Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 25/04/09):
La situación de los derechos humanos en el mundo, lejos de mejorar, se deteriora de manera alarmante y los avances de la democracia que siguieron a la extinción de la URSS se han detenido bruscamente. El descrédito o la inoperancia de la ONU, en vez de mitigarse, aumenta en medio de un enfrentamiento ideológico o geopolítico frenético entre grupos regionales, hasta el punto de que el presidente de la actual sesión de la Asamblea General, el sacerdote nicaragüense Miguel d’Escoto, por su verbo desbocado, sus viajes militantes y sus indiscreciones, provoca el asombro cuando no la irrisión en el enrevesado universo diplomático del rascacielos de cristal de Manhattan.
La justicia universal y los debates de la ONU reflejan un mundo en el que los regímenes democráticos se hallan en franca minoría, como se pudo comprobar recientemente cuando los países africanos y árabes arroparon al presidente de Sudán, Omar el Bashir, contra el que el Tribunal Penal Internacional (TPI) lanzó una orden de captura tras acusarlo de las atrocidades en Darfur. La decisión del TPI, que hasta entonces solo había procesado a los jefes de Estado en desgracia, fue aplaudida por las víctimas y por las oenegés, pero recusada por los países del tercer mundo que denuncian ritualmente el doble rasero o la justicia de dos velocidades, mientras el verdugo denigra a los occidentales.
LA CONFERENCIA de la ONU sobre el racismo en Ginebra, para revisar los progresos tras la de Durban (Sudáfrica) en el 2001, provocó la confusión, el tumulto y el boicot de varios países importantes (Estados Unidos, Alemania, Italia, Holanda e Israel), pese a que los diplomáticos habían pasteleado un documento finalmente aprobado que eliminaba cualquier asunto vidrioso: la discriminación religiosa, la ocupación israelí, la libertad de expresión y el concepto islámico de difamación de las religiones como intento subrepticio de justificar la censura.
La reunión de Durban, más proclive a la venganza retórica que a la conciliación, degeneró en una plataforma contra Israel, empeñada en demonizar al sionismo como una forma de racismo, y en una causa general contra el colonialismo. La farsa adquirió tintes siniestros cuando algunos líderes africanos exigieron compensaciones sin reparar en que la esclavitud, la hambruna y los asesinatos masivos volvían a sus países con gobiernos corruptos y despóticos. En el 2007, el representante de la ONU, Doudou Diene, encendió la controversia con un informe inflamado en el que definió la islamofobia como una forma de racismo que hinca sus raíces en las Cruzadas y la Reconquista española, al mismo tiempo que estigmatizaba a los intelectuales europeos y americanos por predicar el laicismo o proferir insultos contra la religión del Profeta.
Las buenas intenciones del cónclave ginebrino no resistieron la provocación del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, un especialista de la diatriba antisemita, vulgar y ruidoso negacionista que considera un mito el Holocausto y que ha reclamado en varias ocasiones la aniquilación de Israel. Único orador presidencial en el devaluado foro ginebrino, el delegado de los ayatolás describió al Estado de Israel como creado por los poderes satánicos “para establecer un Gobierno racista en la Palestina ocupada”, un ultraje que no pudieron soportar los enviados de la Unión Europea (UE).
Al igual que el Consejo de los Derechos Humanos de la ONU, creado en el 2006 e integrado por cuotas regionales, la conferencia de Ginebra no pudo superar una politización a ultranza ni el espectáculo de una tribuna sarcásticamente dominada por una alianza de facto entre países cuyos gobiernos son notorios violadores de todos los códigos: la mayoría de los miembros de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), Cuba, China e incluso Rusia. De las 10 sesiones extraordinarias del consejo desde su creación, cinco estuvieron dedicadas al conflicto árabe-israelí, mientras un espeso silencio se cernía sobre las iniquidades en el tercer mundo.
EL CIRCO montado en Ginebra por el presidente iraní, bajo el paraguas de la ONU, desnuda un mal de nuestra época que explica la contradicción de ver al presidente Obama boicoteando un cónclave sobre el racismo. Declina el activismo en pro de los derechos humanos, y el antirracismo, confundido con el antisemitismo, deviene una ideología para enmascarar los despotismos de la corrupción o de la utilización del islam como barrera para defender el oscurantismo reaccionario y explotador de los recursos. “Una nueva Inquisición –según concluye el filósofo francés Pascal Bruckner– que enarbola la difamación de la religión para aniquilar cualquier impulso de duda, particularmente en los países islámicos”.
La ONU, incapaz de reformarse, vive en crisis existencial, organizando dispendiosas reuniones con el presupuesto que se nutre de los países democráticos que luego son colocados en el banquillo de los acusados por los representantes de tiranías recalcitrantes. El camino del arrepentimiento y la penitencia seguidos por algunos occidentales premia a los integristas que utilizan el respeto de la religión o de la cultura para conculcar o restringir los derechos humanos. Europa aparece dividida entre los que propugnan la resistencia, pese a todos los inconvenientes, o los que abogan por el abandono para forzar la reforma del orden mundial y promover la decencia y la cordura.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La situación de los derechos humanos en el mundo, lejos de mejorar, se deteriora de manera alarmante y los avances de la democracia que siguieron a la extinción de la URSS se han detenido bruscamente. El descrédito o la inoperancia de la ONU, en vez de mitigarse, aumenta en medio de un enfrentamiento ideológico o geopolítico frenético entre grupos regionales, hasta el punto de que el presidente de la actual sesión de la Asamblea General, el sacerdote nicaragüense Miguel d’Escoto, por su verbo desbocado, sus viajes militantes y sus indiscreciones, provoca el asombro cuando no la irrisión en el enrevesado universo diplomático del rascacielos de cristal de Manhattan.
La justicia universal y los debates de la ONU reflejan un mundo en el que los regímenes democráticos se hallan en franca minoría, como se pudo comprobar recientemente cuando los países africanos y árabes arroparon al presidente de Sudán, Omar el Bashir, contra el que el Tribunal Penal Internacional (TPI) lanzó una orden de captura tras acusarlo de las atrocidades en Darfur. La decisión del TPI, que hasta entonces solo había procesado a los jefes de Estado en desgracia, fue aplaudida por las víctimas y por las oenegés, pero recusada por los países del tercer mundo que denuncian ritualmente el doble rasero o la justicia de dos velocidades, mientras el verdugo denigra a los occidentales.
LA CONFERENCIA de la ONU sobre el racismo en Ginebra, para revisar los progresos tras la de Durban (Sudáfrica) en el 2001, provocó la confusión, el tumulto y el boicot de varios países importantes (Estados Unidos, Alemania, Italia, Holanda e Israel), pese a que los diplomáticos habían pasteleado un documento finalmente aprobado que eliminaba cualquier asunto vidrioso: la discriminación religiosa, la ocupación israelí, la libertad de expresión y el concepto islámico de difamación de las religiones como intento subrepticio de justificar la censura.
La reunión de Durban, más proclive a la venganza retórica que a la conciliación, degeneró en una plataforma contra Israel, empeñada en demonizar al sionismo como una forma de racismo, y en una causa general contra el colonialismo. La farsa adquirió tintes siniestros cuando algunos líderes africanos exigieron compensaciones sin reparar en que la esclavitud, la hambruna y los asesinatos masivos volvían a sus países con gobiernos corruptos y despóticos. En el 2007, el representante de la ONU, Doudou Diene, encendió la controversia con un informe inflamado en el que definió la islamofobia como una forma de racismo que hinca sus raíces en las Cruzadas y la Reconquista española, al mismo tiempo que estigmatizaba a los intelectuales europeos y americanos por predicar el laicismo o proferir insultos contra la religión del Profeta.
Las buenas intenciones del cónclave ginebrino no resistieron la provocación del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, un especialista de la diatriba antisemita, vulgar y ruidoso negacionista que considera un mito el Holocausto y que ha reclamado en varias ocasiones la aniquilación de Israel. Único orador presidencial en el devaluado foro ginebrino, el delegado de los ayatolás describió al Estado de Israel como creado por los poderes satánicos “para establecer un Gobierno racista en la Palestina ocupada”, un ultraje que no pudieron soportar los enviados de la Unión Europea (UE).
Al igual que el Consejo de los Derechos Humanos de la ONU, creado en el 2006 e integrado por cuotas regionales, la conferencia de Ginebra no pudo superar una politización a ultranza ni el espectáculo de una tribuna sarcásticamente dominada por una alianza de facto entre países cuyos gobiernos son notorios violadores de todos los códigos: la mayoría de los miembros de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), Cuba, China e incluso Rusia. De las 10 sesiones extraordinarias del consejo desde su creación, cinco estuvieron dedicadas al conflicto árabe-israelí, mientras un espeso silencio se cernía sobre las iniquidades en el tercer mundo.
EL CIRCO montado en Ginebra por el presidente iraní, bajo el paraguas de la ONU, desnuda un mal de nuestra época que explica la contradicción de ver al presidente Obama boicoteando un cónclave sobre el racismo. Declina el activismo en pro de los derechos humanos, y el antirracismo, confundido con el antisemitismo, deviene una ideología para enmascarar los despotismos de la corrupción o de la utilización del islam como barrera para defender el oscurantismo reaccionario y explotador de los recursos. “Una nueva Inquisición –según concluye el filósofo francés Pascal Bruckner– que enarbola la difamación de la religión para aniquilar cualquier impulso de duda, particularmente en los países islámicos”.
La ONU, incapaz de reformarse, vive en crisis existencial, organizando dispendiosas reuniones con el presupuesto que se nutre de los países democráticos que luego son colocados en el banquillo de los acusados por los representantes de tiranías recalcitrantes. El camino del arrepentimiento y la penitencia seguidos por algunos occidentales premia a los integristas que utilizan el respeto de la religión o de la cultura para conculcar o restringir los derechos humanos. Europa aparece dividida entre los que propugnan la resistencia, pese a todos los inconvenientes, o los que abogan por el abandono para forzar la reforma del orden mundial y promover la decencia y la cordura.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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