Por José María Pozuelo Yvancos (ABC, 23/04/09):
El rubicundo Apolo, que también firma Apolo Lucido, se sirve del señor Pancracio de Roncesvalles para llevarle a don Miguel de Cervantes una carta que el escritor de Alcalá hace figurar adjunta a su Parnaso. Era momento de recuento, porque había quejas sobre quién había entrado en el Viaje que don Miguel había escrito y quién había quedado fuera. La cuestión, a todo lector le alcanza, no era baladí. Aunque hubiera quien lo disimulara, a todos cuantos escribían versos en la época les hubiera gustado que Cervantes se acordara de ellos. Pero Apolo, que de la naturaleza y asuntos de la creación literaria sabía lo suyo, asegura: «Entre los poetas que aquí vinieron con el señor Pancracio de Roncesvalles se quejaron algunos de que no iban en la lista de los que Mercurio llevó a España, y que así vuesa merced no los había puesto en su Viaje. Yo les dije que la culpa era mía y no de vuesa merced; pero que el remedio de este daño estaba en que procurasen ellos ser famosos por sus obras, que ellas por sí mismas les darían fama y claro renombre, sin andar mendigando ajenas alabanzas».
Escritor a tu obra, por tanto; en ella ha de estar y no en otro sitio la razón de tu vida y fama. No es casual que haya recordado este precioso lugar cervantino al ir a escribir sobre Juan Marsé, en el día que recibe de manos del Rey el más alto galardón que un escritor de nuestra lengua puede alcanzar. Porque Juan Marsé debe su fama a sus obras, y esa condición es algo que los lectores han ido reconociendo primero que nadie. Los asuntos del Parnaso, los premios, la crítica, el reconocimiento, vienen después y únicamente si esas obras lo justifican. Y cuando ocurre sin mendigar alabanzas ajenas, tanto mejor, como es el caso. Don Miguel supo mucho de lo tardío de los reconocimientos, y a punto estuvo de quedarse fuera de ellos. Menos mal que una criatura entrada en la edad de la melancolía le dió el claro renombre que puebla hoy continentes enteros.
La muy amplia gama de escritores de América y de España que desde Jorge Guillén a Juan Gelman antecedieron a Marsé en el Premio Cervantes, han venido mostrando que la literatura es una morada múltiple, como supo decir don Claudio, el hijo de quien lo recibió por vez primera. Múltiples moradas del poema, el teatro, el cuento, la novela. Se puede ser cervantino en cualquiera de ellas, pero hay una que Juan Marsé habita como pocos. Me refiero a la morada de los narradores de historias, esa que Walter Benjamin recordaba como la vía primigenia por la que las culturas han expresado lo mejor de cuanto habían atesorado. En su ensayo titulado «El narrador» proclamaba el filósofo de Fráncfort que la disminución en nuestra época de los viejos narradores llevaba aparejada la pérdida del lado épico de la verdad, esto es la sabiduría. Y, más adelante, Benjamin deplora que en una época en la que cada día nos vemos asaeteados por mil noticias, cada vez seamos en cambio más pobres en historias memorables.
La literatura de Juan Marsé es importante en primera razón porque nos ha legado historias memorables, nacidas de su imaginación y que sin embargo se nos antoja ahora que siempre hubieran estado ahí. Son esas historias que las gentes, muchos otros escritores, pero también y de privilegiado modo sus lectores, le debemos. Si han quedado para siempre en nuestra memoria es porque las historias contadas en las novelas de Marsé tienen la fuerza que la realidad adeuda a la fantasía: la hacen ser de otra forma. Vivir con una plenitud que nunca sería posible fuera de un libro. Nada real posee la misma fuerza que lo que ha sido imaginado, fantaseado y hemos hecho nuestro al vivirlo desde la palabra. No hay lector que no recuerde a ese inmigrante murciano, Manolo, el Pijoaparte, que creía poseer el mundo que sólo a Teresa y los de su clase pertenecía, o el exboxeador que además había sido atracador de bancos, o Dani y Susana, soñando el capitán Blay, en la pantalla de su imaginada Shanghai. O los lugares recreados en esa obra perfecta Ronda del Guinardó y las decenas de niños y mujeres que pueblan las calles del barrio de Gracia. Un potro por saltar con miedo en Teniente Bravo… O en Si te dicen que caí, Sarnita y Java, contadores de las «aventis», historias donde la realidad y la imaginación, al cruzarse, rompen sus límites y conquistan el territorio de la fantasía, fertilizador primero de una vida miserable que se ve salvada por ella.
Muchas veces me he preguntado por qué la gente tiene a Juan Marsé un cariño que no profesa de igual modo a otros escritores. La respuesta quizá radique en que su literatura recupera aquel modo especial de relación que surge entre quien cuenta y los que escuchan. Hay un modo de gratitud no siempre dicha, pero hondamente sentida, que profesamos a quienes nos nutren de historias bien contadas. Pero el don de la narración resulta engañoso si acaso lo creemos fácil. Algo deja Juan Marsé enseñado: no hay nada en literatura que no sea trabajo, ejercicio solitario, indagación insegura, acierto posible, algún desgarro, mucho arrepentimiento de la página corregida luego, laborioso tanteo, feliz hallazgo de la invención.
También me he preguntado dónde radica el secreto de la pertinaz ambición de tantos guionistas y directores por llevar al cine las historias creadas por Juan Marsé. Y otra pregunta consiguiente: la razón de que sea tan difícil, cuando parecía lo contrario. Considero que la literatura de Marsé enseña precisamente el límite fronterizo de ambas artes de la narración, del cine y la novela. Es una frontera tan difícil de franquear como la que hay entre el sueño mirado desde la vigilia. ¿Cómo contar un sueño? ¿Cómo representar la vida de la imaginación? Tienes que hacer otra distinta. Se hace entonces añicos el consabido marbete del realismo, roto por un escritor para quien la fantasía, hermana gemela de la imaginación, se anuda a la realidad cotidiana. Imaginar mundos es urdimbre prendida a sus personajes. Juan Marsé les ha dotado de esa dimensión de lo humano que nos identifica frente a cualquier otra especie animal: la de poseer la fantasía, creadora de mundos posibles. Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, si es o no fantástica, acierta a decir quien la creó y la hizo criatura suya porque para sí la había soñado. Como tantas otras criaturas creadas por quien hoy se viste caballero en la orden cervantina.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El rubicundo Apolo, que también firma Apolo Lucido, se sirve del señor Pancracio de Roncesvalles para llevarle a don Miguel de Cervantes una carta que el escritor de Alcalá hace figurar adjunta a su Parnaso. Era momento de recuento, porque había quejas sobre quién había entrado en el Viaje que don Miguel había escrito y quién había quedado fuera. La cuestión, a todo lector le alcanza, no era baladí. Aunque hubiera quien lo disimulara, a todos cuantos escribían versos en la época les hubiera gustado que Cervantes se acordara de ellos. Pero Apolo, que de la naturaleza y asuntos de la creación literaria sabía lo suyo, asegura: «Entre los poetas que aquí vinieron con el señor Pancracio de Roncesvalles se quejaron algunos de que no iban en la lista de los que Mercurio llevó a España, y que así vuesa merced no los había puesto en su Viaje. Yo les dije que la culpa era mía y no de vuesa merced; pero que el remedio de este daño estaba en que procurasen ellos ser famosos por sus obras, que ellas por sí mismas les darían fama y claro renombre, sin andar mendigando ajenas alabanzas».
Escritor a tu obra, por tanto; en ella ha de estar y no en otro sitio la razón de tu vida y fama. No es casual que haya recordado este precioso lugar cervantino al ir a escribir sobre Juan Marsé, en el día que recibe de manos del Rey el más alto galardón que un escritor de nuestra lengua puede alcanzar. Porque Juan Marsé debe su fama a sus obras, y esa condición es algo que los lectores han ido reconociendo primero que nadie. Los asuntos del Parnaso, los premios, la crítica, el reconocimiento, vienen después y únicamente si esas obras lo justifican. Y cuando ocurre sin mendigar alabanzas ajenas, tanto mejor, como es el caso. Don Miguel supo mucho de lo tardío de los reconocimientos, y a punto estuvo de quedarse fuera de ellos. Menos mal que una criatura entrada en la edad de la melancolía le dió el claro renombre que puebla hoy continentes enteros.
La muy amplia gama de escritores de América y de España que desde Jorge Guillén a Juan Gelman antecedieron a Marsé en el Premio Cervantes, han venido mostrando que la literatura es una morada múltiple, como supo decir don Claudio, el hijo de quien lo recibió por vez primera. Múltiples moradas del poema, el teatro, el cuento, la novela. Se puede ser cervantino en cualquiera de ellas, pero hay una que Juan Marsé habita como pocos. Me refiero a la morada de los narradores de historias, esa que Walter Benjamin recordaba como la vía primigenia por la que las culturas han expresado lo mejor de cuanto habían atesorado. En su ensayo titulado «El narrador» proclamaba el filósofo de Fráncfort que la disminución en nuestra época de los viejos narradores llevaba aparejada la pérdida del lado épico de la verdad, esto es la sabiduría. Y, más adelante, Benjamin deplora que en una época en la que cada día nos vemos asaeteados por mil noticias, cada vez seamos en cambio más pobres en historias memorables.
La literatura de Juan Marsé es importante en primera razón porque nos ha legado historias memorables, nacidas de su imaginación y que sin embargo se nos antoja ahora que siempre hubieran estado ahí. Son esas historias que las gentes, muchos otros escritores, pero también y de privilegiado modo sus lectores, le debemos. Si han quedado para siempre en nuestra memoria es porque las historias contadas en las novelas de Marsé tienen la fuerza que la realidad adeuda a la fantasía: la hacen ser de otra forma. Vivir con una plenitud que nunca sería posible fuera de un libro. Nada real posee la misma fuerza que lo que ha sido imaginado, fantaseado y hemos hecho nuestro al vivirlo desde la palabra. No hay lector que no recuerde a ese inmigrante murciano, Manolo, el Pijoaparte, que creía poseer el mundo que sólo a Teresa y los de su clase pertenecía, o el exboxeador que además había sido atracador de bancos, o Dani y Susana, soñando el capitán Blay, en la pantalla de su imaginada Shanghai. O los lugares recreados en esa obra perfecta Ronda del Guinardó y las decenas de niños y mujeres que pueblan las calles del barrio de Gracia. Un potro por saltar con miedo en Teniente Bravo… O en Si te dicen que caí, Sarnita y Java, contadores de las «aventis», historias donde la realidad y la imaginación, al cruzarse, rompen sus límites y conquistan el territorio de la fantasía, fertilizador primero de una vida miserable que se ve salvada por ella.
Muchas veces me he preguntado por qué la gente tiene a Juan Marsé un cariño que no profesa de igual modo a otros escritores. La respuesta quizá radique en que su literatura recupera aquel modo especial de relación que surge entre quien cuenta y los que escuchan. Hay un modo de gratitud no siempre dicha, pero hondamente sentida, que profesamos a quienes nos nutren de historias bien contadas. Pero el don de la narración resulta engañoso si acaso lo creemos fácil. Algo deja Juan Marsé enseñado: no hay nada en literatura que no sea trabajo, ejercicio solitario, indagación insegura, acierto posible, algún desgarro, mucho arrepentimiento de la página corregida luego, laborioso tanteo, feliz hallazgo de la invención.
También me he preguntado dónde radica el secreto de la pertinaz ambición de tantos guionistas y directores por llevar al cine las historias creadas por Juan Marsé. Y otra pregunta consiguiente: la razón de que sea tan difícil, cuando parecía lo contrario. Considero que la literatura de Marsé enseña precisamente el límite fronterizo de ambas artes de la narración, del cine y la novela. Es una frontera tan difícil de franquear como la que hay entre el sueño mirado desde la vigilia. ¿Cómo contar un sueño? ¿Cómo representar la vida de la imaginación? Tienes que hacer otra distinta. Se hace entonces añicos el consabido marbete del realismo, roto por un escritor para quien la fantasía, hermana gemela de la imaginación, se anuda a la realidad cotidiana. Imaginar mundos es urdimbre prendida a sus personajes. Juan Marsé les ha dotado de esa dimensión de lo humano que nos identifica frente a cualquier otra especie animal: la de poseer la fantasía, creadora de mundos posibles. Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, si es o no fantástica, acierta a decir quien la creó y la hizo criatura suya porque para sí la había soñado. Como tantas otras criaturas creadas por quien hoy se viste caballero en la orden cervantina.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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