Por Joaquim Coello, presidente del Consell Social de la Universitat de Barcelona (EL PERIÓDICO, 14/04/09):
Se han hecho abundantes valoraciones de los sucesos generados a consecuencia de las protestas y manifestaciones contra el plan Bolonia. Los rectores han argumentado, justificadamente, la necesidad de mantener el orden en los recintos universitarios y la normalidad de la vida académica. Se ha contado, también, razonada y documentalmente, que muchos de los argumentos anti-Bolonia son inexactitudes: no es cierto que aumenten los costes para los estudiantes en las universidades públicas, ni que se quiera privatizar la universidad, ni que los intereses universitarios estén subordinados a grupos empresariales, etcétera.
Más allá de que grupos universitarios antisistema –o sea, cuanto peor mejor– hayan aprovechado la situación de desencanto de muchos estudiantes, lo cierto es que este existe, aunque no es mayoritario.
Bolonia es un nuevo sistema que divide la carrera universitaria en dos ciclos: un primer grado generalista, y un segundo, el máster, especialista. En este, además, el profesor se acerca al alumno, con menos peso de clases magistrales y más de tutorías y prácticas, y grupos más reducidos, lo que conlleva una docencia de más calidad. En la actualidad, los créditos universitarios se miden por horas de clase. Con Bolonia, por horas de dedicación del alumno. La reducción que ha habido en las universidades públicas catalanas del número de alumnos por profesor, de 14 a 10 del 2000 al 2007, propicia que el plan se acometa sin excesivas dificultades. El sistema permite hacer una equivalencia de los estudios en todos los estados europeos y, por tanto, posibilita la libre circulación de titulados y profesionales sin necesidad de estudios complementarios o convalidaciones. No es una ventaja menor.
Las universidades públicas catalanas tienen un nivel de eficacia y eficiencia de la docencia que está en la banda baja de la UE. Solo el 35% de nuestros alumnos se gradúan en el tiempo reglado, y, de hecho, solo el 55% se gradúa: es decir, el 45% de los que inician sus estudios en la universidad no los terminan. Hay un gran esfuerzo personal, social y económico que se pierde. Si comparamos la universidad pública catalana con la holandesa, como representativa de la UE, con un número de estudiantes y un gasto por alumno similares, vemos que el porcentaje de éxito holandés es un 40% superior al nuestro.
ESTA FALTA de eficiencia tiene muchas causas. La forma de gobernar la financiación pública –más que el volumen– es una de ellas, pero también lo es el grado de libertad para establecer el propio itinerario académico para cada estudiante, es decir, la posibilidad de cursar asignaturas no en el orden definido en el plan de estudios, sino en el que cada alumno elige. Esto, que es lógico a nivel de másteres, no lo es en los primeros años de vida universitaria, porque la falta de determinados conocimientos básicos y genéricos impide estudiar con aprovechamiento asignaturas para las que esos contenidos eran precisos.
En la universidad pública catalana, el porcentaje de estudiantes matriculados en cursos no completos supera el 60%, y esto se debe al propio fracaso escolar (se repiten asignaturas suspendidas), pero, sobre todo, a la necesidad de compatibilizar estudios y trabajo por razones económicas. El sistema actual de becas es poco diferenciador por renta familiar y rendimiento académico del estudiante, y todo el mundo paga lo mismo por matrícula: cerca del 15- 20% del coste del servicio recibido. Es cierto que el plan Bolonia demandará una dedicación más exclusiva del estudiante, especialmente en el grado, y esto reducirá el fracaso escolar, pero también dificultará simultanear estudios y trabajo.
Desde el final de la dictadura y tras más de 30 años de democracia, el nivel de vida ha aumentado de forma significativa, pero la diferencia de renta entre las bandas altas y bajas de la población, que mide el índice de Gini, no ha variado lo suficiente: no hemos ganado en cohesión, y hoy una parte de los jóvenes tienen dificultades para estudiar, encontrar trabajo, pagar una vivienda y, en definitiva, vivir del propio trabajo. Es significativo constatar que esta diferencia de rentas altas y bajas se ha reducido en general en los países de la Unión Europea, pero ha crecido en Estados Unidos por las políticas conservadoras de los años 70 y 80. Es esta constatación la que, en parte, crea un rechazo que se transforma a veces en protesta, como ha ocurrió hace dos años en Francia y recientemente en Grecia, por razones no idénticas pero sí similares.
SERÍA LÓGICO, así pues, esperar que el plan Bolonia llevara a una modificación del sistema de becas con la inversión de más recursos, pero también incrementando el coste de la matrícula y transformando este mayor ingreso en ayudas directas a los estudiantes con buen rendimiento y renta baja: eso supondría matrículas más caras para los estudiantes con rentas altas y/o bajo rendimiento académico, es decir, haría que el sistema fuera menos igualitario y socialmente más justo.
Bolonia necesita grandes dosis de discusión y pedagogía para que se entiendan los cambios que introduce, pero es una gran oportunidad para mejorar la eficacia de la docencia universitaria. No es un problema, es una oportunidad, y no podemos perderla.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Se han hecho abundantes valoraciones de los sucesos generados a consecuencia de las protestas y manifestaciones contra el plan Bolonia. Los rectores han argumentado, justificadamente, la necesidad de mantener el orden en los recintos universitarios y la normalidad de la vida académica. Se ha contado, también, razonada y documentalmente, que muchos de los argumentos anti-Bolonia son inexactitudes: no es cierto que aumenten los costes para los estudiantes en las universidades públicas, ni que se quiera privatizar la universidad, ni que los intereses universitarios estén subordinados a grupos empresariales, etcétera.
Más allá de que grupos universitarios antisistema –o sea, cuanto peor mejor– hayan aprovechado la situación de desencanto de muchos estudiantes, lo cierto es que este existe, aunque no es mayoritario.
Bolonia es un nuevo sistema que divide la carrera universitaria en dos ciclos: un primer grado generalista, y un segundo, el máster, especialista. En este, además, el profesor se acerca al alumno, con menos peso de clases magistrales y más de tutorías y prácticas, y grupos más reducidos, lo que conlleva una docencia de más calidad. En la actualidad, los créditos universitarios se miden por horas de clase. Con Bolonia, por horas de dedicación del alumno. La reducción que ha habido en las universidades públicas catalanas del número de alumnos por profesor, de 14 a 10 del 2000 al 2007, propicia que el plan se acometa sin excesivas dificultades. El sistema permite hacer una equivalencia de los estudios en todos los estados europeos y, por tanto, posibilita la libre circulación de titulados y profesionales sin necesidad de estudios complementarios o convalidaciones. No es una ventaja menor.
Las universidades públicas catalanas tienen un nivel de eficacia y eficiencia de la docencia que está en la banda baja de la UE. Solo el 35% de nuestros alumnos se gradúan en el tiempo reglado, y, de hecho, solo el 55% se gradúa: es decir, el 45% de los que inician sus estudios en la universidad no los terminan. Hay un gran esfuerzo personal, social y económico que se pierde. Si comparamos la universidad pública catalana con la holandesa, como representativa de la UE, con un número de estudiantes y un gasto por alumno similares, vemos que el porcentaje de éxito holandés es un 40% superior al nuestro.
ESTA FALTA de eficiencia tiene muchas causas. La forma de gobernar la financiación pública –más que el volumen– es una de ellas, pero también lo es el grado de libertad para establecer el propio itinerario académico para cada estudiante, es decir, la posibilidad de cursar asignaturas no en el orden definido en el plan de estudios, sino en el que cada alumno elige. Esto, que es lógico a nivel de másteres, no lo es en los primeros años de vida universitaria, porque la falta de determinados conocimientos básicos y genéricos impide estudiar con aprovechamiento asignaturas para las que esos contenidos eran precisos.
En la universidad pública catalana, el porcentaje de estudiantes matriculados en cursos no completos supera el 60%, y esto se debe al propio fracaso escolar (se repiten asignaturas suspendidas), pero, sobre todo, a la necesidad de compatibilizar estudios y trabajo por razones económicas. El sistema actual de becas es poco diferenciador por renta familiar y rendimiento académico del estudiante, y todo el mundo paga lo mismo por matrícula: cerca del 15- 20% del coste del servicio recibido. Es cierto que el plan Bolonia demandará una dedicación más exclusiva del estudiante, especialmente en el grado, y esto reducirá el fracaso escolar, pero también dificultará simultanear estudios y trabajo.
Desde el final de la dictadura y tras más de 30 años de democracia, el nivel de vida ha aumentado de forma significativa, pero la diferencia de renta entre las bandas altas y bajas de la población, que mide el índice de Gini, no ha variado lo suficiente: no hemos ganado en cohesión, y hoy una parte de los jóvenes tienen dificultades para estudiar, encontrar trabajo, pagar una vivienda y, en definitiva, vivir del propio trabajo. Es significativo constatar que esta diferencia de rentas altas y bajas se ha reducido en general en los países de la Unión Europea, pero ha crecido en Estados Unidos por las políticas conservadoras de los años 70 y 80. Es esta constatación la que, en parte, crea un rechazo que se transforma a veces en protesta, como ha ocurrió hace dos años en Francia y recientemente en Grecia, por razones no idénticas pero sí similares.
SERÍA LÓGICO, así pues, esperar que el plan Bolonia llevara a una modificación del sistema de becas con la inversión de más recursos, pero también incrementando el coste de la matrícula y transformando este mayor ingreso en ayudas directas a los estudiantes con buen rendimiento y renta baja: eso supondría matrículas más caras para los estudiantes con rentas altas y/o bajo rendimiento académico, es decir, haría que el sistema fuera menos igualitario y socialmente más justo.
Bolonia necesita grandes dosis de discusión y pedagogía para que se entiendan los cambios que introduce, pero es una gran oportunidad para mejorar la eficacia de la docencia universitaria. No es un problema, es una oportunidad, y no podemos perderla.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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