Por Ramon Folch, socioecólogo. Director general de ERF (EL PERIÓDICO, 23/04/09):
El término universidad es polisémico. No hace falta remontarse a la antigüedad, cuando las universidades solo eran modestas escuelas de leyes y teología. Bastaría comparar las universidades humanísticas del XIX con las escuelas politécnicas napoleónicas. Representaban mundos antitéticos: la especulación o la creación artística versus las emergentes tecnociencias experimentales. Las diferencias subsisten. ¿Tiene sentido, hoy, hablar de la universidad?
Estas dos formas de abordar el conocimiento, a veces epistemológicamente opuestas, han acabado enrasadas bajo una misma denominación, por lo menos aquí. Así, tenemos universidades generalistas, como la añeja Universitat de Barcelona de toda la vida, con sus facultades, y universidades tecnocientíficas, como la joven Universitat Politècnica de Catalunya, con sus escuelas técnicas sesquiseculares, bastante más antiguas que el ente universitario en el que se integraron. Comparten apelativo, pero son dos mundos. He sido alumno y profesor de la primera y presidente del Consejo Social de la segunda, de modo que no hablo por boca de ganso.
AUN PENSANDO en cosas distintas, todos seguimos hablando de la universidad. Seguramente necesitamos ese referente absoluto en términos de imaginario colectivo. En todo caso, las distintas concepciones desbordan las diferencias entre humanistas y politécnicos. “¡Fuera la empresa de la universidad!”, gritaban unos estudiantes mientras el presidente Montilla y el rector Moreso trataban de inaugurar hace poco unas nuevas instalaciones de la UPF. Es una manera de ver que halla intrínsecamente ilegítima la penetración de los valores de la empresa en el espacio universitario. Muchos pensamos, en cambio, que el maclado universidad-empresa, más aún que bueno y deseable, es ineludible. ¿Qué universidad y qué empresa, sin embargo?
Un observador especulativo y medievalizante podría permitirse la licencia de creer que el conocimiento es tan solo un gozo del espíritu –que lo es, y grande–, al margen de las necesidades cotidianas; la universidad de la sociedad industrial, y aún más la universidad posindustrial sostenibilista del siglo XXI, no. El gran salto hacia delante del XVIII fue iniciar el derribo del ancien régime mediante la invención del concepto de progreso (otro término equívoco, por cierto). El caso es que el pensamiento progresista lleva ya dos siglos construyendo la realidad a partir del conocimiento. Y la empresa industrial es el artefacto social que se ocupa de ello. De ahí que apartarla de la universidad sería limitar el pensamiento a la metafísica y la generación de bienes, a la artesanía menestral.
Tras una larga gestación, la UPC se ha dotado de un canal de televisión por Internet. Una consulta mínimamente detallada de los documentos que ofrece permite constatar dos cosas: detrás hay muchos valores sociales y mucha inquietud intelectual y también mucha presencia del sector productivo. Muchas empresas, en definitiva. Hablo de empresas en sentido pristino, o sea, colectivos humanos que trabajan para hacer cosas beneficiosas. Sin ello, una politécnica no tendría sentido alguno. Pero una universidad generalista, a estas alturas, tampoco.
En efecto, la química, la medicina, la economía y tantas otras disciplinas ajustadas al método científico se estudian en las antiguas universidades humanísticas. De hecho, son disciplinas también humanísticas. Sería tan absurdo negarlo, como imaginar una universidad moderna separada de la realidad productiva. Para científicos y tecnólogos, y cada vez más también para filósofos y artistas, el ejercicio profesional y la provocación intelectual van unidos a la actividad empresarial. La reflexión abstracta y el conocimiento no son especulaciones.
A LA PAR,entiendo y comparto el rechazo universitario hacia el negocio turbio o la prostitución del conocimiento. Hay empresarios que se dedican a ellos, de lo que la empresa no tiene ninguna culpa. Sin la electrificación propiciada a principios del siglo XX por Barcelona Traction, de la que nació Fecsa, o sin el segundo tirón hidroeléctrico que supuso en 1946 la creación de Enher, no cabe imaginar la Catalunya moderna. Detrás de Barcelona Traction estaba el ingeniero y financiero norteamericano Frederick S. Pearson, promotor de la prolongación del tren de Sarrià hasta el Vallès, también, y detrás de Enher, el ingeniero leridano Victoriano Muñoz. Fueron grandes visionarios, grandes tecnocientíficos y grandes empresarios.
Desconozco si los sucesivos presidentes de Endesa, Acciona, Eon o Enel, que han heredado o pretendido heredar la actividad y el patrimonio de aquellas empresas tractoras, saben quiénes fueron Pearson y Muñoz. Me temo que les preocupa más la bolsa que la electricidad. De ahí el desprestigio moral de tanta sigla que no pasa de mero pretexto financiero.
Eppur, si muove. Hay universidades grandes y pequeñas, con mucho futuro o con demasiado pasado. También hay empresas socialmente admirables y negocios reprobables. Hay buenos académicos y retóricos anquilosados. Hay estudiantes inquietos y responsables, y malcriados consentidos. Y, según predominen unos u otros, hay sociedades avanzadas y países decadentes. Más allá de declaraciones y proclamas, ¿qué universidad y qué empresa necesitamos y queremos?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El término universidad es polisémico. No hace falta remontarse a la antigüedad, cuando las universidades solo eran modestas escuelas de leyes y teología. Bastaría comparar las universidades humanísticas del XIX con las escuelas politécnicas napoleónicas. Representaban mundos antitéticos: la especulación o la creación artística versus las emergentes tecnociencias experimentales. Las diferencias subsisten. ¿Tiene sentido, hoy, hablar de la universidad?
Estas dos formas de abordar el conocimiento, a veces epistemológicamente opuestas, han acabado enrasadas bajo una misma denominación, por lo menos aquí. Así, tenemos universidades generalistas, como la añeja Universitat de Barcelona de toda la vida, con sus facultades, y universidades tecnocientíficas, como la joven Universitat Politècnica de Catalunya, con sus escuelas técnicas sesquiseculares, bastante más antiguas que el ente universitario en el que se integraron. Comparten apelativo, pero son dos mundos. He sido alumno y profesor de la primera y presidente del Consejo Social de la segunda, de modo que no hablo por boca de ganso.
AUN PENSANDO en cosas distintas, todos seguimos hablando de la universidad. Seguramente necesitamos ese referente absoluto en términos de imaginario colectivo. En todo caso, las distintas concepciones desbordan las diferencias entre humanistas y politécnicos. “¡Fuera la empresa de la universidad!”, gritaban unos estudiantes mientras el presidente Montilla y el rector Moreso trataban de inaugurar hace poco unas nuevas instalaciones de la UPF. Es una manera de ver que halla intrínsecamente ilegítima la penetración de los valores de la empresa en el espacio universitario. Muchos pensamos, en cambio, que el maclado universidad-empresa, más aún que bueno y deseable, es ineludible. ¿Qué universidad y qué empresa, sin embargo?
Un observador especulativo y medievalizante podría permitirse la licencia de creer que el conocimiento es tan solo un gozo del espíritu –que lo es, y grande–, al margen de las necesidades cotidianas; la universidad de la sociedad industrial, y aún más la universidad posindustrial sostenibilista del siglo XXI, no. El gran salto hacia delante del XVIII fue iniciar el derribo del ancien régime mediante la invención del concepto de progreso (otro término equívoco, por cierto). El caso es que el pensamiento progresista lleva ya dos siglos construyendo la realidad a partir del conocimiento. Y la empresa industrial es el artefacto social que se ocupa de ello. De ahí que apartarla de la universidad sería limitar el pensamiento a la metafísica y la generación de bienes, a la artesanía menestral.
Tras una larga gestación, la UPC se ha dotado de un canal de televisión por Internet. Una consulta mínimamente detallada de los documentos que ofrece permite constatar dos cosas: detrás hay muchos valores sociales y mucha inquietud intelectual y también mucha presencia del sector productivo. Muchas empresas, en definitiva. Hablo de empresas en sentido pristino, o sea, colectivos humanos que trabajan para hacer cosas beneficiosas. Sin ello, una politécnica no tendría sentido alguno. Pero una universidad generalista, a estas alturas, tampoco.
En efecto, la química, la medicina, la economía y tantas otras disciplinas ajustadas al método científico se estudian en las antiguas universidades humanísticas. De hecho, son disciplinas también humanísticas. Sería tan absurdo negarlo, como imaginar una universidad moderna separada de la realidad productiva. Para científicos y tecnólogos, y cada vez más también para filósofos y artistas, el ejercicio profesional y la provocación intelectual van unidos a la actividad empresarial. La reflexión abstracta y el conocimiento no son especulaciones.
A LA PAR,entiendo y comparto el rechazo universitario hacia el negocio turbio o la prostitución del conocimiento. Hay empresarios que se dedican a ellos, de lo que la empresa no tiene ninguna culpa. Sin la electrificación propiciada a principios del siglo XX por Barcelona Traction, de la que nació Fecsa, o sin el segundo tirón hidroeléctrico que supuso en 1946 la creación de Enher, no cabe imaginar la Catalunya moderna. Detrás de Barcelona Traction estaba el ingeniero y financiero norteamericano Frederick S. Pearson, promotor de la prolongación del tren de Sarrià hasta el Vallès, también, y detrás de Enher, el ingeniero leridano Victoriano Muñoz. Fueron grandes visionarios, grandes tecnocientíficos y grandes empresarios.
Desconozco si los sucesivos presidentes de Endesa, Acciona, Eon o Enel, que han heredado o pretendido heredar la actividad y el patrimonio de aquellas empresas tractoras, saben quiénes fueron Pearson y Muñoz. Me temo que les preocupa más la bolsa que la electricidad. De ahí el desprestigio moral de tanta sigla que no pasa de mero pretexto financiero.
Eppur, si muove. Hay universidades grandes y pequeñas, con mucho futuro o con demasiado pasado. También hay empresas socialmente admirables y negocios reprobables. Hay buenos académicos y retóricos anquilosados. Hay estudiantes inquietos y responsables, y malcriados consentidos. Y, según predominen unos u otros, hay sociedades avanzadas y países decadentes. Más allá de declaraciones y proclamas, ¿qué universidad y qué empresa necesitamos y queremos?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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