Por Reyes Mate, filósofo e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (EL PERIÓDICO, 18/04/09):
Las muertes al volante han vuelto a descender en esta Semana Santa. Hemos pasado de 176 fallecidos, hace 10 años, a 45 en este. En una década, de 1997 al 2007, las víctimas viales –muertos y heridos graves– han descendido de 40.000 a 20.000. Son muchas menos, pero aún son muchas. Debemos la mejora a notables cambios en los conductores, en las carreteras y en el Código Penal. Pero si queremos avanzar en esa carrera contra la muerte hay que denunciar una causa siniestra que goza de una reputación incuestionable, a saber: la velocidad.
En el último año, las carreteras españolas se han cobrado más de 2.000 muertos. En el mismo tiempo, el terrorismo etarra ha asesinado a cuatro ciudadanos. Pese a la abismal diferencia en cifras, son las víctimas del terrorismo las que provocan las grandes emociones sociales, mientras que las de la carretera pasan a ser asunto privado.
¿POR QUÉ la indignación moral en un caso y la resignación social en el otro? Porque hay una valoración moral muy distinta de unas y otras víctimas. La sociedad ha entendido que el tiro en la nuca por motivos políticos va contra logros civilizatorios irrenunciables en una sociedad democrática, tal como el valor del cuerpo y el recurso a la palabra para arreglar conflictos de convivencia. En el caso de las víctimas del tráfico, no hay juicio moral. Se habla, desde luego, de responsabilidad del causante del accidente, pero es una responsabilidad sin culpa, destinada a identificar al sujeto de una posible indemnización económica. La última reforma del código de circulación ha dado, es verdad, un paso adelante al considerar algunas infracciones como delitos, pero, como de momento no relacionamos la infracción legal con un acto inmoral, la sociedad no se moviliza, salvo excepciones, contra el conductor que atropella a un peatón que cruza pacíficamente por el paso de cebra. No hay indignación, ni movilización porque la conciencia colectiva clasifica lo ocurrido como un accidente. ¿Accidental respecto a qué? Si la muerte es lo accidental, ¿qué es lo sustancial e importante cuando un coche se estrella?
Lo sustancial es el coche. Este artefacto llamado automóvil simboliza el valor máximo de nuestra civilización: el progreso. No hay categoría que pueda competir en prestigio con el progreso, por eso no hay político que se precie, de derechas o de izquierdas, que no se presente envuelto en la bandera progresista. Ahora bien, si queremos que las cifras de muertos en carretera sigan descendiendo no solo hay que endurecer sanciones, mejorar las carreteras, potenciar la educación vial y crear una fiscalía que vele por la salud del conductor. No basta con convocar la técnica y el derecho: hay que dar un repaso al prestigio social de la velocidad.
Un filósofo español, García Morente, calificaba, ya en los años 30, de letal la relación entre progreso y velocidad. Propio del progreso moderno, decía él, es la aceleración, que no consiste solo en ir más deprisa, sino en anular el tiempo y el espacio. El ideal no es llegar antes, sino estar en el otro punto al instante, por eso el tiempo invertido en un viaje es tiempo perdido. Otro tanto ocurre con el espacio. Cuando vamos en el AVE, mirar por la ventanilla es una tortura. La velocidad convierte el paisaje en un lugar inhóspito con el que solo cabe lo que hace el tren, huir. No se viaja para disfrutar del paisaje ni para integrar en la vida propia otros mundos y otras vidas. La experiencia, que para serlo necesita un tempo lento a fin de metabolizar en vida propia los acontecimientos que sobrevienen, ha sido sustituida por la vivencia compuesta de sacudidas que se agotan en el mismo instante en que se producen. El progreso, acababa diciendo el filósofo madrileño, privado del tiempo y sin espacio, es potencialmente suicida. Si el tiempo y el espacio son condiciones de la existencia es porque no poseemos el don de la ubicuidad, ni en el de la inmediatez, es decir, porque tenemos unos límites. Vivir como si no los tuviéramos nos lleva de nuevo a las cruces en tantas cunetas de la geografía española que recuerdan un accidente mortal.
ESTA CRÍTICA del progreso no es, desde luego, un alegato en favor de las diligencias tiradas por caballos, pero sí una invitación a tomarnos en serio la significación de la víctimas de la carretera. Aunque resulte descarnado hablar así, lo cierto es que lo tiene más fácil la lucha contra el terrorismo que contra las muertes en la carretera, porque las víctimas del terror tienen de su parte la conciencia moral de la sociedad entera, mientras que las víctimas viales tienen en su contra el prestigio del progreso. Por eso tienen que enfrentarse, para que se les haga caso, a valores establecidos, tales como el progreso, la velocidad, la ubicuidad o la instantaneidad. Si somos tan tolerantes con estas muertes es porque seguimos pensando que son accidentes secundarios que en nada cuestionan la bondad sustancial.
Lo sustancial es, al parecer, que en un fin de semana se llegue tarde al lugar de descanso porque hay retenciones kilométricas; y lo accidental, que haya habido 50 muertos. Es como si hubiera prisa por irse al más allá.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Las muertes al volante han vuelto a descender en esta Semana Santa. Hemos pasado de 176 fallecidos, hace 10 años, a 45 en este. En una década, de 1997 al 2007, las víctimas viales –muertos y heridos graves– han descendido de 40.000 a 20.000. Son muchas menos, pero aún son muchas. Debemos la mejora a notables cambios en los conductores, en las carreteras y en el Código Penal. Pero si queremos avanzar en esa carrera contra la muerte hay que denunciar una causa siniestra que goza de una reputación incuestionable, a saber: la velocidad.
En el último año, las carreteras españolas se han cobrado más de 2.000 muertos. En el mismo tiempo, el terrorismo etarra ha asesinado a cuatro ciudadanos. Pese a la abismal diferencia en cifras, son las víctimas del terrorismo las que provocan las grandes emociones sociales, mientras que las de la carretera pasan a ser asunto privado.
¿POR QUÉ la indignación moral en un caso y la resignación social en el otro? Porque hay una valoración moral muy distinta de unas y otras víctimas. La sociedad ha entendido que el tiro en la nuca por motivos políticos va contra logros civilizatorios irrenunciables en una sociedad democrática, tal como el valor del cuerpo y el recurso a la palabra para arreglar conflictos de convivencia. En el caso de las víctimas del tráfico, no hay juicio moral. Se habla, desde luego, de responsabilidad del causante del accidente, pero es una responsabilidad sin culpa, destinada a identificar al sujeto de una posible indemnización económica. La última reforma del código de circulación ha dado, es verdad, un paso adelante al considerar algunas infracciones como delitos, pero, como de momento no relacionamos la infracción legal con un acto inmoral, la sociedad no se moviliza, salvo excepciones, contra el conductor que atropella a un peatón que cruza pacíficamente por el paso de cebra. No hay indignación, ni movilización porque la conciencia colectiva clasifica lo ocurrido como un accidente. ¿Accidental respecto a qué? Si la muerte es lo accidental, ¿qué es lo sustancial e importante cuando un coche se estrella?
Lo sustancial es el coche. Este artefacto llamado automóvil simboliza el valor máximo de nuestra civilización: el progreso. No hay categoría que pueda competir en prestigio con el progreso, por eso no hay político que se precie, de derechas o de izquierdas, que no se presente envuelto en la bandera progresista. Ahora bien, si queremos que las cifras de muertos en carretera sigan descendiendo no solo hay que endurecer sanciones, mejorar las carreteras, potenciar la educación vial y crear una fiscalía que vele por la salud del conductor. No basta con convocar la técnica y el derecho: hay que dar un repaso al prestigio social de la velocidad.
Un filósofo español, García Morente, calificaba, ya en los años 30, de letal la relación entre progreso y velocidad. Propio del progreso moderno, decía él, es la aceleración, que no consiste solo en ir más deprisa, sino en anular el tiempo y el espacio. El ideal no es llegar antes, sino estar en el otro punto al instante, por eso el tiempo invertido en un viaje es tiempo perdido. Otro tanto ocurre con el espacio. Cuando vamos en el AVE, mirar por la ventanilla es una tortura. La velocidad convierte el paisaje en un lugar inhóspito con el que solo cabe lo que hace el tren, huir. No se viaja para disfrutar del paisaje ni para integrar en la vida propia otros mundos y otras vidas. La experiencia, que para serlo necesita un tempo lento a fin de metabolizar en vida propia los acontecimientos que sobrevienen, ha sido sustituida por la vivencia compuesta de sacudidas que se agotan en el mismo instante en que se producen. El progreso, acababa diciendo el filósofo madrileño, privado del tiempo y sin espacio, es potencialmente suicida. Si el tiempo y el espacio son condiciones de la existencia es porque no poseemos el don de la ubicuidad, ni en el de la inmediatez, es decir, porque tenemos unos límites. Vivir como si no los tuviéramos nos lleva de nuevo a las cruces en tantas cunetas de la geografía española que recuerdan un accidente mortal.
ESTA CRÍTICA del progreso no es, desde luego, un alegato en favor de las diligencias tiradas por caballos, pero sí una invitación a tomarnos en serio la significación de la víctimas de la carretera. Aunque resulte descarnado hablar así, lo cierto es que lo tiene más fácil la lucha contra el terrorismo que contra las muertes en la carretera, porque las víctimas del terror tienen de su parte la conciencia moral de la sociedad entera, mientras que las víctimas viales tienen en su contra el prestigio del progreso. Por eso tienen que enfrentarse, para que se les haga caso, a valores establecidos, tales como el progreso, la velocidad, la ubicuidad o la instantaneidad. Si somos tan tolerantes con estas muertes es porque seguimos pensando que son accidentes secundarios que en nada cuestionan la bondad sustancial.
Lo sustancial es, al parecer, que en un fin de semana se llegue tarde al lugar de descanso porque hay retenciones kilométricas; y lo accidental, que haya habido 50 muertos. Es como si hubiera prisa por irse al más allá.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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