Por Camilo José Cela Conde, miembro de EvoCog, unidad asociada al Instituto de Física Interdisciplinar y Sistemas Complejos, CSIC-Universitat de les Illes Balears (EL PAÍS, 24/04/09):
En el segundo centenario del nacimiento de Darwin, y a través del siglo y medio transcurrido desde que salió a la luz El origen de las especies, el pensamiento darwiniano ha logrado ser la referencia más fiable de que disponemos para entender el mundo que nos rodea y la manera como llegó a ser tal cual lo vemos ahora.
Algunas de las claves de la naturaleza, en especial aquella que nos afecta más de cerca, estremecen. La crueldad, el dolor, la ausencia de esperanza y el desamparo forman parte de lo más común en un planeta que, siguiendo las pautas de la selección natural, certifica el bienestar de los más fuertes -bienestar provisional, hasta que les llega la vejez- a costa de los más débiles.
¿Siempre?
Algunos grupos peculiares de organismos entre los que nos encontramos los seres humanos parecen echarle un pulso a esa selección natural ciega y desalmada. Son varios los ejemplos. Los de los primates, sí, pero también los de los insectos sociales, algunos roedores ciegos e incluso unas gambas diminutas. Todos esos seres tuercen el sentido mismo de la adaptación por selección natural basada en las ventajas individuales para volcarse en la cooperación como fórmula útil de cara a organizar el lapso brevísimo de tiempo de la vida.
Darwin fue incapaz de explicar cómo pueden sobrevivir, en un mundo sometido a las leyes de la selección natural, esos grupos solidarios. El sentido común, la intuición de que si se coopera se vive mejor, es magro argumento; resulta fácil demostrar, incluso con pruebas contundentes, que ese tipo de solidaridad no resulta adaptativo.
Se podría contestar que, bueno, puede que sea así pero que existen causas perdidas a las que es preferible apuntarse. Más vale vivir menos tiempo y hacerlo en unas condiciones que no nos avergüencen. Sin embargo, la discusión es otra: ¿cómo pudo fijarse a lo largo de millones de años el altruismo si las claves para la adaptación lo impiden?
Hoy sabemos la respuesta y contamos con elegantes algoritmos matemáticos que prueban cómo apareció la conducta altruista y hasta dónde llega.
Menos en el caso de los humanos.
Nosotros somos unos primates peculiares, con unos usos y conductas muy difíciles de diseccionar. Aun así, lo que sabemos acerca de otros animales se nos puede aplicar aun cuando sólo sea hasta cierto punto. Sabemos que el dolor, la angustia y el absurdo dominan nuestras vidas. Así que aquellos que no creemos en un mundo mágico sobrenatural nos quedamos a menudo sometidos al horror hacia el vacío de una vida que carece de sentido, de una existencia en la que los momentos de felicidad son muy pocos.
¿Hace falta un ejemplo? La enfermedad mortal de un niño. ¿Qué dios insensible, qué selección natural absurda llevaría a la vida a un ser que está condenado a desaparecer antes de haber podido dar paso a lo más elemental en el propósito de todo organismo: la capacidad de perpetuarse?
Pero los humanos somos unos primates muy extraños. Hacemos, en cierto modo, de demiurgos. Construimos unos mundos distintos a éste, unos mundos que no existen, y les soplamos el aliento de la vida para convertirlos en reales en el único lugar en que cualquier realidad tiene su presencia: en la imaginación de alguien.
Tengo amigos que mudan su realidad por otra; que se disfrazan; que van a los hospitales donde los niños se están muriendo, que hacen allí el payaso y que, por unas horas o quizá por unos pocos minutos, convierten nuestro universo infame en otro muy distinto. En un paraíso de risas, alegría y esperanza donde el cerebro del niño más débil se encuentra transportado a la categoría de la felicidad por unos instantes.
Me gustaría que se pudiese alguna vez explicar cómo es que la selección natural condujo a algo así, a un mecanismo tan ajeno a los que gobiernan por lo común los ecosistemas. Yo sé que la vida no tiene ningún propósito. Pero también he de reconocer, aunque sea forzando mi alma empirista, que igual que algunas moléculas consiguen durante un tiempo breve formar un rincón pequeño y aislado del flujo de la entropía creciente -en eso consiste la vida- mis amigos los payasos logran el milagro de rescatar a unos niños de la sensación de condena. Una sola sonrisa, un gesto de complicidad, una mirada al universo que ha aparecido por arte de birlibirloque y tenemos ya los logros que, en el balance último, salen ganando frente a cien años de envidias y toda una existencia de codicias y resquemores.
Si Darwin estuviese vivo hoy y pudiera verlo, se alegraría no poco al comprobar que incluso a la selección natural se le puede echar el pulso del engaño. Sólo durante unos minutos, eso sí. Pero sabido es que, en el aleph, la eternidad equivale a un único instante.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En el segundo centenario del nacimiento de Darwin, y a través del siglo y medio transcurrido desde que salió a la luz El origen de las especies, el pensamiento darwiniano ha logrado ser la referencia más fiable de que disponemos para entender el mundo que nos rodea y la manera como llegó a ser tal cual lo vemos ahora.
Algunas de las claves de la naturaleza, en especial aquella que nos afecta más de cerca, estremecen. La crueldad, el dolor, la ausencia de esperanza y el desamparo forman parte de lo más común en un planeta que, siguiendo las pautas de la selección natural, certifica el bienestar de los más fuertes -bienestar provisional, hasta que les llega la vejez- a costa de los más débiles.
¿Siempre?
Algunos grupos peculiares de organismos entre los que nos encontramos los seres humanos parecen echarle un pulso a esa selección natural ciega y desalmada. Son varios los ejemplos. Los de los primates, sí, pero también los de los insectos sociales, algunos roedores ciegos e incluso unas gambas diminutas. Todos esos seres tuercen el sentido mismo de la adaptación por selección natural basada en las ventajas individuales para volcarse en la cooperación como fórmula útil de cara a organizar el lapso brevísimo de tiempo de la vida.
Darwin fue incapaz de explicar cómo pueden sobrevivir, en un mundo sometido a las leyes de la selección natural, esos grupos solidarios. El sentido común, la intuición de que si se coopera se vive mejor, es magro argumento; resulta fácil demostrar, incluso con pruebas contundentes, que ese tipo de solidaridad no resulta adaptativo.
Se podría contestar que, bueno, puede que sea así pero que existen causas perdidas a las que es preferible apuntarse. Más vale vivir menos tiempo y hacerlo en unas condiciones que no nos avergüencen. Sin embargo, la discusión es otra: ¿cómo pudo fijarse a lo largo de millones de años el altruismo si las claves para la adaptación lo impiden?
Hoy sabemos la respuesta y contamos con elegantes algoritmos matemáticos que prueban cómo apareció la conducta altruista y hasta dónde llega.
Menos en el caso de los humanos.
Nosotros somos unos primates peculiares, con unos usos y conductas muy difíciles de diseccionar. Aun así, lo que sabemos acerca de otros animales se nos puede aplicar aun cuando sólo sea hasta cierto punto. Sabemos que el dolor, la angustia y el absurdo dominan nuestras vidas. Así que aquellos que no creemos en un mundo mágico sobrenatural nos quedamos a menudo sometidos al horror hacia el vacío de una vida que carece de sentido, de una existencia en la que los momentos de felicidad son muy pocos.
¿Hace falta un ejemplo? La enfermedad mortal de un niño. ¿Qué dios insensible, qué selección natural absurda llevaría a la vida a un ser que está condenado a desaparecer antes de haber podido dar paso a lo más elemental en el propósito de todo organismo: la capacidad de perpetuarse?
Pero los humanos somos unos primates muy extraños. Hacemos, en cierto modo, de demiurgos. Construimos unos mundos distintos a éste, unos mundos que no existen, y les soplamos el aliento de la vida para convertirlos en reales en el único lugar en que cualquier realidad tiene su presencia: en la imaginación de alguien.
Tengo amigos que mudan su realidad por otra; que se disfrazan; que van a los hospitales donde los niños se están muriendo, que hacen allí el payaso y que, por unas horas o quizá por unos pocos minutos, convierten nuestro universo infame en otro muy distinto. En un paraíso de risas, alegría y esperanza donde el cerebro del niño más débil se encuentra transportado a la categoría de la felicidad por unos instantes.
Me gustaría que se pudiese alguna vez explicar cómo es que la selección natural condujo a algo así, a un mecanismo tan ajeno a los que gobiernan por lo común los ecosistemas. Yo sé que la vida no tiene ningún propósito. Pero también he de reconocer, aunque sea forzando mi alma empirista, que igual que algunas moléculas consiguen durante un tiempo breve formar un rincón pequeño y aislado del flujo de la entropía creciente -en eso consiste la vida- mis amigos los payasos logran el milagro de rescatar a unos niños de la sensación de condena. Una sola sonrisa, un gesto de complicidad, una mirada al universo que ha aparecido por arte de birlibirloque y tenemos ya los logros que, en el balance último, salen ganando frente a cien años de envidias y toda una existencia de codicias y resquemores.
Si Darwin estuviese vivo hoy y pudiera verlo, se alegraría no poco al comprobar que incluso a la selección natural se le puede echar el pulso del engaño. Sólo durante unos minutos, eso sí. Pero sabido es que, en el aleph, la eternidad equivale a un único instante.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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