Por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía de la Universitat de Barcelona (LA VANGUARDIA, 19/04/09):
¿Cuándo decimos que una persona joven ya ha entrado de lleno en la edad adulta? Antaño ese tránsito estaba claro y unívocamente señalizado a través de determinados ritos de paso. Del servicio militar, por ejemplo, se decía - con un convencimiento que hoy sin duda nos hace sonreír-que los chicos volvían hechos unos hombres. La desaparición - o la devaluación-de tales ritos ha desdibujado las fronteras y emborronado los límites, de manera que plantear hoy la pregunta inicial obliga a una mínima definición previa de lo que queremos decir en cada caso.
Si identificamos, como suele hacerse en el lenguaje ordinario, edad adulta con pleno desarrollo de todas las esferas del individuo (física, psicológica, emotiva…), de inmediato comprobamos que no resulta fácil dibujar hoy aquellas líneas de demarcación, de la misma forma que se hace francamente difícil establecer el grado de madurez de una generación en comparación con otra. Así, se suele afirmar que los varones de las generaciones anteriores solían empezar a trabajar a los catorce años, mientras que las mujeres acostumbraban a casarse con veintipocos y empezaban a tener hijos de inmediato.
La generación actual, en cambio, se incorpora mucho más tarde al mercado de trabajo (no son pocos los que lo hacen cerca ya de la treintena), abandonando el domicilio familiar, contrayendo matrimonio y asumiendo responsabilidades como padres bien entrada esa década. Si se atiende únicamente a estos elementos, se tendría entonces la tentación de concluir que la madurez de la condición adulta se alcanzaba antes mucho más deprisa que ahora. Pero, a poco que uno amplíe los elementos que considerar e introduzca, por decir algo a voleo, datos como el de que muchos mozos no habían visto el mar hasta que habían ido a la mili, o que muchas mujeres no habían conocido varón hasta que se casaban, en seguida se deja ver que el signo de la comparación está lejos de ser inequívoco.
Pero probablemente no baste con concluir, a partir de lo precedente, que lo que consideramos edad adulta es algo que varía a lo largo del tiempo y según las sociedades. Sin duda parece ser así, pero no habríamos avanzado gran cosa con la constatación (a fin de cuentas, ¿qué hay que no varíe a lo largo del tiempo y según las sociedades?) si no fuéramos capaces de mostrar a través de qué mecanismos se produce la variación. Y es al llegar a este punto cuando se nos aparece un rasgo particularmente significativo de la condición adulta o madura, a saber, que ella no se obtiene ni se consigue, sino que es atribuida o recibida. En concreto por las generaciones anteriores, que son las que establecen los procedimientos o, en todo caso, los criterios para la atribución.
Importa subrayar esto porque no siempre están claros tales criterios. Hay algo profundamente inquietante en la forma como las generaciones ya instaladas en la madurez tienden a considerar a las que vienen detrás. Así, llama la atención la reacción - a medio camino entre el estupor y el escándalo-que, con tanta frecuencia, tienen ante los más jóvenes.
Llevo toda mi vida escuchando la frase “los jóvenes de hoy saben muchísimo más que nosotros”, frase que, a menudo, se refuerza con aquella otra, igualmente repetidísima, “yo a su edad era muy inocente”.
La cosa no daría mucho de sí a no ser porque la pronuncian incluso aquellos que no lo eran en absoluto, lo que mueve a pensar en el motivo profundo por el que los individuos, a partir de una cierta edad, necesitan proyectar inocencia con efectos retroactivos sobre su biografía.
Quizá sea una forma indirecta de intentar descargarse de responsabilidades, de protegerse por anticipado de los reproches que precisamente los más jóvenes les podrían lanzar por la trayectoria que han seguido o por la forma en que han vivido. Acaso nada deje más en evidencia el radical artificio de eso que llamamos condición adulta - y ya no digamos madurez-que la confrontación con aquellos que optan por vez primera a ella. Probablemente, la desaparición - o la devaluación-de los ancestrales ritos de paso a la que empezábamos aludiendo haya sumido en una profunda confusión a esos mayores encargados de gestionar el relevo. En todo caso, la confusión nunca es un buen lugar para quedarse a vivir.
Y resulta un poco preocupante que los mismos que con tanta frecuencia son capaces de sobreproteger a los más jóvenes hasta extremos casi ridículos, también lo sean de reaccionar, nerviosos, cuando se sienten amenazados por esa misma franja generacional, exigiendo, pongamos por caso, el más duro de los castigos para ciertos delitos, con independencia de la edad del delincuente. Poca madurez, desde luego, parecen demostrar quienes tienen criterios tan volubles.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
¿Cuándo decimos que una persona joven ya ha entrado de lleno en la edad adulta? Antaño ese tránsito estaba claro y unívocamente señalizado a través de determinados ritos de paso. Del servicio militar, por ejemplo, se decía - con un convencimiento que hoy sin duda nos hace sonreír-que los chicos volvían hechos unos hombres. La desaparición - o la devaluación-de tales ritos ha desdibujado las fronteras y emborronado los límites, de manera que plantear hoy la pregunta inicial obliga a una mínima definición previa de lo que queremos decir en cada caso.
Si identificamos, como suele hacerse en el lenguaje ordinario, edad adulta con pleno desarrollo de todas las esferas del individuo (física, psicológica, emotiva…), de inmediato comprobamos que no resulta fácil dibujar hoy aquellas líneas de demarcación, de la misma forma que se hace francamente difícil establecer el grado de madurez de una generación en comparación con otra. Así, se suele afirmar que los varones de las generaciones anteriores solían empezar a trabajar a los catorce años, mientras que las mujeres acostumbraban a casarse con veintipocos y empezaban a tener hijos de inmediato.
La generación actual, en cambio, se incorpora mucho más tarde al mercado de trabajo (no son pocos los que lo hacen cerca ya de la treintena), abandonando el domicilio familiar, contrayendo matrimonio y asumiendo responsabilidades como padres bien entrada esa década. Si se atiende únicamente a estos elementos, se tendría entonces la tentación de concluir que la madurez de la condición adulta se alcanzaba antes mucho más deprisa que ahora. Pero, a poco que uno amplíe los elementos que considerar e introduzca, por decir algo a voleo, datos como el de que muchos mozos no habían visto el mar hasta que habían ido a la mili, o que muchas mujeres no habían conocido varón hasta que se casaban, en seguida se deja ver que el signo de la comparación está lejos de ser inequívoco.
Pero probablemente no baste con concluir, a partir de lo precedente, que lo que consideramos edad adulta es algo que varía a lo largo del tiempo y según las sociedades. Sin duda parece ser así, pero no habríamos avanzado gran cosa con la constatación (a fin de cuentas, ¿qué hay que no varíe a lo largo del tiempo y según las sociedades?) si no fuéramos capaces de mostrar a través de qué mecanismos se produce la variación. Y es al llegar a este punto cuando se nos aparece un rasgo particularmente significativo de la condición adulta o madura, a saber, que ella no se obtiene ni se consigue, sino que es atribuida o recibida. En concreto por las generaciones anteriores, que son las que establecen los procedimientos o, en todo caso, los criterios para la atribución.
Importa subrayar esto porque no siempre están claros tales criterios. Hay algo profundamente inquietante en la forma como las generaciones ya instaladas en la madurez tienden a considerar a las que vienen detrás. Así, llama la atención la reacción - a medio camino entre el estupor y el escándalo-que, con tanta frecuencia, tienen ante los más jóvenes.
Llevo toda mi vida escuchando la frase “los jóvenes de hoy saben muchísimo más que nosotros”, frase que, a menudo, se refuerza con aquella otra, igualmente repetidísima, “yo a su edad era muy inocente”.
La cosa no daría mucho de sí a no ser porque la pronuncian incluso aquellos que no lo eran en absoluto, lo que mueve a pensar en el motivo profundo por el que los individuos, a partir de una cierta edad, necesitan proyectar inocencia con efectos retroactivos sobre su biografía.
Quizá sea una forma indirecta de intentar descargarse de responsabilidades, de protegerse por anticipado de los reproches que precisamente los más jóvenes les podrían lanzar por la trayectoria que han seguido o por la forma en que han vivido. Acaso nada deje más en evidencia el radical artificio de eso que llamamos condición adulta - y ya no digamos madurez-que la confrontación con aquellos que optan por vez primera a ella. Probablemente, la desaparición - o la devaluación-de los ancestrales ritos de paso a la que empezábamos aludiendo haya sumido en una profunda confusión a esos mayores encargados de gestionar el relevo. En todo caso, la confusión nunca es un buen lugar para quedarse a vivir.
Y resulta un poco preocupante que los mismos que con tanta frecuencia son capaces de sobreproteger a los más jóvenes hasta extremos casi ridículos, también lo sean de reaccionar, nerviosos, cuando se sienten amenazados por esa misma franja generacional, exigiendo, pongamos por caso, el más duro de los castigos para ciertos delitos, con independencia de la edad del delincuente. Poca madurez, desde luego, parecen demostrar quienes tienen criterios tan volubles.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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