Por Fernando del Rey, historiador. Recientemente ha publicado el libro Paisanos en lucha. Exclusión política y violencia en la Segunda República española, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008 (EL MUNDO, 17/04/09):
Si a los estudiantes de los años sesenta les hubieran dicho que llegaría un tiempo en que la Universidad española dejaría de estar aislada de Europa y del resto del mundo no se lo hubieran creído. En aquellos años de confrontación con la dictadura, una alternativa así parecía imposible. Hoy, sin embargo, el sueño se ha convertido en realidad. Hace aproximadamente dos décadas de la puesta en marcha del programa Erasmus, el mejor símbolo de este proyecto que es el Espacio Europeo de Educación Superior.En virtud del mismo, cada año salen de España en torno a 25.000 estudiantes, y en nuestras universidades entran otros tantos procedentes de los más variopintos confines del continente. Gracias al Plan Bolonia pronto se verán beneficiados muchos más. En total, son 46 estados los que participan en el empeño, definiendo un marco geográfico que se extiende por encima de las fronteras nacionales.
En medio del escepticismo -minoritario más allá del ruido-, conviene recordar algunos contenidos de la Carta Magna de las Universidades Europeas, el documento guía formulado en 1988 del que se hizo eco en su día la ministra de Educación, Mercedes Cabrera. El viaje emprendido busca afirmar la «independencia moral y científica» de las universidades «de todo poder político y económico»; pretende preservar la «libertad de investigación, de enseñanza y de formación»; y habrá de esmerarse en hacer de estas instituciones un «lugar de encuentro privilegiado» por su «rechazo a la intolerancia», en tanto que «depositarias de la tradición del humanismo europeo», ignorando «toda frontera geográfica y política».
El Plan Bolonia entendió que la fragmentación de Europa en sistemas universitarios aislados restringía el espíritu universalista que inspira la generación y difusión del conocimiento; como también comprendió que las universidades no debían quedarse atrás mientras los estados europeos avanzaban hacia una mayor integración política y económica. De ahí la apuesta por la creación de un gran espacio universitario común. Un espacio en el que las universidades europeas se han comprometido con firmeza a formar profesionales más competentes, a impulsar la investigación y a transferir sus resultados a la sociedad. En un contexto de globalización mundial imparable, se considera que las universidades son, y habrán de serlo más en el futuro, actores imprescindibles en el impulso del modelo de economía dinámica y competitiva asumido como propio por la Unión Europea. De no hacerlo así, Europa corre el riesgo de verse desbordada científica y tecnológicamente por otros continentes, quedando imposibilitada para mantener y garantizar el bienestar y la igualdad de oportunidades a sus ciudadanos.
¿Qué hay de malo en estos propósitos? ¿Por qué tenemos que considerar negativo un modelo de Universidad más ágil, competitivo, transparente, autónomo, responsable y flexible que se adapte a las necesidades de la sociedad? ¿Acaso nos da miedo el riesgo y la construcción de universidades donde impere la cultura de la calidad, de la eficacia y del mérito? ¿Por qué la educación superior no ha de proyectarse, sin renunciar a los saberes acumulados, en función del bienestar social y de la mejora del sistema productivo? Las voces que alertan contra el peligro de «mercantilización» de la Universidad -insisto que minoritarias- no hacen otra cosa que agitar por enésima vez las añejas consignas contrarias al mercado y al universalismo liberal-democrático y cosmopolita.Que las universidades aspiren a incrementar su financiación pública con recursos privados no ha de ser necesariamente negativo, sino todo lo contrario. Lo importante es que dispongan de medios suficientes -controlados democráticamente- para afrontar con solvencia los ambiciosos objetivos a los que obliga esta reforma. Sin olvidar que una mejor conexión del medio universitario con el mundo empresarial es el mejor camino para liquidar aquella vieja imagen de la Universidad como fábrica de parados.
Nadie duda que la puesta en marcha del Espacio Europeo de Educación Superior será un camino proceloso y largo, sobre todo en lo que se refiere a la aplicación de los nuevos métodos educativos, planes de estudios y titulaciones, algunos de los cuales son manifiestamente mejorables en la medida en que en su diseño han prevalecido los intereses corporativos sobre los criterios estrictamente intelectuales. Nadie duda tampoco de que la reforma sólo saldrá adelante si las administraciones y la sociedad asumen que a coste cero es imposible su aplicación. Sin embargo, pese a todos los riesgos, merece la pena afrontar el desafío. Europa y España se juegan mucho en ello.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Si a los estudiantes de los años sesenta les hubieran dicho que llegaría un tiempo en que la Universidad española dejaría de estar aislada de Europa y del resto del mundo no se lo hubieran creído. En aquellos años de confrontación con la dictadura, una alternativa así parecía imposible. Hoy, sin embargo, el sueño se ha convertido en realidad. Hace aproximadamente dos décadas de la puesta en marcha del programa Erasmus, el mejor símbolo de este proyecto que es el Espacio Europeo de Educación Superior.En virtud del mismo, cada año salen de España en torno a 25.000 estudiantes, y en nuestras universidades entran otros tantos procedentes de los más variopintos confines del continente. Gracias al Plan Bolonia pronto se verán beneficiados muchos más. En total, son 46 estados los que participan en el empeño, definiendo un marco geográfico que se extiende por encima de las fronteras nacionales.
En medio del escepticismo -minoritario más allá del ruido-, conviene recordar algunos contenidos de la Carta Magna de las Universidades Europeas, el documento guía formulado en 1988 del que se hizo eco en su día la ministra de Educación, Mercedes Cabrera. El viaje emprendido busca afirmar la «independencia moral y científica» de las universidades «de todo poder político y económico»; pretende preservar la «libertad de investigación, de enseñanza y de formación»; y habrá de esmerarse en hacer de estas instituciones un «lugar de encuentro privilegiado» por su «rechazo a la intolerancia», en tanto que «depositarias de la tradición del humanismo europeo», ignorando «toda frontera geográfica y política».
El Plan Bolonia entendió que la fragmentación de Europa en sistemas universitarios aislados restringía el espíritu universalista que inspira la generación y difusión del conocimiento; como también comprendió que las universidades no debían quedarse atrás mientras los estados europeos avanzaban hacia una mayor integración política y económica. De ahí la apuesta por la creación de un gran espacio universitario común. Un espacio en el que las universidades europeas se han comprometido con firmeza a formar profesionales más competentes, a impulsar la investigación y a transferir sus resultados a la sociedad. En un contexto de globalización mundial imparable, se considera que las universidades son, y habrán de serlo más en el futuro, actores imprescindibles en el impulso del modelo de economía dinámica y competitiva asumido como propio por la Unión Europea. De no hacerlo así, Europa corre el riesgo de verse desbordada científica y tecnológicamente por otros continentes, quedando imposibilitada para mantener y garantizar el bienestar y la igualdad de oportunidades a sus ciudadanos.
¿Qué hay de malo en estos propósitos? ¿Por qué tenemos que considerar negativo un modelo de Universidad más ágil, competitivo, transparente, autónomo, responsable y flexible que se adapte a las necesidades de la sociedad? ¿Acaso nos da miedo el riesgo y la construcción de universidades donde impere la cultura de la calidad, de la eficacia y del mérito? ¿Por qué la educación superior no ha de proyectarse, sin renunciar a los saberes acumulados, en función del bienestar social y de la mejora del sistema productivo? Las voces que alertan contra el peligro de «mercantilización» de la Universidad -insisto que minoritarias- no hacen otra cosa que agitar por enésima vez las añejas consignas contrarias al mercado y al universalismo liberal-democrático y cosmopolita.Que las universidades aspiren a incrementar su financiación pública con recursos privados no ha de ser necesariamente negativo, sino todo lo contrario. Lo importante es que dispongan de medios suficientes -controlados democráticamente- para afrontar con solvencia los ambiciosos objetivos a los que obliga esta reforma. Sin olvidar que una mejor conexión del medio universitario con el mundo empresarial es el mejor camino para liquidar aquella vieja imagen de la Universidad como fábrica de parados.
Nadie duda que la puesta en marcha del Espacio Europeo de Educación Superior será un camino proceloso y largo, sobre todo en lo que se refiere a la aplicación de los nuevos métodos educativos, planes de estudios y titulaciones, algunos de los cuales son manifiestamente mejorables en la medida en que en su diseño han prevalecido los intereses corporativos sobre los criterios estrictamente intelectuales. Nadie duda tampoco de que la reforma sólo saldrá adelante si las administraciones y la sociedad asumen que a coste cero es imposible su aplicación. Sin embargo, pese a todos los riesgos, merece la pena afrontar el desafío. Europa y España se juegan mucho en ello.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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