Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: JoséMaría Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 23/04/09):
Elegido en abril del 2005, el Papa actual, Benedicto XVI, ha adoptado reiteradamente posturas que han suscitado diversas polémicas y debates, además, incluso, de escándalo. En septiembre del 2006, con ocasión de un discurso académico en Alemania, citó a un emperador bizantino, Manuel II Paleólogo, que manifestó seis siglos antes: “Muéstrame también lo que Mahoma ha aportado a título de novedad, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directriz de difundir a espada la fe que predicaba”. De resultas de ello, el Papa aparecía como hostil al islam e incluso provocador contra él y evidentemente poco interesado en hacer gala de una actitud abierta y dialogante. La cuestión suscitó reacciones tan intensas que se sintió obligado a presentar una vaga excusa: “Me afligen profundamente las reacciones…”.
En fecha más reciente, en enero de este año, Benedicto XVI rehabilitó a cuatro obispos excomulgados efectuando así una apertura a la derecha, en dirección de los sectores más tradicionalistas, presentándose como figura aglutinante y dando fin al cisma de los “integristas”. Pero entre tales obispos se cuenta monseñor Richard Williamson, un negacionista que considera que “no hubo cámaras de gas”. Por tal razón, la cuestión de una apertura, de por sí ya difícil, ha sido fuente de disensiones y tensiones diversas en el seno de la propia Iglesia, donde las corrientes progresistas se han inquietado al tiempo que la misma cuestión agitaba las aguas de la opinión pública en general y motivaba la indignación de los judíos: aunque monseñor Williamson se haya retractado, el bagaje del Vaticano ha parecido hallarse amenazado.
En suma, al recordar con ocasión de su viaje a África su oposición a la contracepción y acusar al preservativo de contribuir a agravar el drama del sida, Benedicto XVI ha subrayado la distancia que separa actualmente a la curia de la cultura y vida reales de una gran mayoría de los cristianos. Tal inadaptación al terreno, que inquieta a muchos católicos, se ve reforzada por la cuestión de la excomunión pronunciada por un obispo de Brasil el pasado 5 de marzo contra los familiares de una chiquilla de nueve años embarazada de dos gemelos como consecuencia de una violación: estos familiares decidieron hacerle abortar y la excomunión - justificada en un primer momento por el Vaticano-ha sido anulada tras una impresionante campaña de prensa; la inadaptación al mundo real se ve subrayada, asimismo, por los escándalos relativos a los sacerdotes paidófilos, en especial en Estados Unidos, que han inclinado a Benedicto XVI a confesarse “profundamente avergonzado” de ello. Todo esto ya se ha comentado profusamente, pero merece analizarse también desde un nuevo ángulo. ¿No estamos, al menos desde hace treinta años, en un planeta que presencia el “regreso de Dios”, en el corazón de una modernidad que reserva un lugar importante a la fe y que, desde luego, no se limita al combate propio de las luces de la razón y del derecho contra la religión como cuando Voltaire quería “aplastar al infame”? En el mundo actual, la modernidad incluye las convicciones, las pasiones, el hecho de creer, y el problema se cifra en articular los dos registros, el de los valores universales y el de las creencias y las tradiciones.
En este mundo nuevo, el islam se halla en expansión, igual que otras religiones. El budismo, por ejemplo, conoce el éxito incluso en Occidente y si al Dalái Lama se le profesa allí tanto afecto no se debe únicamente al hecho de que encarne a una nación oprimida, sino que obedece también a que representa valores situados en la encrucijada de la religión y la filosofía. El auge de iglesias protestantes, evangélicas, pentecostalistas, etcétera es impresionante en todo el mundo. En este paisaje general, en el que la religión se globaliza y progresa a un tiempo, el catolicismo constituye tal vez una excepción. Parece estar a la defensiva, se endurece, y el discurso de Benedicto XVI que acabo de evocar constituye una manifestación de tal endurecimiento.
¿Es que el catolicismo ya no responde a las expectativas religiosas de nuestro tiempo, que se caracteriza de forma preferente por ser refractario a la institucionalización, a la gestión de organizaciones de difícil manejo y estructuras jerárquicas? Cabe constatar aquí una primera explicación - importante-de la desafección hacia las iglesias en numerosos países católicos o de la crisis de vocaciones que se nota desde hace unos cuarenta años en estos mismos países; en todo caso, es un hecho en Europa y Norteamérica. La fe es una cosa y la institución otra, y según todo lo que antecede el catolicismo sería una realidad excesivamente institucionalizada para afrontar las expectativas provenientes de la sociedad.
Juan Pablo II, desde el punto de vista cultural, sostenía una línea bastante próxima a la de Benedicto XVI, pero contaba con un carisma considerable. Encarnaba la resistencia al totalitarismo, el rechazo del antisemitismo explícito y constante, y aunque no logró detener de hecho la crisis de las vocaciones o la desafección hacia las iglesias, era capaz de movilizar, a través de la relación directa y personal, verdaderas masas de creyentes con los que se fundía en un abrazo sobre todo en el curso de sus viajes y desplazamientos. El problema de la Iglesia actual estriba tal vez en que propone en menor medida que en otros tiempos un discurso de esperanza, en tensión hacia el futuro; en que parece más conservadora que progresista, menos abierta allí donde otras religiones proporcionan sentido pero también - en numerosos aspectos-la promesas de un mundo mejor. El éxito de las nuevas iglesias protestantes, sobre todo, guarda relación innegablemente con su discurso social; incluso, en ciertos casos, con la idea de que adhiriéndose a una de ellas cabrá beneficiarse inmediatamente de mejores condiciones de vida.
Indudablemente cabría proponer otras explicaciones. En cualquier caso, la organización global más antigua del mundo, la Iglesia católica, bimilenaria y con numerosas peripecias a sus espaldas, ha entrado en un periodo difícil en el preciso momento en que el hecho religioso conoce un renovado impulso que contribuye a afianzar el éxito de muchas otras religiones que parecían, en un principio, mucho menos preparadas para globalizarse también ellas mismas, ya sea en el mundo árabe (el islam), en Asia (el budismo, especialmente) o en Estados Unidos (iglesias protestantes).
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Elegido en abril del 2005, el Papa actual, Benedicto XVI, ha adoptado reiteradamente posturas que han suscitado diversas polémicas y debates, además, incluso, de escándalo. En septiembre del 2006, con ocasión de un discurso académico en Alemania, citó a un emperador bizantino, Manuel II Paleólogo, que manifestó seis siglos antes: “Muéstrame también lo que Mahoma ha aportado a título de novedad, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directriz de difundir a espada la fe que predicaba”. De resultas de ello, el Papa aparecía como hostil al islam e incluso provocador contra él y evidentemente poco interesado en hacer gala de una actitud abierta y dialogante. La cuestión suscitó reacciones tan intensas que se sintió obligado a presentar una vaga excusa: “Me afligen profundamente las reacciones…”.
En fecha más reciente, en enero de este año, Benedicto XVI rehabilitó a cuatro obispos excomulgados efectuando así una apertura a la derecha, en dirección de los sectores más tradicionalistas, presentándose como figura aglutinante y dando fin al cisma de los “integristas”. Pero entre tales obispos se cuenta monseñor Richard Williamson, un negacionista que considera que “no hubo cámaras de gas”. Por tal razón, la cuestión de una apertura, de por sí ya difícil, ha sido fuente de disensiones y tensiones diversas en el seno de la propia Iglesia, donde las corrientes progresistas se han inquietado al tiempo que la misma cuestión agitaba las aguas de la opinión pública en general y motivaba la indignación de los judíos: aunque monseñor Williamson se haya retractado, el bagaje del Vaticano ha parecido hallarse amenazado.
En suma, al recordar con ocasión de su viaje a África su oposición a la contracepción y acusar al preservativo de contribuir a agravar el drama del sida, Benedicto XVI ha subrayado la distancia que separa actualmente a la curia de la cultura y vida reales de una gran mayoría de los cristianos. Tal inadaptación al terreno, que inquieta a muchos católicos, se ve reforzada por la cuestión de la excomunión pronunciada por un obispo de Brasil el pasado 5 de marzo contra los familiares de una chiquilla de nueve años embarazada de dos gemelos como consecuencia de una violación: estos familiares decidieron hacerle abortar y la excomunión - justificada en un primer momento por el Vaticano-ha sido anulada tras una impresionante campaña de prensa; la inadaptación al mundo real se ve subrayada, asimismo, por los escándalos relativos a los sacerdotes paidófilos, en especial en Estados Unidos, que han inclinado a Benedicto XVI a confesarse “profundamente avergonzado” de ello. Todo esto ya se ha comentado profusamente, pero merece analizarse también desde un nuevo ángulo. ¿No estamos, al menos desde hace treinta años, en un planeta que presencia el “regreso de Dios”, en el corazón de una modernidad que reserva un lugar importante a la fe y que, desde luego, no se limita al combate propio de las luces de la razón y del derecho contra la religión como cuando Voltaire quería “aplastar al infame”? En el mundo actual, la modernidad incluye las convicciones, las pasiones, el hecho de creer, y el problema se cifra en articular los dos registros, el de los valores universales y el de las creencias y las tradiciones.
En este mundo nuevo, el islam se halla en expansión, igual que otras religiones. El budismo, por ejemplo, conoce el éxito incluso en Occidente y si al Dalái Lama se le profesa allí tanto afecto no se debe únicamente al hecho de que encarne a una nación oprimida, sino que obedece también a que representa valores situados en la encrucijada de la religión y la filosofía. El auge de iglesias protestantes, evangélicas, pentecostalistas, etcétera es impresionante en todo el mundo. En este paisaje general, en el que la religión se globaliza y progresa a un tiempo, el catolicismo constituye tal vez una excepción. Parece estar a la defensiva, se endurece, y el discurso de Benedicto XVI que acabo de evocar constituye una manifestación de tal endurecimiento.
¿Es que el catolicismo ya no responde a las expectativas religiosas de nuestro tiempo, que se caracteriza de forma preferente por ser refractario a la institucionalización, a la gestión de organizaciones de difícil manejo y estructuras jerárquicas? Cabe constatar aquí una primera explicación - importante-de la desafección hacia las iglesias en numerosos países católicos o de la crisis de vocaciones que se nota desde hace unos cuarenta años en estos mismos países; en todo caso, es un hecho en Europa y Norteamérica. La fe es una cosa y la institución otra, y según todo lo que antecede el catolicismo sería una realidad excesivamente institucionalizada para afrontar las expectativas provenientes de la sociedad.
Juan Pablo II, desde el punto de vista cultural, sostenía una línea bastante próxima a la de Benedicto XVI, pero contaba con un carisma considerable. Encarnaba la resistencia al totalitarismo, el rechazo del antisemitismo explícito y constante, y aunque no logró detener de hecho la crisis de las vocaciones o la desafección hacia las iglesias, era capaz de movilizar, a través de la relación directa y personal, verdaderas masas de creyentes con los que se fundía en un abrazo sobre todo en el curso de sus viajes y desplazamientos. El problema de la Iglesia actual estriba tal vez en que propone en menor medida que en otros tiempos un discurso de esperanza, en tensión hacia el futuro; en que parece más conservadora que progresista, menos abierta allí donde otras religiones proporcionan sentido pero también - en numerosos aspectos-la promesas de un mundo mejor. El éxito de las nuevas iglesias protestantes, sobre todo, guarda relación innegablemente con su discurso social; incluso, en ciertos casos, con la idea de que adhiriéndose a una de ellas cabrá beneficiarse inmediatamente de mejores condiciones de vida.
Indudablemente cabría proponer otras explicaciones. En cualquier caso, la organización global más antigua del mundo, la Iglesia católica, bimilenaria y con numerosas peripecias a sus espaldas, ha entrado en un periodo difícil en el preciso momento en que el hecho religioso conoce un renovado impulso que contribuye a afianzar el éxito de muchas otras religiones que parecían, en un principio, mucho menos preparadas para globalizarse también ellas mismas, ya sea en el mundo árabe (el islam), en Asia (el budismo, especialmente) o en Estados Unidos (iglesias protestantes).
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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