Por Josep Piqué, economista y ex ministro (LA VANGUARDIA, 19/04/09):
Quienes me conocen saben de mi afición por la geografía. Sin saber geografía difícilmente pueden entenderse los cambios estratégicos que están sucediendo en el mundo, con una creciente multipolaridad, más basada en países con vocación imperial en lo económico y en lo cultural, a nivel global o regional, que en las capacidades militares, aunque la correlación es clara. Y que trasciende el concepto de civilización. Son las relaciones interimperiales las que nutren los cambios geoestratégicos y de ahí la escasa repercusión de conceptos tales como la Alianza de Civilizaciones que, en la práctica, se ha reducido a una creciente relación bilateral entre España y Turquía (que hay que aplaudir) y, como máximo, a un cierto diálogo social entre Occidente y el Islam que, además, tiene otros foros donde producirse.
El mundo, cada vez más globalizado y, por lo tanto, cada vez más pequeño, es el teatro de las pugnas entre poderes para conservar o ampliar áreas de influencia.
Poderes que ejercen como imperios, pero que, con excepciones, no actúan a través de la conquista militar sino ampliando sus mercados y extendiendo sus valores.
En este sentido, el mundo va configurando, en este siglo XXI, imperios con vocación global (obviamente, Estados Unidos; pero cada vez más China, con intereses en Asia, en África o en Iberoamérica) e imperios con vocación regional (India en el subcontinente Asiático, aunque con ambiciones más globales, como se ve en África;Brasil en América del Sur; Rusia en los confines de la antigua Unión Soviética; Indonesia en el Sudeste Asiático; Japón en el lejano Oriente; Irán y Egipto en Oriente Medio; o Sudáfrica y, en cierta medida, Angola, en el África subsahariana).
Y nos queda Europa.
¿Qué queda de imperial en la sede de los antiguos imperios? ¿Qué queda de la vocación imperial que, en su día, tuvieron, sucesiva o simultáneamente, España, Francia, Alemania o el Reino Unido? ¿O países como Portugal, Austria-Hungría u Holanda?
Una por una, las naciones europeas, pintan cada vez menos, a pesar de su, notable pero decreciente, peso económico en el contexto mundial. Y, desde luego, deben renunciar a cualquier aspiración global, para la que no tienen capacidad. De ahí la importancia de la construcción europea. A través de la Unión Europea, las naciones europeas podemos volver a recuperar “ambición imperial”, entendida como vocación de influencia (de indispensabilidad, si se quiere), ampliando su extensión y su profundidad.
Y ahí están los límites que, hoy, atenazan una Unión Europea sumida en una crisis institucional y, si se me apura, de identidad.
En su profundidad, porque está resultando muy difícil ampliar el contenido político de la Unión, yendo más allá en temas de soberanía, como la justicia, la defensa o la política exterior. Parece como si la cesión de la moneda (y no todos) nos haya dejado exhaustos. Y probablemente ello es debido, muy sustancialmente, a su extensión.
La Unión Europea de hoy, a veintisiete, poco tiene que ver con los seis países fundadores. Es mucho mayor. Y es, por consiguiente, y gracias a su atractivo, la historia de un éxito. Pero se puede morir de éxito. Hoy, aunque con la boca pequeña, nadie niega que la digestión de la última ampliación (incluyendo la de Bulgaria y Rumanía, en su segunda fase) está siendo particularmente pesada. Las anteriores fueron más o menos digeribles (incluyendo la de Grecia, España y Portugal), pero ahora los problemas se acumulan y las diferencias son excesivamente gravosas, lo que hace inevitable profundizar en las “cooperaciones reforzadas”, y las Europas de diferentes velocidades. Pero este es otro tema. Volvamos a la geografía.
Es obvio que a la Unión Europea le conviene ralentizar nuevas adhesiones. Pero no es fácil. Si se cumplen las condiciones políticas y económicas (establecidas en Copenhague), la misma decisión política que llevó a acelerar la última ampliación (cerrar la influencia de Rusia y limitar la de Estados Unidos), sigue siendo válida.
O, ¿no es razonable integrar los Balcanes, y que dejen de ser un foco permanente de inestabilidad? Croacia está en puertas y luego vendrán Albania, Macedonia, Montenegro, Bosnia y Herzegovina, Serbia y, eventualmente, Kosovo. Un enorme lío. Pero nadie puede negarse si quieren ser europeos.
Dejo al margen lo que decidan suizos, noruegos o islandeses. Son europeos y punto. Hasta aquí la geografía es clara. Compliquemos un poco más las cosas ahora. ¿Qué hacemos con Moldavia, Bielorrusia o, sobre todo, con Ucrania, sin la cual Rusia deja de ser europea? ¿Y qué hacemos con el Cáucaso? ¿Armenia o Georgia son más europeas que Azerbaiyán? ¿O no lo son? En todo caso, son vitales para Europa. Pensemos en la energía, por ejemplo.
Y he dejado para el final “la prueba del algodón”: Turquía. Y la geografía es terca, porque es permanente. Turquía - el imperio otomano-ha tenido siempre una vocación europea (que militarmente la llevó a las puertas de Viena y a dominar Grecia y los Balcanes) y una vocación de hegemonía en el mundo árabe.
Así pues, Turquía será Europa sólo si ella quiere. Pero si quiere, y hace lo que debe hacer, lo será. Debe decidir. Pero, al igual que Francia, el Reino Unido o Alemania, deberá subsumir sus ambiciones imperiales en las de la Europa unida. Cosa harto difícil.
La geografía, como la familia, no te hace amigos. Sólo vecinos o parientes.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Quienes me conocen saben de mi afición por la geografía. Sin saber geografía difícilmente pueden entenderse los cambios estratégicos que están sucediendo en el mundo, con una creciente multipolaridad, más basada en países con vocación imperial en lo económico y en lo cultural, a nivel global o regional, que en las capacidades militares, aunque la correlación es clara. Y que trasciende el concepto de civilización. Son las relaciones interimperiales las que nutren los cambios geoestratégicos y de ahí la escasa repercusión de conceptos tales como la Alianza de Civilizaciones que, en la práctica, se ha reducido a una creciente relación bilateral entre España y Turquía (que hay que aplaudir) y, como máximo, a un cierto diálogo social entre Occidente y el Islam que, además, tiene otros foros donde producirse.
El mundo, cada vez más globalizado y, por lo tanto, cada vez más pequeño, es el teatro de las pugnas entre poderes para conservar o ampliar áreas de influencia.
Poderes que ejercen como imperios, pero que, con excepciones, no actúan a través de la conquista militar sino ampliando sus mercados y extendiendo sus valores.
En este sentido, el mundo va configurando, en este siglo XXI, imperios con vocación global (obviamente, Estados Unidos; pero cada vez más China, con intereses en Asia, en África o en Iberoamérica) e imperios con vocación regional (India en el subcontinente Asiático, aunque con ambiciones más globales, como se ve en África;Brasil en América del Sur; Rusia en los confines de la antigua Unión Soviética; Indonesia en el Sudeste Asiático; Japón en el lejano Oriente; Irán y Egipto en Oriente Medio; o Sudáfrica y, en cierta medida, Angola, en el África subsahariana).
Y nos queda Europa.
¿Qué queda de imperial en la sede de los antiguos imperios? ¿Qué queda de la vocación imperial que, en su día, tuvieron, sucesiva o simultáneamente, España, Francia, Alemania o el Reino Unido? ¿O países como Portugal, Austria-Hungría u Holanda?
Una por una, las naciones europeas, pintan cada vez menos, a pesar de su, notable pero decreciente, peso económico en el contexto mundial. Y, desde luego, deben renunciar a cualquier aspiración global, para la que no tienen capacidad. De ahí la importancia de la construcción europea. A través de la Unión Europea, las naciones europeas podemos volver a recuperar “ambición imperial”, entendida como vocación de influencia (de indispensabilidad, si se quiere), ampliando su extensión y su profundidad.
Y ahí están los límites que, hoy, atenazan una Unión Europea sumida en una crisis institucional y, si se me apura, de identidad.
En su profundidad, porque está resultando muy difícil ampliar el contenido político de la Unión, yendo más allá en temas de soberanía, como la justicia, la defensa o la política exterior. Parece como si la cesión de la moneda (y no todos) nos haya dejado exhaustos. Y probablemente ello es debido, muy sustancialmente, a su extensión.
La Unión Europea de hoy, a veintisiete, poco tiene que ver con los seis países fundadores. Es mucho mayor. Y es, por consiguiente, y gracias a su atractivo, la historia de un éxito. Pero se puede morir de éxito. Hoy, aunque con la boca pequeña, nadie niega que la digestión de la última ampliación (incluyendo la de Bulgaria y Rumanía, en su segunda fase) está siendo particularmente pesada. Las anteriores fueron más o menos digeribles (incluyendo la de Grecia, España y Portugal), pero ahora los problemas se acumulan y las diferencias son excesivamente gravosas, lo que hace inevitable profundizar en las “cooperaciones reforzadas”, y las Europas de diferentes velocidades. Pero este es otro tema. Volvamos a la geografía.
Es obvio que a la Unión Europea le conviene ralentizar nuevas adhesiones. Pero no es fácil. Si se cumplen las condiciones políticas y económicas (establecidas en Copenhague), la misma decisión política que llevó a acelerar la última ampliación (cerrar la influencia de Rusia y limitar la de Estados Unidos), sigue siendo válida.
O, ¿no es razonable integrar los Balcanes, y que dejen de ser un foco permanente de inestabilidad? Croacia está en puertas y luego vendrán Albania, Macedonia, Montenegro, Bosnia y Herzegovina, Serbia y, eventualmente, Kosovo. Un enorme lío. Pero nadie puede negarse si quieren ser europeos.
Dejo al margen lo que decidan suizos, noruegos o islandeses. Son europeos y punto. Hasta aquí la geografía es clara. Compliquemos un poco más las cosas ahora. ¿Qué hacemos con Moldavia, Bielorrusia o, sobre todo, con Ucrania, sin la cual Rusia deja de ser europea? ¿Y qué hacemos con el Cáucaso? ¿Armenia o Georgia son más europeas que Azerbaiyán? ¿O no lo son? En todo caso, son vitales para Europa. Pensemos en la energía, por ejemplo.
Y he dejado para el final “la prueba del algodón”: Turquía. Y la geografía es terca, porque es permanente. Turquía - el imperio otomano-ha tenido siempre una vocación europea (que militarmente la llevó a las puertas de Viena y a dominar Grecia y los Balcanes) y una vocación de hegemonía en el mundo árabe.
Así pues, Turquía será Europa sólo si ella quiere. Pero si quiere, y hace lo que debe hacer, lo será. Debe decidir. Pero, al igual que Francia, el Reino Unido o Alemania, deberá subsumir sus ambiciones imperiales en las de la Europa unida. Cosa harto difícil.
La geografía, como la familia, no te hace amigos. Sólo vecinos o parientes.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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