Por Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político (ABC, 17/04/09):
Deberé comenzar confesando que, en un principio, no presté mucha atención a eso enigmáticamente llamado Bolonia ni a las protestas estudiantiles que el asunto originaba. Leyendo de paso algún que otro cartel lo que más destacaba era la amenaza de que Bolonia suponía privatización de la Universidad y, como consecuencia, el imperio de una Universidad «para ricos». Como en su día, ya bastante lejano, decidí dedicar mi vida a lo que esa institución comporta (enseñanza e investigación como menesteres absolutamente unidos), la citada escasa atención no puede interpretarse, ni mucho menos como desprecio. Lo de «a mayor abundamiento» vendría, por demás, avalado por veinte años en distintos cargos de gobierno universitario sin mucho agradecimiento que digamos. Lo que ocurre es que desde que uno hizo auténtico voto de pobreza con aquella perdida figura de profesor ayudante de clases prácticas con gratificación de mil quinientas pesetas al trimestre y nombramientos renovables anualmente, desde entonces, digo, siempre he conocido protestas más o menos fuertes por parte de los estudiantes. Es lógico. Se está en la edad propicia para la protesta y a ella se iba, con mayor o menor razón y por un motivo u otro. Para decir toda la verdad, lo que nunca he conocido es protesta solicitando mejores clases, mayor rigor en la calidad, profesores mejor preparados ni duras sanciones para quienes dañaban a los buenos estudiantes mediante la hispánica tendencia de copiar en los exámenes. A fin de cuentas, estamos en un país con larga y hasta aplaudida tendencia de engañar al Estado. ¿Por qué iba a ser más grave la mera copia de apuntes o el «cuidadoso arte» de diminutas chuletas?
Lo que me ha llevado a meditar algo sobre el tema es la auténtica gravedad de la violencia y asalto a los rectorados, algo que, por cierto, me recuerda años pasados (fines del franquismo y transición), y, por otra parte, tanto la solidaridad anti-Bolonia de no pocos profesores como la noticia de que algunas universidades de prestigio de otros países habían dado el no al invento. Había que dedicar mayor atención a lo que se nos viene encima. Y presumo que así será contra lo que la buena razón reclama: una urgente decisión gubernamental para estudiar y divulgar el tema y, tras eso y tras consultas a todos los niveles, acaso aplazar un tanto la entrada en vigor de esta reforma. Tanto más cuanto todavía no han sido ni asumidos ni valorados proyectos anteriores casi siempre caídos en el fracaso o en la mediocridad. Sería prueba de gobiernos sensibles a la opinión ciudadana.
Y creemos que sobran razones para que así fuera. En realidad, la actual Universidad española lleva tiempo dando tumbos, sobre todo desde que la nefasta L.R.U. le ocasionó heridas de muy difícil cura, al introducir en la enseñanza y gobierno los principios de autonomía y democracia como supuestos básicos. A ello se añadió un sistema en las oposiciones de profesores titulares y catedráticos que, como tanto se ha denunciado, lo que ha originado es la mediocridad, el nepotismo y el criterio de siempre primar «al de casa», que era el que había podido proponer la composición del tribunal juzgador. Sin olvidar lo que supuso la «rebaja nacional» de las pruebas (?) de idoneidad. En realidad, antes de este auténtico garrote vil universitario, cuyos artífices tienen nombre y apellidos bien conocidos, no es que las cosas estuvieran muy claras que digamos. Los planes de estudio tenían mucho de repetitivos y poco de acercamiento a la práctica de cada momento. Había que reformar. Pero sabido es que, salvo en algunos casos, en nuestro país reformar suele equivaler a empeorar. El crucial problema de para qué habían de servir las universidades, es decir el viejo debate entre formar o informar, ha estado casi siempre sin resolver. Las respuestas se han sucedido continuamente: la aportación del krausismo, la postura del maestro Ortega en su obra «Misión de la Universidad», la experiencia de los colegios universitarios para los primeros cursos (obra de Villar Palasí que podía haber funcionado si no se hubiera cedido bien pronto a convertirlos en auténticas universidades por razones políticas o localistas), el inútil invento de los profesores agregados de efímera vida, la actual perversión del profesor asociado (profesional con prestigio para contacto con la práctica) convertido de inmediato en responsable de explicar programas teóricos, examinar y calificar y etc., etc. Un aquelarre total, falto de calidad, autoridad y responsabilidad. ¿Nos puede extrañar por ello el vergonzoso lugar que Europa acaba de dar a nuestra antigua «Alma Mater»? ¿Cómo es posible que en ella se siga cantando lo de «Gaudeamus Igitur» en vez de algún rezo fúnebre?
A mi entender nada o poco de todo esto lo arreglará Bolonia. Tengo para mí que de lo que se trata es de homogeneizar en lo más simple. No hablo así por lo de reducir años. A ello acompaña la creación de «grupitos» que, a no dudarlo, tendrán de inmediato al internet (versión actualizada de «los apuntes»). Casi desaparición de las clases teóricas, no siempre magistrales. Nulo impulso a la capacidad de pensar y fomentar la crítica, supuestos sin los que no se puede hablar de intelecto. Hegemonía de «habilidades» en alumnos que pueden serlo de casi todo. Ya se han cambiado las oposiciones por las «habilitaciones», sin ni siquiera conocer a los aspirantes: se decide sobre «los papeles» que estos envían a unas comisiones en las que puede no haber nadie de la especialidad. ¿Se puede rebajar más? Con Bolonia, pronto, y, para colmo, se anuncia que «a coste cero». O mucho me equivoco, o en la Universidad que se nos viene encima no habrían tenido nada que hacer Unamuno, Ortega, Aranguren, Corts Grau, Sánchez Agesta, Jiménez de Asúa, Garrido Falla, Fuentes Quintana, Enterría, por no citar a los muy actuales. Una Universidad de permanentes tutores o «preceptores» que, a no dudarlo, pronto inventarán las formas de escapar de menesteres de los que nunca se les advirtió en su día. ¡Adiós a la Universidad de Maestros!
En nuestro caso, y para colmo de males, eso de Bolonia con nombre de «pizza» se viene a montar sobre el más putrefacto sistema o pluridad de sistemas en la enseñanza media. Los estudiantes llegan a la Universidad, tras unas pruebas de Selectividad ahora convertidas en puro coladero y sin reválidas previas que comprueben su nivel, con absoluto desconocimiento de todo. Es decir, no saben nada de nada. A la desaparición de las lenguas clásicas se unió, de inmediato, la absurda descalificación de la memoria como instrumento de trabajo. El bandazo, adobado en los constantes cambios según el ministro de turno, ha sido colosal. Claro que había que cambiar cosas. Pero entre suprimir la obligación de conocer la famosa lista de los Reyes Godos (por cierto, a mí nunca se me pidió) e ignorar la «Divina Comedia», algo sobre nuestros autos sacramentales o el nombre de alguna obra de Unamuno u Ortega, hay un auténtico abismo. Contra él tienen que luchar los profesores de los primeros cursos en la Universidad. Y esto es tan así, que sin duda hoy podemos dividir a los españoles bien crecidos entre quienes tuvieron un «buen bachillerato» y quienes no.
Montar sobre este chamizo de ignorancia y mediocridad un nuevo modelo de Universidad será un gran error. Sin calidad previa, sin aprecio al conocimiento elevado y hasta entregada de pies y manos a la globalización capitalista que padecemos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Deberé comenzar confesando que, en un principio, no presté mucha atención a eso enigmáticamente llamado Bolonia ni a las protestas estudiantiles que el asunto originaba. Leyendo de paso algún que otro cartel lo que más destacaba era la amenaza de que Bolonia suponía privatización de la Universidad y, como consecuencia, el imperio de una Universidad «para ricos». Como en su día, ya bastante lejano, decidí dedicar mi vida a lo que esa institución comporta (enseñanza e investigación como menesteres absolutamente unidos), la citada escasa atención no puede interpretarse, ni mucho menos como desprecio. Lo de «a mayor abundamiento» vendría, por demás, avalado por veinte años en distintos cargos de gobierno universitario sin mucho agradecimiento que digamos. Lo que ocurre es que desde que uno hizo auténtico voto de pobreza con aquella perdida figura de profesor ayudante de clases prácticas con gratificación de mil quinientas pesetas al trimestre y nombramientos renovables anualmente, desde entonces, digo, siempre he conocido protestas más o menos fuertes por parte de los estudiantes. Es lógico. Se está en la edad propicia para la protesta y a ella se iba, con mayor o menor razón y por un motivo u otro. Para decir toda la verdad, lo que nunca he conocido es protesta solicitando mejores clases, mayor rigor en la calidad, profesores mejor preparados ni duras sanciones para quienes dañaban a los buenos estudiantes mediante la hispánica tendencia de copiar en los exámenes. A fin de cuentas, estamos en un país con larga y hasta aplaudida tendencia de engañar al Estado. ¿Por qué iba a ser más grave la mera copia de apuntes o el «cuidadoso arte» de diminutas chuletas?
Lo que me ha llevado a meditar algo sobre el tema es la auténtica gravedad de la violencia y asalto a los rectorados, algo que, por cierto, me recuerda años pasados (fines del franquismo y transición), y, por otra parte, tanto la solidaridad anti-Bolonia de no pocos profesores como la noticia de que algunas universidades de prestigio de otros países habían dado el no al invento. Había que dedicar mayor atención a lo que se nos viene encima. Y presumo que así será contra lo que la buena razón reclama: una urgente decisión gubernamental para estudiar y divulgar el tema y, tras eso y tras consultas a todos los niveles, acaso aplazar un tanto la entrada en vigor de esta reforma. Tanto más cuanto todavía no han sido ni asumidos ni valorados proyectos anteriores casi siempre caídos en el fracaso o en la mediocridad. Sería prueba de gobiernos sensibles a la opinión ciudadana.
Y creemos que sobran razones para que así fuera. En realidad, la actual Universidad española lleva tiempo dando tumbos, sobre todo desde que la nefasta L.R.U. le ocasionó heridas de muy difícil cura, al introducir en la enseñanza y gobierno los principios de autonomía y democracia como supuestos básicos. A ello se añadió un sistema en las oposiciones de profesores titulares y catedráticos que, como tanto se ha denunciado, lo que ha originado es la mediocridad, el nepotismo y el criterio de siempre primar «al de casa», que era el que había podido proponer la composición del tribunal juzgador. Sin olvidar lo que supuso la «rebaja nacional» de las pruebas (?) de idoneidad. En realidad, antes de este auténtico garrote vil universitario, cuyos artífices tienen nombre y apellidos bien conocidos, no es que las cosas estuvieran muy claras que digamos. Los planes de estudio tenían mucho de repetitivos y poco de acercamiento a la práctica de cada momento. Había que reformar. Pero sabido es que, salvo en algunos casos, en nuestro país reformar suele equivaler a empeorar. El crucial problema de para qué habían de servir las universidades, es decir el viejo debate entre formar o informar, ha estado casi siempre sin resolver. Las respuestas se han sucedido continuamente: la aportación del krausismo, la postura del maestro Ortega en su obra «Misión de la Universidad», la experiencia de los colegios universitarios para los primeros cursos (obra de Villar Palasí que podía haber funcionado si no se hubiera cedido bien pronto a convertirlos en auténticas universidades por razones políticas o localistas), el inútil invento de los profesores agregados de efímera vida, la actual perversión del profesor asociado (profesional con prestigio para contacto con la práctica) convertido de inmediato en responsable de explicar programas teóricos, examinar y calificar y etc., etc. Un aquelarre total, falto de calidad, autoridad y responsabilidad. ¿Nos puede extrañar por ello el vergonzoso lugar que Europa acaba de dar a nuestra antigua «Alma Mater»? ¿Cómo es posible que en ella se siga cantando lo de «Gaudeamus Igitur» en vez de algún rezo fúnebre?
A mi entender nada o poco de todo esto lo arreglará Bolonia. Tengo para mí que de lo que se trata es de homogeneizar en lo más simple. No hablo así por lo de reducir años. A ello acompaña la creación de «grupitos» que, a no dudarlo, tendrán de inmediato al internet (versión actualizada de «los apuntes»). Casi desaparición de las clases teóricas, no siempre magistrales. Nulo impulso a la capacidad de pensar y fomentar la crítica, supuestos sin los que no se puede hablar de intelecto. Hegemonía de «habilidades» en alumnos que pueden serlo de casi todo. Ya se han cambiado las oposiciones por las «habilitaciones», sin ni siquiera conocer a los aspirantes: se decide sobre «los papeles» que estos envían a unas comisiones en las que puede no haber nadie de la especialidad. ¿Se puede rebajar más? Con Bolonia, pronto, y, para colmo, se anuncia que «a coste cero». O mucho me equivoco, o en la Universidad que se nos viene encima no habrían tenido nada que hacer Unamuno, Ortega, Aranguren, Corts Grau, Sánchez Agesta, Jiménez de Asúa, Garrido Falla, Fuentes Quintana, Enterría, por no citar a los muy actuales. Una Universidad de permanentes tutores o «preceptores» que, a no dudarlo, pronto inventarán las formas de escapar de menesteres de los que nunca se les advirtió en su día. ¡Adiós a la Universidad de Maestros!
En nuestro caso, y para colmo de males, eso de Bolonia con nombre de «pizza» se viene a montar sobre el más putrefacto sistema o pluridad de sistemas en la enseñanza media. Los estudiantes llegan a la Universidad, tras unas pruebas de Selectividad ahora convertidas en puro coladero y sin reválidas previas que comprueben su nivel, con absoluto desconocimiento de todo. Es decir, no saben nada de nada. A la desaparición de las lenguas clásicas se unió, de inmediato, la absurda descalificación de la memoria como instrumento de trabajo. El bandazo, adobado en los constantes cambios según el ministro de turno, ha sido colosal. Claro que había que cambiar cosas. Pero entre suprimir la obligación de conocer la famosa lista de los Reyes Godos (por cierto, a mí nunca se me pidió) e ignorar la «Divina Comedia», algo sobre nuestros autos sacramentales o el nombre de alguna obra de Unamuno u Ortega, hay un auténtico abismo. Contra él tienen que luchar los profesores de los primeros cursos en la Universidad. Y esto es tan así, que sin duda hoy podemos dividir a los españoles bien crecidos entre quienes tuvieron un «buen bachillerato» y quienes no.
Montar sobre este chamizo de ignorancia y mediocridad un nuevo modelo de Universidad será un gran error. Sin calidad previa, sin aprecio al conocimiento elevado y hasta entregada de pies y manos a la globalización capitalista que padecemos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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