Por Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Pilar Vázquez (EL PAÍS, 18/04/09):
“No sabe nadie las dificultades que me tocó vivir” es uno de esos himnos afro-americanos que inmortalizaron el valor de los oprimidos. Hoy, la nación entera estadounidense se enfrenta a unas dificultades que la mayoría de la generación actual no ha conocido, ni siquiera parecidas. Gran parte de nuestros argumentos políticos se han vuelto ciertamente históricos. ¿Cómo vamos a hacer frente a una crisis económica que supone un rechazo obvio de la idea del modelo americano, cuando hasta hace muy poco ese modelo se proclamaba triunfante? ¿Qué lugar ocupará Estados Unidos en un mundo que está cambiando mucho más rápidamente que nuestra capacidad para controlarlo o siquiera comprenderlo? Especialmente perturbador es el problema de una posible vía histórica nacional, pues ni en la alta cultura ni en la cultura popular parece haber un acuerdo con respecto al pasado. Se produjo un interés renovado en el New Deal, pero ese interés se ha transformado en un acalorado debate sobre las relaciones entre el mercado y el Estado, y las opiniones sobre las políticas llevadas a cabo por Franklin Roosevelt están hoy tan divididas como recuerdo que lo estaban en los años 1930.
Las mayorías estadounidenses están dispuestas a aceptar la intervención estatal en la economía a fin de alcanzar unos mínimos considerables de igualdad en educación y sanidad, en pensiones y en oportunidades vitales en general. Los demócratas se enfrentan a un Partido Republicano que repite los mismos ensalmos económicos que lleva pronunciando desde 1920. Los republicanos se muestran igualmente retrógrados en el ámbito cultural, represivos en el sexual, indiferentes u hostiles a la ciencia y displicentes con respecto al medio ambiente, además de insistir obsesivamente en unos valores patriarcales periclitados.
En política exterior y militar, quienes defienden el unilateralismo estadounidense han acusado a Obama de prestar demasiada atención a las opiniones e intereses de otras naciones. Un número importante de líderes demócratas comparten este punto de vista, en el que la arrogancia nacional de creerse moralmente superior se fusiona con una sobreestimación del poder estadounidense: piensen en la lista interminable de nuestras catástrofes.
Con todo, el presidente Obama goza de un gran respaldo popular. La ciudadanía considera que su viaje ha sido un éxito y ahora sólo espera que actúe con firmeza en el terreno económico. La resistencia a sus medidas económicas es el resultado de la manipulación de la ansiedad y del interés que ejercen aquellos grupos que, detentando poder y riqueza, tienen mucho que perder. Los demócratas, como si dijéramos, han tenido que dar marcha atrás: han vuelto a defender el New Deal (a excepción de una minoría vociferante) después de que bajo el mandato de Bill Clinton se convirtieran en un partido del mercado. La era de una militancia numerosa y bien formada en los partidos socialistas y socialdemócratas europeos ha terminado. Nosotros casi nunca tuvimos algo así, y los defensores del cambio en Estados Unidos están divididos en grupos definidos por un objetivo político monotemático o por unas reivindicaciones puntuales, sin un proyecto común.
En este repaso de la situación, bien conocido para los progresistas, falta algo esencial. En su furibunda polémica con Marx, Max Weber afirmaba que los intereses por sí solos no determinan las ideologías: las visiones del mundo dictaron los cambios de agujas en las vías de la historia. Una fuente del excepcionalismo estadounidense es nuestro perenne conflicto de ideas sobre el tiempo histórico. El Sur blanco vivió durante un siglo como si la Guerra Civil acabara de terminar. Las oleadas encadenadas de grupos de inmigrantes se sumaron a las lecturas etnocéntricas que proponían una misma suerte para unas experiencias muy diferentes en la nueva nación. Los descendientes de los puritanos de Nueva Inglaterra y de los grandes hacendados sureños, visto que sus esfuerzos eran cada vez más infructuosos, se han cansado de reivindicar sus derechos de propiedad sobre nuestro modelo de sociedad y se han convertido por voluntad propia en objetos de anticuario. Los hispanos que originariamente se asentaron en el suroeste se benefician tan poco de su largo arraigo en suelo estadounidense como los indios, que ya estaban aquí cuando llegaron todos los demás.
Mientras tanto, los progresistas y los tradicionalistas se enfrentan en las iglesias. En Estados Unidos, las fronteras entre la sociedad secular y la sociedad religiosa cambian continuamente. La fluctuación en el número de quienes se consideran creyentes es menos importante cuando las creencias no acaban de fijarse. A todas estas diferencias hay que añadir unas limitaciones culturales de clase y generación semejantes a las que se dan en Europa.
Se critica a Obama de estar en continuo movimiento ideológico, de pasar de un problema a otro sin atenerse a un plan determinado. Nuestro presidente es muy inteligente y sabe lo que hace. Considera que su elección fue el resultado de la voluntad del electorado de sustituir a un Gobierno cuya ideología superficial e intereses inflexibles no reflejaban el nuevo perfil de la nación. Y está luchando por redefinir la historia estadounidense, dándole un sentido nuevo y más incluyente a sus contenidos. Pese a su reserva con respecto a sus orígenes mixtos, su recorrido vital y social es tan importante para su sentido de la misión que tiene por delante como su confianza en los tecnócratas que ha nombrado para su Gobierno. Ciertamente, algunos de ellos (y, tal vez, Hillary Clinton) han vuelto a ver una fuente de inspiración para sus políticas en aquellas nuevas fronteras que exploraron de jóvenes. Junto a los veteranos de la política rutinaria, hoy han empezado a ocupar los rangos intermedios del Gobierno bastantes técnicos que se forjaron profesionalmente en movimientos sociales antes marginados.
Y lo que traen con ellos es una convicción profunda, semejante a la de un joven Obama, de que existe la posibilidad histórica. No creen que se trate tan sólo de una idea de la historia, de nuestra historia, contrapuesta a otras, sino que reconocen en ella una nueva época. El planteamiento del propio Obama se basa en la alusión, el gesto y el símbolo, como si no consultara con un equipo de estrategas electorales, sino con historiadores de la cultura. “No sabe nadie los tiempos que me tocó vivir” es, sin embargo, un lema tan bueno como cualquier otro para la refundación de nuestra historia; tal vez, mejor que la mayoría.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
“No sabe nadie las dificultades que me tocó vivir” es uno de esos himnos afro-americanos que inmortalizaron el valor de los oprimidos. Hoy, la nación entera estadounidense se enfrenta a unas dificultades que la mayoría de la generación actual no ha conocido, ni siquiera parecidas. Gran parte de nuestros argumentos políticos se han vuelto ciertamente históricos. ¿Cómo vamos a hacer frente a una crisis económica que supone un rechazo obvio de la idea del modelo americano, cuando hasta hace muy poco ese modelo se proclamaba triunfante? ¿Qué lugar ocupará Estados Unidos en un mundo que está cambiando mucho más rápidamente que nuestra capacidad para controlarlo o siquiera comprenderlo? Especialmente perturbador es el problema de una posible vía histórica nacional, pues ni en la alta cultura ni en la cultura popular parece haber un acuerdo con respecto al pasado. Se produjo un interés renovado en el New Deal, pero ese interés se ha transformado en un acalorado debate sobre las relaciones entre el mercado y el Estado, y las opiniones sobre las políticas llevadas a cabo por Franklin Roosevelt están hoy tan divididas como recuerdo que lo estaban en los años 1930.
Las mayorías estadounidenses están dispuestas a aceptar la intervención estatal en la economía a fin de alcanzar unos mínimos considerables de igualdad en educación y sanidad, en pensiones y en oportunidades vitales en general. Los demócratas se enfrentan a un Partido Republicano que repite los mismos ensalmos económicos que lleva pronunciando desde 1920. Los republicanos se muestran igualmente retrógrados en el ámbito cultural, represivos en el sexual, indiferentes u hostiles a la ciencia y displicentes con respecto al medio ambiente, además de insistir obsesivamente en unos valores patriarcales periclitados.
En política exterior y militar, quienes defienden el unilateralismo estadounidense han acusado a Obama de prestar demasiada atención a las opiniones e intereses de otras naciones. Un número importante de líderes demócratas comparten este punto de vista, en el que la arrogancia nacional de creerse moralmente superior se fusiona con una sobreestimación del poder estadounidense: piensen en la lista interminable de nuestras catástrofes.
Con todo, el presidente Obama goza de un gran respaldo popular. La ciudadanía considera que su viaje ha sido un éxito y ahora sólo espera que actúe con firmeza en el terreno económico. La resistencia a sus medidas económicas es el resultado de la manipulación de la ansiedad y del interés que ejercen aquellos grupos que, detentando poder y riqueza, tienen mucho que perder. Los demócratas, como si dijéramos, han tenido que dar marcha atrás: han vuelto a defender el New Deal (a excepción de una minoría vociferante) después de que bajo el mandato de Bill Clinton se convirtieran en un partido del mercado. La era de una militancia numerosa y bien formada en los partidos socialistas y socialdemócratas europeos ha terminado. Nosotros casi nunca tuvimos algo así, y los defensores del cambio en Estados Unidos están divididos en grupos definidos por un objetivo político monotemático o por unas reivindicaciones puntuales, sin un proyecto común.
En este repaso de la situación, bien conocido para los progresistas, falta algo esencial. En su furibunda polémica con Marx, Max Weber afirmaba que los intereses por sí solos no determinan las ideologías: las visiones del mundo dictaron los cambios de agujas en las vías de la historia. Una fuente del excepcionalismo estadounidense es nuestro perenne conflicto de ideas sobre el tiempo histórico. El Sur blanco vivió durante un siglo como si la Guerra Civil acabara de terminar. Las oleadas encadenadas de grupos de inmigrantes se sumaron a las lecturas etnocéntricas que proponían una misma suerte para unas experiencias muy diferentes en la nueva nación. Los descendientes de los puritanos de Nueva Inglaterra y de los grandes hacendados sureños, visto que sus esfuerzos eran cada vez más infructuosos, se han cansado de reivindicar sus derechos de propiedad sobre nuestro modelo de sociedad y se han convertido por voluntad propia en objetos de anticuario. Los hispanos que originariamente se asentaron en el suroeste se benefician tan poco de su largo arraigo en suelo estadounidense como los indios, que ya estaban aquí cuando llegaron todos los demás.
Mientras tanto, los progresistas y los tradicionalistas se enfrentan en las iglesias. En Estados Unidos, las fronteras entre la sociedad secular y la sociedad religiosa cambian continuamente. La fluctuación en el número de quienes se consideran creyentes es menos importante cuando las creencias no acaban de fijarse. A todas estas diferencias hay que añadir unas limitaciones culturales de clase y generación semejantes a las que se dan en Europa.
Se critica a Obama de estar en continuo movimiento ideológico, de pasar de un problema a otro sin atenerse a un plan determinado. Nuestro presidente es muy inteligente y sabe lo que hace. Considera que su elección fue el resultado de la voluntad del electorado de sustituir a un Gobierno cuya ideología superficial e intereses inflexibles no reflejaban el nuevo perfil de la nación. Y está luchando por redefinir la historia estadounidense, dándole un sentido nuevo y más incluyente a sus contenidos. Pese a su reserva con respecto a sus orígenes mixtos, su recorrido vital y social es tan importante para su sentido de la misión que tiene por delante como su confianza en los tecnócratas que ha nombrado para su Gobierno. Ciertamente, algunos de ellos (y, tal vez, Hillary Clinton) han vuelto a ver una fuente de inspiración para sus políticas en aquellas nuevas fronteras que exploraron de jóvenes. Junto a los veteranos de la política rutinaria, hoy han empezado a ocupar los rangos intermedios del Gobierno bastantes técnicos que se forjaron profesionalmente en movimientos sociales antes marginados.
Y lo que traen con ellos es una convicción profunda, semejante a la de un joven Obama, de que existe la posibilidad histórica. No creen que se trate tan sólo de una idea de la historia, de nuestra historia, contrapuesta a otras, sino que reconocen en ella una nueva época. El planteamiento del propio Obama se basa en la alusión, el gesto y el símbolo, como si no consultara con un equipo de estrategas electorales, sino con historiadores de la cultura. “No sabe nadie los tiempos que me tocó vivir” es, sin embargo, un lema tan bueno como cualquier otro para la refundación de nuestra historia; tal vez, mejor que la mayoría.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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