el escritor Paul Théroux. Las dictaduras habían quemado libros, las diversas inquisiciones los habían puesto en sus listas negras, pero nunca hasta entonces un autor había sido ejecutado.
En cuanto al origen de la fetua, más tarde comprendimos que, en vez de un asunto teológico, era el resultado de una feroz lucha por el poder entre el islam suní -en su versión salafista radical propagada por Arabia Saudí- y el islam chií iraní, que, humillado por su derrota en la guerra contra Irak, necesitaba reafirmar su posición en la vanguardia de la revolución islámica.
De cualquier modo, lo que nadie podía prever hace veinte años y, sin embargo, puede afirmarse hoy es que, más que Salman Rushdie -cuya vida fue alterada y cuyo ostracismo llegó hasta el punto de no ser aceptado en los aviones de la British Airways-, han sido los valores occidentales los que más se han resentido.
Mientras Salman Rushdie desaparecía de la escena pública, la presión islamista contra toda posible crítica, o incluso simple comentario, del islam o del profeta Mahoma, llegó al mundo occidental acompañada de un rosario de casos de persecución, exilio e incluso asesinato.
En 1989, las librerías Collets, Dillon, York Penguin Bookshop y Liberty Bookshop saltaron por los aires. Al año siguiente, el traductor de Rushdie al japonés fue asesinado y su traductor al italiano, gravemente herido. En 1993, su editor noruego también murió asesinado y su traductor turco escapó a un atentado en un hotel que causó 37 víctimas. En 1995, el novelista y premio Nobel egipcio Naguib Mahfouz, que había escrito que la fetua había hecho más daño al islam que la novela de Rushdie, fue apuñalado en El Cairo por unos islamistas.
A partir de ahí, los vehículos de cultura que se supone han de defender valores como la libertad de conciencia e información parecieron ser presas del pánico y empezaron a practicar una autocensura que hoy es casi habitual. Cuando Arno Widman sugirió a sus colegas periodistas la publicación simultánea del primer capítulo de los Versos, éstos le dejaron solo en el empeño. La pieza teatral Mahoma, de Voltaire, no puedo representarse en Ginebra debido a la intervención de Tariq Ramadan, el ensayista musulmán injustamente considerado como moderado, dado que se niega a condenar la lapidación de mujeres en Irán. En 2005 la escultura Dios es Grande, que asociaba la Biblia y el Talmud, era retirada de la Tate de Londres y el director general de los museos de Berlín impedía la instalación de un gran cubo negro del escultor Schneider que representaba la Caaba. El Royal Court de Londres anuló una nueva versión de la Lisístrata de Aristófanes, cuya acción se sitúa en el paraíso islámico. El Barbican, a su vez, censuró un clásico inglés para no poner en peligro a los actores o al público del teatro, y el Deutsche Oper de Berlín anuló la representación del Idomeneo de Mozart.
El caso de las caricaturas danesas del profeta es bien conocido, así como la tímida defensa de la libertad de los dibujantes por parte de todos los medios de comunicación. Cuando Ayaan Irsi Ali, escritora atea y ex diputada neerlandesa de origen africano, fue amenazada de muerte por unos extremistas musulmanes, los periodistas e intelectuales más notorios -Ian Buruma y Timothy Garton Ash, entre otros- se preguntaron si su conducta y sus ideas no perjudicaban a la causa que pretendían defender. La escritora tuvo que pagarse sus propios guardaespaldas y terminó exiliándose en Estados Unidos; pocos conocen hoy su dirección. Finalmente, en 2007, la novela La joya de Medina, de Sherry Jones, centrada en el personaje de Aisha, esposa favorita de Mahoma, fue rechazada por Random House para terminar siendo publicada por la pequeña editorial inglesa, Gibson Square, más valerosa, pero cuya sede también fue volada.
En todos esos casos cabe preguntarse cuál fue la posición de la izquierda democrática de los países afectados y, en particular, de Europa. Mientras que los émulos de Jomeini alimentaban la idea, falsa y culpabilizadora, de una guerra de Occidente contra el islam, la censura originada simplemente por el miedo se instaló por todas partes en nombre del “respeto” a un multiculturalismo degradado y mal entendido. Un “respeto” que hace que se toleren en el “otro” unas agresiones indignas y unos actos contrarios a la más elemental observancia de los derechos humanos. Así ocurre en particular con las mujeres musulmanas, que en Europa la mayor parte de las veces se ven abandonadas a su suerte en su justo problema de emancipación, una actitud que roza el racismo. Esto atañe también a la dignidad de todos los intelectuales, periodistas o creadores que se autocensuran de una forma casi instintiva. Jomeini no mató a Salman Rushdie -de hecho, la fetua hasta ha sido retirada-, pero cambió nuestra forma de vivir, y no precisamente a mejor.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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