Por Jordi García-Petit, académico numerario de la Real Academia de Doctores (EL PAÍS, 20/04/09):
Para que un Estado pueda solicitar el ingreso como miembro en la Unión, debe poder calificarse de europeo y respetar determinados valores. En ningún punto de los tratados vigentes o del Tratado de Lisboa, de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión, de las propuestas de la Comisión o de los actos del Parlamento y del Consejo Europeo se precisa qué se entiende por “Estado europeo”. Es ésa una laguna o brecha que deja a la Unión sin fronteras geográficas definidas y que permite ampliaciones sin que se sepa hasta dónde. El debate está servido desde hace tiempo, pero se ha rehuido casi siempre.
Aclaremos primero que la Unión no es ni un remedo de la ONU ni un doble del Consejo de Europa. Y recordemos lo que hasta ahora es: un proceso de integración económica, política y, a la larga, social de un grupo de Estados que constituyen entre sí una Unión a la que atribuyen competencias para alcanzar objetivos comunes. Añadamos una aclaración más: una cosa es Europa y otra la Unión Europea, no coinciden ni geográfica ni conceptualmente. Europa es un espacio territorial de límites imprecisos en el que se asientan un cierto número de Estados, naciones y pueblos. La Unión es una construcción política que, en su origen, comenzó con media docena de Estados y que, tras seis ampliaciones en 50 años, comprende hoy 27 Estados. En ambos casos, el solo criterio geográfico introduce más confusión que claridad. Veámoslo.
En el lado oriental, Europa carece de un límite físico indiscutible -los Montes Urales no forman una barrera suficiente-. En la vertiente atlántica septentrional, Islandia, que se halla más cerca del continente americano que de Europa, es considerada parte integrante de Europa, al igual que ocurre con las Canarias, tan cercanas a África que cayucos primitivos arriban con facilidad a sus costas. La Unión, que no ha conseguido incorporar la central Suiza ni la escandinava Noruega, tiene territorios y ciudadanos a miles de kilómetros de distancia. Por citar unos pocos: las Azores, la Guayana francesa, Guadalupe, Reunión…
Otro motivo de confusión es la práctica, en parte virtuosa, del solapamiento semántico entre Europa y Unión Europea, términos que se tiende a utilizar indistintamente. Ahora bien, se solapan no por la geografía, sino por la civilización. La Unión invoca valores y principios surgidos o desarrollados en Europa desde la Antigüedad. Pero Europa es más que la Unión, entre otras magnitudes, esplendores y miserias, es también las guerras, los genocidios, la contradicción entre civilización y barbarie… Si es cierto que de esos males vino el bien de la Unión, Europa contiene, con todo, más sustancia y potencialidades que las representadas en la Unión.
El contínuum continental tampoco basta como referencia ni para Europa ni para la Unión. Una vez admitida la candidatura de Turquía, ¿por qué no la de Siria?, si entre la provincia turca de Hatay y la siria de Habat, por poner un ejemplo, no hay diferencias significativas fuera de las políticas. Si se admite la posibilidad de la candidatura de Ucrania, ¿por qué no promover la de Rusia?, al fin y al cabo una inmensa planicie, que engloba también a Bielorrusia, las compacta territorialmente. ¿Cómo definir, pues, la condición geográfica de europeo y evitar el vértigo de lo ilimitado?
No habrá más remedio que retomar el criterio político e inferir la condición de europeo del respeto de los valores y principios en que se fundamenta la Unión. En lugar de lanzar a trochemoche promesas inconsideradas de adhesión sistemática, las solicitudes de estatus de candidato, como la reciente de Montenegro, y las negociaciones en curso con Turquía y Croacia y la pendiente de inicio con Macedonia, tienen que superar en cada caso, sin concesiones a intereses o a supuestos beneficios estratégicos, los criterios que exigen los Tratados. Si no se pasa el examen en una convocatoria, se repite más adelante o se abandona.
La precipitación de las ampliaciones al Este de 2004 y 2007 dejó a los candidatos sin tiempo para acabar de construir su propia estatalidad y dotarla para participar activamente en la Unión. Hoy, cuando la crisis arrecia, asistimos a una reaparición del término Este no como una vuelta de la vieja geografía, sino como una frontera interior de la Unión.
En 1992 el Parlamento Europeo aprobó una resolución (A3-0189/92) que establecía la preeminencia de la política sobre la geografía y que se ha ignorado. El Parlamento se posicionaba -argumentando que las ampliaciones no tenían que frenar la profundización de la construcción europea ni restar eficacia al funcionamiento de las instituciones comunitarias- en el sentido que “no es posible ni necesario que todos los Estados que son europeos o que se sienten como tales, o que incluso se hallan vinculados a Europa, se incorporen en el futuro a la Unión”. Como alternativa, el Parlamento sugería los acuerdos de asociación, cuya flexibilidad permite atender las necesidades de Estados de diferentes características y ubicaciones. La propuesta del Parlamento Europeo era una manera, todavía hoy válida, de aportar soluciones a la “geografía del problema” y no hacer de la geografía un problema.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Para que un Estado pueda solicitar el ingreso como miembro en la Unión, debe poder calificarse de europeo y respetar determinados valores. En ningún punto de los tratados vigentes o del Tratado de Lisboa, de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión, de las propuestas de la Comisión o de los actos del Parlamento y del Consejo Europeo se precisa qué se entiende por “Estado europeo”. Es ésa una laguna o brecha que deja a la Unión sin fronteras geográficas definidas y que permite ampliaciones sin que se sepa hasta dónde. El debate está servido desde hace tiempo, pero se ha rehuido casi siempre.
Aclaremos primero que la Unión no es ni un remedo de la ONU ni un doble del Consejo de Europa. Y recordemos lo que hasta ahora es: un proceso de integración económica, política y, a la larga, social de un grupo de Estados que constituyen entre sí una Unión a la que atribuyen competencias para alcanzar objetivos comunes. Añadamos una aclaración más: una cosa es Europa y otra la Unión Europea, no coinciden ni geográfica ni conceptualmente. Europa es un espacio territorial de límites imprecisos en el que se asientan un cierto número de Estados, naciones y pueblos. La Unión es una construcción política que, en su origen, comenzó con media docena de Estados y que, tras seis ampliaciones en 50 años, comprende hoy 27 Estados. En ambos casos, el solo criterio geográfico introduce más confusión que claridad. Veámoslo.
En el lado oriental, Europa carece de un límite físico indiscutible -los Montes Urales no forman una barrera suficiente-. En la vertiente atlántica septentrional, Islandia, que se halla más cerca del continente americano que de Europa, es considerada parte integrante de Europa, al igual que ocurre con las Canarias, tan cercanas a África que cayucos primitivos arriban con facilidad a sus costas. La Unión, que no ha conseguido incorporar la central Suiza ni la escandinava Noruega, tiene territorios y ciudadanos a miles de kilómetros de distancia. Por citar unos pocos: las Azores, la Guayana francesa, Guadalupe, Reunión…
Otro motivo de confusión es la práctica, en parte virtuosa, del solapamiento semántico entre Europa y Unión Europea, términos que se tiende a utilizar indistintamente. Ahora bien, se solapan no por la geografía, sino por la civilización. La Unión invoca valores y principios surgidos o desarrollados en Europa desde la Antigüedad. Pero Europa es más que la Unión, entre otras magnitudes, esplendores y miserias, es también las guerras, los genocidios, la contradicción entre civilización y barbarie… Si es cierto que de esos males vino el bien de la Unión, Europa contiene, con todo, más sustancia y potencialidades que las representadas en la Unión.
El contínuum continental tampoco basta como referencia ni para Europa ni para la Unión. Una vez admitida la candidatura de Turquía, ¿por qué no la de Siria?, si entre la provincia turca de Hatay y la siria de Habat, por poner un ejemplo, no hay diferencias significativas fuera de las políticas. Si se admite la posibilidad de la candidatura de Ucrania, ¿por qué no promover la de Rusia?, al fin y al cabo una inmensa planicie, que engloba también a Bielorrusia, las compacta territorialmente. ¿Cómo definir, pues, la condición geográfica de europeo y evitar el vértigo de lo ilimitado?
No habrá más remedio que retomar el criterio político e inferir la condición de europeo del respeto de los valores y principios en que se fundamenta la Unión. En lugar de lanzar a trochemoche promesas inconsideradas de adhesión sistemática, las solicitudes de estatus de candidato, como la reciente de Montenegro, y las negociaciones en curso con Turquía y Croacia y la pendiente de inicio con Macedonia, tienen que superar en cada caso, sin concesiones a intereses o a supuestos beneficios estratégicos, los criterios que exigen los Tratados. Si no se pasa el examen en una convocatoria, se repite más adelante o se abandona.
La precipitación de las ampliaciones al Este de 2004 y 2007 dejó a los candidatos sin tiempo para acabar de construir su propia estatalidad y dotarla para participar activamente en la Unión. Hoy, cuando la crisis arrecia, asistimos a una reaparición del término Este no como una vuelta de la vieja geografía, sino como una frontera interior de la Unión.
En 1992 el Parlamento Europeo aprobó una resolución (A3-0189/92) que establecía la preeminencia de la política sobre la geografía y que se ha ignorado. El Parlamento se posicionaba -argumentando que las ampliaciones no tenían que frenar la profundización de la construcción europea ni restar eficacia al funcionamiento de las instituciones comunitarias- en el sentido que “no es posible ni necesario que todos los Estados que son europeos o que se sienten como tales, o que incluso se hallan vinculados a Europa, se incorporen en el futuro a la Unión”. Como alternativa, el Parlamento sugería los acuerdos de asociación, cuya flexibilidad permite atender las necesidades de Estados de diferentes características y ubicaciones. La propuesta del Parlamento Europeo era una manera, todavía hoy válida, de aportar soluciones a la “geografía del problema” y no hacer de la geografía un problema.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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