Por PABLO ORDAZ - México - (ElPais.com, 23/04/2009)
Dos días después de denunciar que El Chapo Guzmán, el narcotraficante más rico y más peligroso de México, era su vecino, que todo el mundo lo sabía menos las autoridades encargadas de detenerlo, el arzobispo de Durango, monseñor Héctor González, llegó al aeropuerto del Distrito Federal solo, cabizbajo, arrastrando una maleta y con una frase en los labios que resumía su desazón: "Estoy sordo y mudo".
Su denuncia no sólo no había sido tomada en cuenta, sino que los políticos lo habían ninguneado y muchos de sus compañeros de hábitos - escondidos detrás de un miedo al que a veces llaman prudencia - le recomendaron públicamente regresar al orden y la mesura. Y así estaba el obispo, "sordo y mudo", cuando, el martes por la tarde, las emisoras de radio contaron que muy cerca de Guanaceví - la población en la que según el arzobispo se esconde el famoso narcotraficante - acababan de aparecer los cuerpos acribillados a balazos de dos tenientes del Ejército. Los sicarios habían dejado escrito junto a sus cuerpos un mensaje muy claro: "Con El Chapo nunca van a poder ni sacerdotes ni gobernantes".
Lo que ni los políticos ni los curas habían querido tomar en consideración, sí llegó a preocupar al jefe del cartel de Sinaloa, que quiso cortar por lo sano cualquier intento de romper su muy bien cultivada red del silencio. Lo que tal vez no calculó fue la reacción de los compañeros de monseñor González. Tanto el arzobispo de México como el de Saltillo dieron un fuerte golpe en la mesa. El de México difundió un comunicado, titulado Narcotraficantes, en la Puerta del Infierno, en la que exhortaba a sus sacerdotes a dejar atrás el miedo: "La Iglesia recuerda que los mártires son su gloria y no su desgracia, y que si es preciso que los ministros de la Iglesia derramen su sangre por proteger a los fieles que Dios le ha encomendado, no dudarán en hacerlo".
El arzobispo de Saltillo, monseñor Raúl Vera, no fue tan espiritual. Dijo que la guerra del presidente Felipe Calderón está fracasando, que en México se vive una situación de "terrorismo puro", y que la culpa no sólo la tienen los narcotraficantes, sino "los políticos que dan soporte al crimen". Monseñor Vera dijo que el asesinato de los dos militares - que fueron sorprendidos mientras realizaban, vestidos de vaqueros, labores de inteligencia - demuestra que los narcotraficantes se ríen de la lucha de Calderón. "Se tiene que empezar", añadió, "a investigar y meter en la cárcel a gobernadores y presidentes municipales, porque muchos están coludidos con el crimen y las ejecuciones demuestran que el Estado no nos está dando garantía de vida a ningún ciudadano".
Lo que el Ejército no hizo - al menos para mantener las formas - tras la denuncia del arzobispo, sí lo empezó a ejecutar tras el asesinato de los dos tenientes. Numerosos convoyes militares, apoyados desde el aire por helicópteros artillados, iniciaron la búsqueda por Durango de los asesinos a sueldo de El Chapo. Ayer se supo que el Ford Fiesta en el que viajaban los militares, de 28 y 30 años, tenía agujereada su chapa por 58 disparos de fusil AK-47.
Dos días después de denunciar que El Chapo Guzmán, el narcotraficante más rico y más peligroso de México, era su vecino, que todo el mundo lo sabía menos las autoridades encargadas de detenerlo, el arzobispo de Durango, monseñor Héctor González, llegó al aeropuerto del Distrito Federal solo, cabizbajo, arrastrando una maleta y con una frase en los labios que resumía su desazón: "Estoy sordo y mudo".
Su denuncia no sólo no había sido tomada en cuenta, sino que los políticos lo habían ninguneado y muchos de sus compañeros de hábitos - escondidos detrás de un miedo al que a veces llaman prudencia - le recomendaron públicamente regresar al orden y la mesura. Y así estaba el obispo, "sordo y mudo", cuando, el martes por la tarde, las emisoras de radio contaron que muy cerca de Guanaceví - la población en la que según el arzobispo se esconde el famoso narcotraficante - acababan de aparecer los cuerpos acribillados a balazos de dos tenientes del Ejército. Los sicarios habían dejado escrito junto a sus cuerpos un mensaje muy claro: "Con El Chapo nunca van a poder ni sacerdotes ni gobernantes".
Lo que ni los políticos ni los curas habían querido tomar en consideración, sí llegó a preocupar al jefe del cartel de Sinaloa, que quiso cortar por lo sano cualquier intento de romper su muy bien cultivada red del silencio. Lo que tal vez no calculó fue la reacción de los compañeros de monseñor González. Tanto el arzobispo de México como el de Saltillo dieron un fuerte golpe en la mesa. El de México difundió un comunicado, titulado Narcotraficantes, en la Puerta del Infierno, en la que exhortaba a sus sacerdotes a dejar atrás el miedo: "La Iglesia recuerda que los mártires son su gloria y no su desgracia, y que si es preciso que los ministros de la Iglesia derramen su sangre por proteger a los fieles que Dios le ha encomendado, no dudarán en hacerlo".
El arzobispo de Saltillo, monseñor Raúl Vera, no fue tan espiritual. Dijo que la guerra del presidente Felipe Calderón está fracasando, que en México se vive una situación de "terrorismo puro", y que la culpa no sólo la tienen los narcotraficantes, sino "los políticos que dan soporte al crimen". Monseñor Vera dijo que el asesinato de los dos militares - que fueron sorprendidos mientras realizaban, vestidos de vaqueros, labores de inteligencia - demuestra que los narcotraficantes se ríen de la lucha de Calderón. "Se tiene que empezar", añadió, "a investigar y meter en la cárcel a gobernadores y presidentes municipales, porque muchos están coludidos con el crimen y las ejecuciones demuestran que el Estado no nos está dando garantía de vida a ningún ciudadano".
Lo que el Ejército no hizo - al menos para mantener las formas - tras la denuncia del arzobispo, sí lo empezó a ejecutar tras el asesinato de los dos tenientes. Numerosos convoyes militares, apoyados desde el aire por helicópteros artillados, iniciaron la búsqueda por Durango de los asesinos a sueldo de El Chapo. Ayer se supo que el Ford Fiesta en el que viajaban los militares, de 28 y 30 años, tenía agujereada su chapa por 58 disparos de fusil AK-47.
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