Por David Rieff, periodista y escritor estadounidense. © Project Syndicate, 2009. Traducción de David Meléndez Tormen (EL PAÍS, 25/04/09):
Tras cuatro décadas, Francia ha vuelto a formar parte del mando unificado de la OTAN. El presidente Nicolas Sarkozy abandonó de golpe uno de los pilares de la política francesa y del legado de Charles de Gaulle, fundador del partido político al que pertenece. La decisión va en línea con su forma de gobernar desde su elección en 2007. Ya se trate de intentar reformar el sistema judicial francés, replantear su mapa administrativo, proponer una nueva alianza de países mediterráneos o poner fin a la ambigua política exterior francesa de estar alineados y, al mismo tiempo, no alineados con Estados Unidos, Sarkozy no peca de ser poco ambicioso.
El problema es que demasiadas de sus decisiones han terminado por ser nada más que simbólicas, como la Unión Mediterránea, de incierto futuro; mal concebidas, como la reforma judicial, a la que se opone la casi totalidad de los profesionales de las leyes; o descaradamente creadas para su propia conveniencia, como la reforma administrativa, en la que de alguna manera se las arregló para abolir sólo los departamentos y administraciones regionales controlados por los socialistas de la oposición.
Muchos en la gobernante UMP de Sarkozy manifiestan cada vez más abiertamente su incomodidad con su forma de tomar decisiones. En efecto, en lugar de dar un espacio de maniobra realista a su primer ministro, François Fillon, o al Gabinete de éste, Sarkozy se ha reservado casi todos los resortes del poder para él y sus asesores del Elíseo.
De hecho, pocos observadores informados dudan de que el principal asesor de Sarkozy en materia de asuntos exteriores, Jean-David Levitte, tenga mucha más influencia que el correspondiente ministro, Bernard Kouchner. De manera similar, en asuntos de política interna la ministra del Interior, Michelle Alliot-Marie, está lejos de Claude Guéant, antiguo asesor de Sarkozy y director general de la Oficina del Presidente, en cuanto a poder de definición de temas y prioridades.
Pese a todos los hábitos autoritarios de De Gaulle o François Mitterrand, la personalización de la presidencia por parte de Sarkozy no tiene precedentes en la historia de la V República. No oculta su desdén por los miembros de su propio partido, haciendo que socialistas como Kouchner y Rama Jade, viceministra de Relaciones Exteriores, formen parte de su Gabinete, y nombrando a políticos socialistas retirados, como el ex primer ministro Michael Rocard, como jefes de comisiones nacionales o representantes de Francia en negociaciones internacionales. Lo cierto es que puede permitirse burlarse de su propio partido si se considera el colapso total de la oposición socialista, que casi con seguridad perderá las elecciones de 2012.
Si Sarkozy gobernara con eficacia, esos cambios parecerían un soplo de aire fresco en un país cuyas instituciones parecen cada vez menos preparadas para los retos de una sociedad multiétnica y posindustrial. Así lo veían muchos de los que apoyaron su candidatura. Pensaban que, pese a las diferencias políticas, Sarkozy sería para Francia lo que Margaret Thatcher fue para Gran Bretaña: alguien que sacó al país de su punto muerto, conservando los mejores aspectos de la planificación centralizada pero dando finalmente a los empresarios espacio para crecer, combatiendo con decisión la criminalidad, reformando el sistema educativo.
Pero Sarkozy no ha gobernado con eficacia, como lo demuestran el desencanto de su partido y de las encuestas de opinión. El carácter maniático de su presidencia -en el que las iniciativas se derraman unas sobre otras, y cada una se presenta como la solución transformadora, denunciándose al mismo tiempo toda oposición como una sarta de mentiras, mala fe y cobardía, le ha hecho perder cada vez más credibilidad.
En una serie de temas, especialmente los salarios, la liberalización de las normas laborales y las reformas del sistema judicial y la educación secundaria, los programas anunciados con gran fanfarria se han tenido que posponer o retirar. Casi invariablemente, Sarkozy ha culpado del fracaso al ministro del ramo para pasar de inmediato al siguiente asunto que llame su atención. Mientras tanto, su obsesión por dominar el ciclo informativo diario, no importando cuán nimio sea el pretexto, sigue sin cambios. Hasta ha aparecido en escenas de crímenes pasionales privados en los que ninguna razón de Estado podía exigir la presencia del presidente.
Considerando el patético estado de la oposición socialista, es difícil imaginar qué precio político pagará Sarkozy por su modo de desempeñar la presidencia, si es que llega a pagar alguno. Pero su estilo de gobierno -en esencia, una campaña electoral, no un gobierno- prácticamente garantiza que no se logre casi nada de verdadera importancia.
En una conferencia de prensa, Barack Obama observó que no le gusta comentar de inmediato sobre temas de gran importancia pública antes de estar absolutamente seguro de conocer el asunto en cuestión y tener una opinión al respecto. Muchos franceses desearían que Sarkozy se impregnara de una autodisciplina semejante. Pero eso parece muy poco probable, considerando su temperamento. El resultado es que una Administración en la que muchos habían puesto grandes esperanzas está cayendo en la demagogia y la ineficacia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Tras cuatro décadas, Francia ha vuelto a formar parte del mando unificado de la OTAN. El presidente Nicolas Sarkozy abandonó de golpe uno de los pilares de la política francesa y del legado de Charles de Gaulle, fundador del partido político al que pertenece. La decisión va en línea con su forma de gobernar desde su elección en 2007. Ya se trate de intentar reformar el sistema judicial francés, replantear su mapa administrativo, proponer una nueva alianza de países mediterráneos o poner fin a la ambigua política exterior francesa de estar alineados y, al mismo tiempo, no alineados con Estados Unidos, Sarkozy no peca de ser poco ambicioso.
El problema es que demasiadas de sus decisiones han terminado por ser nada más que simbólicas, como la Unión Mediterránea, de incierto futuro; mal concebidas, como la reforma judicial, a la que se opone la casi totalidad de los profesionales de las leyes; o descaradamente creadas para su propia conveniencia, como la reforma administrativa, en la que de alguna manera se las arregló para abolir sólo los departamentos y administraciones regionales controlados por los socialistas de la oposición.
Muchos en la gobernante UMP de Sarkozy manifiestan cada vez más abiertamente su incomodidad con su forma de tomar decisiones. En efecto, en lugar de dar un espacio de maniobra realista a su primer ministro, François Fillon, o al Gabinete de éste, Sarkozy se ha reservado casi todos los resortes del poder para él y sus asesores del Elíseo.
De hecho, pocos observadores informados dudan de que el principal asesor de Sarkozy en materia de asuntos exteriores, Jean-David Levitte, tenga mucha más influencia que el correspondiente ministro, Bernard Kouchner. De manera similar, en asuntos de política interna la ministra del Interior, Michelle Alliot-Marie, está lejos de Claude Guéant, antiguo asesor de Sarkozy y director general de la Oficina del Presidente, en cuanto a poder de definición de temas y prioridades.
Pese a todos los hábitos autoritarios de De Gaulle o François Mitterrand, la personalización de la presidencia por parte de Sarkozy no tiene precedentes en la historia de la V República. No oculta su desdén por los miembros de su propio partido, haciendo que socialistas como Kouchner y Rama Jade, viceministra de Relaciones Exteriores, formen parte de su Gabinete, y nombrando a políticos socialistas retirados, como el ex primer ministro Michael Rocard, como jefes de comisiones nacionales o representantes de Francia en negociaciones internacionales. Lo cierto es que puede permitirse burlarse de su propio partido si se considera el colapso total de la oposición socialista, que casi con seguridad perderá las elecciones de 2012.
Si Sarkozy gobernara con eficacia, esos cambios parecerían un soplo de aire fresco en un país cuyas instituciones parecen cada vez menos preparadas para los retos de una sociedad multiétnica y posindustrial. Así lo veían muchos de los que apoyaron su candidatura. Pensaban que, pese a las diferencias políticas, Sarkozy sería para Francia lo que Margaret Thatcher fue para Gran Bretaña: alguien que sacó al país de su punto muerto, conservando los mejores aspectos de la planificación centralizada pero dando finalmente a los empresarios espacio para crecer, combatiendo con decisión la criminalidad, reformando el sistema educativo.
Pero Sarkozy no ha gobernado con eficacia, como lo demuestran el desencanto de su partido y de las encuestas de opinión. El carácter maniático de su presidencia -en el que las iniciativas se derraman unas sobre otras, y cada una se presenta como la solución transformadora, denunciándose al mismo tiempo toda oposición como una sarta de mentiras, mala fe y cobardía, le ha hecho perder cada vez más credibilidad.
En una serie de temas, especialmente los salarios, la liberalización de las normas laborales y las reformas del sistema judicial y la educación secundaria, los programas anunciados con gran fanfarria se han tenido que posponer o retirar. Casi invariablemente, Sarkozy ha culpado del fracaso al ministro del ramo para pasar de inmediato al siguiente asunto que llame su atención. Mientras tanto, su obsesión por dominar el ciclo informativo diario, no importando cuán nimio sea el pretexto, sigue sin cambios. Hasta ha aparecido en escenas de crímenes pasionales privados en los que ninguna razón de Estado podía exigir la presencia del presidente.
Considerando el patético estado de la oposición socialista, es difícil imaginar qué precio político pagará Sarkozy por su modo de desempeñar la presidencia, si es que llega a pagar alguno. Pero su estilo de gobierno -en esencia, una campaña electoral, no un gobierno- prácticamente garantiza que no se logre casi nada de verdadera importancia.
En una conferencia de prensa, Barack Obama observó que no le gusta comentar de inmediato sobre temas de gran importancia pública antes de estar absolutamente seguro de conocer el asunto en cuestión y tener una opinión al respecto. Muchos franceses desearían que Sarkozy se impregnara de una autodisciplina semejante. Pero eso parece muy poco probable, considerando su temperamento. El resultado es que una Administración en la que muchos habían puesto grandes esperanzas está cayendo en la demagogia y la ineficacia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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