Por Juan José Fuentes Romero, escritor y profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Coruña (EL MUNDO, 23/04/09):
La historia, con mayúsculas, empezó en Sumeria -lo que hoy es la martirizada tierra de Irak- hace unos 5.000 o 6.000 años. Imaginamos que tras siglos de tentativas más o menos fructuosas o estériles, de avances y de retrocesos, el ser humano logró entrar en ese mundo siempre maravilloso y enigmático, sin lugar a dudas, que es la escritura.
Desde el complejo texto cuneiforme sobre una tabilla de arcilla, realizado con una caña que hace pequeñas cuñas (de ahí el nombre de esa escritura primigenia), el proceso avanzó de manera espectacular, con increíbles cambios en el tipo de escritura (los fenicios mejoraron esencialmente el proceso, pasando de una escritura ideográfica y silábica al primer alfabeto hasta ahora conocido) y, en no menor medida, en los soportes sobre los que se escribía y en los materiales diversos que había que utilizar para ello.
Así se pasó desde la citada lámina de arcilla al papiro de Egipto y de éste al pergamino (de Pérgamo, en el Asia Menor, en lo que actualmente es Turquía), hasta llegar, muy posteriormente, al papel, traído a Occidente por los árabes desde China, donde fue inventado. En cuanto a las formas de esos soportes de lo escrito, se pasó desde el rollo de papiro y pergamino al códice, el formato de libro tal como lo conocemos y usamos hoy en día.
Hasta aquí estamos hablando de una escritura manuscrita, entendiento por tal la que se realiza mediante la mano de quien elabora el texto. A mediados del siglo XV un alemán, Gutenberg, lleva a cabo la que sin dudas es una de las más grandes revoluciones de todos los tiempos: la imprenta.
El libro deja de ser el producto de copias a mano para pasar a ser el resultado de la acción de una máquina. La velocidad de confección de cada libro se multiplica exponencialmente respecto a lo que tardaba un monje medieval en copiar un códice.
Los cambios no paran ahí y el siglo XIX ve la aparición de la imprenta industrial, una nueva multiplicación en el tiempo de confección del libro con referencia a la imprenta artesanal de Gutenberg, que prácticamente permaneció inmutable desde el siglo XV hasta el citado siglo XIX.
El último cambio -otra revolución, indudablemente- ha venido dada por la aparición arrolladora de las tecnologías de la información y de la comunicación: las conocidas TIC.
Pero hay algo que, en esencia, sigue permaneciendo inmutable desde los sumerios hasta ahora: la lectura. Cierto es que a lo largo de los siglos han ido cambiando las maneras de llevarla a cabo, de modo que se ha pasado de una lectura colectiva a otra individual.
Así, entre los griegos de la Academia platónica o del Liceo aristotélico era uno quien leía mientras los demás escuchaban, y luego se producía el comentario con la participación de todos los oyentes, en una especie de puesta en común de lo leído, rayando las más de las veces lo que hoy día llamaríamos brainstorming o, si lo quieren en castizo, lluvia de ideas.
Otro cambio en las manera de leer fue el paso desde la lectura en voz alta a la lectura en silencio. Durante muchos siglos se hizo en voz alta, de modo que en los conventos benedictinos estos monjes, los más decididamente defensores de la lectura, practicaban la lectio para que quienes no sabían leer -la inmensa mayoría de la población en la época-, pudiesen llegar al objetivo perseguido: la meditatio, siempre en torno a las Sagradas Escrituras.
De entre la infinita cantidad de anécdotas que se han producido a lo largo de la Historia, respecto a la lectura en voz alta de uno que lee para un grupo que escucha, he aquí una realmente curiosa. En Cuba, incluso hoy en día sigue habiendo fábricas de tabaco en las que una persona lee para los trabajadores, que mientras le escuchan se dedican a liar a mano los cigarros puros -indudablemente los mejores del mundo-. Pues bien, hace mucho tiempo, una de aquellas lecturas fue El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. La novela del escritor francés gustó tanto que los trabajadores se dirigieron al famoso novelista pidiéndole su permiso para bautizar con su nombre una de las más preciadas labores que llevaban a cabo. He ahí el origen del nombre de los afamados cigarros puros Montecristo.
En lo esencial, el proceso de la lectura ha permanecido inmutable desde el tiempo de los sumerios; esa permanencia casi sin cambios viene dada por algo que, de tan usual y repetido como proceso, nos pasa generalmente desapercibido. Mediante la lectura superamos las barreras del espacio y del tiempo.
Leamos, por ejemplo, el párrafo inicial del capítulo uno del Libro Primero del Heike Monogatari (El Cantar de Heike, poema épico clásico de la literatura japonesa): «En el sonido de las campanas del monasterio de Gion resuena la caducidad de todas las cosas. En el color siempre cambiante del arbusto de shara se recuerda la ley terrenal de que toda gloria encuentra su fin.Como el sueño de una noche de primavera, así de fugaz es el poder del orgulloso. Como el polvo que dispersa el viento, así los fuertes desaparecen de la tierra».
Se nos cuenta en esta obra, escrita a principios del siglo XII, la historia de los Heike, una familia de guerreros: su llegada a la cima del poder, y su posterior e inevitable decadencia.Este libro nos hace cercana una historia escrita en el otro extremo del mundo, en Japón.
Pero la lectura nos sirve también para superar la barrera del tiempo. Veamos: «Se ha de quebrar la humanidad como caña de cañaveral.El mejor de los muchachos, la mejor de las muchachas, la mano de la muerte se los lleva. La muerte, que nadie ha visto, cuyo rostro ninguno ha contemplado ni escuchado su voz. ¡La muerte cruel que quiebra a los hombres! ¿Acaso construimos nuestras casas para siempre? ¿Contraemos compromisos para siempre? ¿Repartimos un patrimonio para siempre? …Tantos rostros que veían el sol y de golpe ya no queda nada…». Este párrafo pertenece a la tablilla número XI de la Epopeya de Gilgamesh, «el hombre que no quería morir». Fue escrito hacia el año 2650 antes de Cristo, por los sumerios, probablemente en la ciudad de Uruk, en lo que es ahora Irak. Han pasado cerca de 5.000 años y ese trágico lamento de Gilgamesh, el héroe que busca afanosamente la inmortalidad, nos impresiona como si hubiese sido escrito ayer por la mañana.
COMO decíamos, la escritura, y su posterior lectura, nos sirve para, en cierto modo, hacernos inmortales, para romper las fronteras de lo espacial y lo temporal. Pero leer es eso y mucho más que eso. Ortega nos contó, en su más que citada Misión del bibliotecario, que un tigre es siempre el mismo. No puede superar de ninguna manera las barreras de su especie. Está condenado a ser siempre el mismo. Podrá variar el número de sus rayas, la intensidad de su color, su grado de ferocidad… pero siempre será el mismo tigre.
Frente a ese tigre inmutable (y también, cierto es, inmortal: ningún tigre sabe que algún dia va a morir) el ser humano, cada ser humano, es único. Trasciende lo meramente genérico y, a través del proceso acumulativo del saber, aprende lo que ya saben otros e incluso, a partir de lo aprendido, puede él mismo incrementar ese caudal de conocimientos.
Cierto es que en las culturas orales ese proceso existe, pero no es menos cierto que la escritura y la lectura son las que han permitido multiplicar hasta el infinito ese proceso nunca detenido del aprendizaje de los seres humanos y de la multiplicación de lo que cada generación ha aprendido.
Además de todo lo dicho, y probablemente en primer lugar, la lectura es libertad. La auténtica escritura, y la lectura por consiguiente, es el mayor y mejor ejercicio de libertad que cualquier ser humano puede llevar a cabo.
No hace falta estudiar demasiada historia para ver cómo cualquier sistema autocrático ha señalado al libro como a uno de sus peores enemigos. Y con razón. Las más grandes revoluciones que han tenido lugar en la historia de la humanidad no han sido las que ocasionan guerras, destrucción y muerte. En absoluto. Las más grandes revoluciones han venido dadas por libros. La Biblia, el Corán, las obras de Kant, de Hegel y de tantos otros han cambiado esencialmente nuestra manera de ver y entender la vida o, lo que es lo mismo, nos sirven para intentar entendernos a nosotros mismos, para intentar encontrar respuestas a las grandes preguntas, las básicas, las de siempre.
Pero, además, la lectura es libertad en un sentido aún más individual, más personal si se quiere: no nos pueden obligar a amar, o a odiar; de la misma manera, aunque algunos se empeñen en lo contrario, no se puede obligar a nadie a leer. Se le podrá obligar a estar delante de un libro, pero leer, lo que se dice leer, sólo leemos los que lo hacemos porque sí, porque nos apetece o, más en corto, porque nos da la real gana.
Yo soy yo… y mis lecturas, que diría Don José.
La historia, con mayúsculas, empezó en Sumeria -lo que hoy es la martirizada tierra de Irak- hace unos 5.000 o 6.000 años. Imaginamos que tras siglos de tentativas más o menos fructuosas o estériles, de avances y de retrocesos, el ser humano logró entrar en ese mundo siempre maravilloso y enigmático, sin lugar a dudas, que es la escritura.
Desde el complejo texto cuneiforme sobre una tabilla de arcilla, realizado con una caña que hace pequeñas cuñas (de ahí el nombre de esa escritura primigenia), el proceso avanzó de manera espectacular, con increíbles cambios en el tipo de escritura (los fenicios mejoraron esencialmente el proceso, pasando de una escritura ideográfica y silábica al primer alfabeto hasta ahora conocido) y, en no menor medida, en los soportes sobre los que se escribía y en los materiales diversos que había que utilizar para ello.
Así se pasó desde la citada lámina de arcilla al papiro de Egipto y de éste al pergamino (de Pérgamo, en el Asia Menor, en lo que actualmente es Turquía), hasta llegar, muy posteriormente, al papel, traído a Occidente por los árabes desde China, donde fue inventado. En cuanto a las formas de esos soportes de lo escrito, se pasó desde el rollo de papiro y pergamino al códice, el formato de libro tal como lo conocemos y usamos hoy en día.
Hasta aquí estamos hablando de una escritura manuscrita, entendiento por tal la que se realiza mediante la mano de quien elabora el texto. A mediados del siglo XV un alemán, Gutenberg, lleva a cabo la que sin dudas es una de las más grandes revoluciones de todos los tiempos: la imprenta.
El libro deja de ser el producto de copias a mano para pasar a ser el resultado de la acción de una máquina. La velocidad de confección de cada libro se multiplica exponencialmente respecto a lo que tardaba un monje medieval en copiar un códice.
Los cambios no paran ahí y el siglo XIX ve la aparición de la imprenta industrial, una nueva multiplicación en el tiempo de confección del libro con referencia a la imprenta artesanal de Gutenberg, que prácticamente permaneció inmutable desde el siglo XV hasta el citado siglo XIX.
El último cambio -otra revolución, indudablemente- ha venido dada por la aparición arrolladora de las tecnologías de la información y de la comunicación: las conocidas TIC.
Pero hay algo que, en esencia, sigue permaneciendo inmutable desde los sumerios hasta ahora: la lectura. Cierto es que a lo largo de los siglos han ido cambiando las maneras de llevarla a cabo, de modo que se ha pasado de una lectura colectiva a otra individual.
Así, entre los griegos de la Academia platónica o del Liceo aristotélico era uno quien leía mientras los demás escuchaban, y luego se producía el comentario con la participación de todos los oyentes, en una especie de puesta en común de lo leído, rayando las más de las veces lo que hoy día llamaríamos brainstorming o, si lo quieren en castizo, lluvia de ideas.
Otro cambio en las manera de leer fue el paso desde la lectura en voz alta a la lectura en silencio. Durante muchos siglos se hizo en voz alta, de modo que en los conventos benedictinos estos monjes, los más decididamente defensores de la lectura, practicaban la lectio para que quienes no sabían leer -la inmensa mayoría de la población en la época-, pudiesen llegar al objetivo perseguido: la meditatio, siempre en torno a las Sagradas Escrituras.
De entre la infinita cantidad de anécdotas que se han producido a lo largo de la Historia, respecto a la lectura en voz alta de uno que lee para un grupo que escucha, he aquí una realmente curiosa. En Cuba, incluso hoy en día sigue habiendo fábricas de tabaco en las que una persona lee para los trabajadores, que mientras le escuchan se dedican a liar a mano los cigarros puros -indudablemente los mejores del mundo-. Pues bien, hace mucho tiempo, una de aquellas lecturas fue El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. La novela del escritor francés gustó tanto que los trabajadores se dirigieron al famoso novelista pidiéndole su permiso para bautizar con su nombre una de las más preciadas labores que llevaban a cabo. He ahí el origen del nombre de los afamados cigarros puros Montecristo.
En lo esencial, el proceso de la lectura ha permanecido inmutable desde el tiempo de los sumerios; esa permanencia casi sin cambios viene dada por algo que, de tan usual y repetido como proceso, nos pasa generalmente desapercibido. Mediante la lectura superamos las barreras del espacio y del tiempo.
Leamos, por ejemplo, el párrafo inicial del capítulo uno del Libro Primero del Heike Monogatari (El Cantar de Heike, poema épico clásico de la literatura japonesa): «En el sonido de las campanas del monasterio de Gion resuena la caducidad de todas las cosas. En el color siempre cambiante del arbusto de shara se recuerda la ley terrenal de que toda gloria encuentra su fin.Como el sueño de una noche de primavera, así de fugaz es el poder del orgulloso. Como el polvo que dispersa el viento, así los fuertes desaparecen de la tierra».
Se nos cuenta en esta obra, escrita a principios del siglo XII, la historia de los Heike, una familia de guerreros: su llegada a la cima del poder, y su posterior e inevitable decadencia.Este libro nos hace cercana una historia escrita en el otro extremo del mundo, en Japón.
Pero la lectura nos sirve también para superar la barrera del tiempo. Veamos: «Se ha de quebrar la humanidad como caña de cañaveral.El mejor de los muchachos, la mejor de las muchachas, la mano de la muerte se los lleva. La muerte, que nadie ha visto, cuyo rostro ninguno ha contemplado ni escuchado su voz. ¡La muerte cruel que quiebra a los hombres! ¿Acaso construimos nuestras casas para siempre? ¿Contraemos compromisos para siempre? ¿Repartimos un patrimonio para siempre? …Tantos rostros que veían el sol y de golpe ya no queda nada…». Este párrafo pertenece a la tablilla número XI de la Epopeya de Gilgamesh, «el hombre que no quería morir». Fue escrito hacia el año 2650 antes de Cristo, por los sumerios, probablemente en la ciudad de Uruk, en lo que es ahora Irak. Han pasado cerca de 5.000 años y ese trágico lamento de Gilgamesh, el héroe que busca afanosamente la inmortalidad, nos impresiona como si hubiese sido escrito ayer por la mañana.
COMO decíamos, la escritura, y su posterior lectura, nos sirve para, en cierto modo, hacernos inmortales, para romper las fronteras de lo espacial y lo temporal. Pero leer es eso y mucho más que eso. Ortega nos contó, en su más que citada Misión del bibliotecario, que un tigre es siempre el mismo. No puede superar de ninguna manera las barreras de su especie. Está condenado a ser siempre el mismo. Podrá variar el número de sus rayas, la intensidad de su color, su grado de ferocidad… pero siempre será el mismo tigre.
Frente a ese tigre inmutable (y también, cierto es, inmortal: ningún tigre sabe que algún dia va a morir) el ser humano, cada ser humano, es único. Trasciende lo meramente genérico y, a través del proceso acumulativo del saber, aprende lo que ya saben otros e incluso, a partir de lo aprendido, puede él mismo incrementar ese caudal de conocimientos.
Cierto es que en las culturas orales ese proceso existe, pero no es menos cierto que la escritura y la lectura son las que han permitido multiplicar hasta el infinito ese proceso nunca detenido del aprendizaje de los seres humanos y de la multiplicación de lo que cada generación ha aprendido.
Además de todo lo dicho, y probablemente en primer lugar, la lectura es libertad. La auténtica escritura, y la lectura por consiguiente, es el mayor y mejor ejercicio de libertad que cualquier ser humano puede llevar a cabo.
No hace falta estudiar demasiada historia para ver cómo cualquier sistema autocrático ha señalado al libro como a uno de sus peores enemigos. Y con razón. Las más grandes revoluciones que han tenido lugar en la historia de la humanidad no han sido las que ocasionan guerras, destrucción y muerte. En absoluto. Las más grandes revoluciones han venido dadas por libros. La Biblia, el Corán, las obras de Kant, de Hegel y de tantos otros han cambiado esencialmente nuestra manera de ver y entender la vida o, lo que es lo mismo, nos sirven para intentar entendernos a nosotros mismos, para intentar encontrar respuestas a las grandes preguntas, las básicas, las de siempre.
Pero, además, la lectura es libertad en un sentido aún más individual, más personal si se quiere: no nos pueden obligar a amar, o a odiar; de la misma manera, aunque algunos se empeñen en lo contrario, no se puede obligar a nadie a leer. Se le podrá obligar a estar delante de un libro, pero leer, lo que se dice leer, sólo leemos los que lo hacemos porque sí, porque nos apetece o, más en corto, porque nos da la real gana.
Yo soy yo… y mis lecturas, que diría Don José.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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