Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 30/11/08):
Desde que estalló la fase terminal de la crisis financiera con la quiebra del banco Lehman Brothers, el 14 de septiembre, los líderes del mundo desarrollado miran hacia Asia con aprensión, en la creencia de que la salida del abismo o la depresión generalizada tendrán mucho que ver con la marcha de las economías de los dos gigantes, China e India, las dos naciones más populosas y máximos contribuyentes del crecimiento global en los últimos 20 años. Según el Banco Mundial, la reducción del 1% en la tasa productiva de los países en desarrollo sitúa a 20 millones de personas en la pobreza absoluta.
Pronto se evidenció que la recesión en Occidente golpeaba con dureza a “la fábrica del mundo”, donde en octubre se produjeron cierres y despidos masivos en las regiones más avanzadas, en la aglomeración de Guangdong (Cantón) o el hinterland de Shanghái. Las previsiones internacionales causaron alarma: el crecimiento del producto interior bruto (PIB), de casi el 12% en el 2007, podría bajar hasta el 7,5% en el 2009, un acusado retroceso de la actividad debido a la contracción de las exportaciones, el fin de los Juegos Olímpicos (JJOO) y el descenso de la inversión inmobiliaria.
Las repercusiones políticas no se hicieron esperar. Antes de la cumbre del G-20 en Washington, el Gobierno de Pekín aprobó un plan de reactivación económica por 586.000 millones de dólares (14% del PIB), una medida necesaria para estimular el consumo interno, sin miedo a las tensiones inflacionistas, pero interpretada como un indicio de que la situación es peor de lo previsto. La inversión social superará los dos billones de dólares en 2009. El Partido Comunista (PCCh) considera que el progreso y la promoción de “la armonía social”, consignas orquestadas por un nacionalismo estridente, como ya ocurrió con los JJOO, justifican el despotismo y la condena de la memoria de los ideales socialistas.
Las autoridades se inquietan ante los efectos de la crisis, pese a que, castigados históricamente por los conflictos civiles, los señores de la guerra y las convulsiones revolucionarias, los chinos han dado pruebas fehacientes de que prefieren la injusticia al desorden, la estabilidad a la incertidumbre, la tradición confuciana a las utopías importadas. Siguen trabajando y pensando que “enriquecerse es maravilloso”, según el aforismo atribuido a Deng Xiaoping, pero asisten desconcertados al deterioro aparatoso del tejido industrial. Y no están vacunados contra la revuelta.
LOS MILLONES de mingong (obreros campesinos) que retornan desde la costa a las zonas rurales, frustrados y convertidos en ciudadanos de segunda clase, son una reserva de mano de obra volante que refleja la fractura regional y augura una exacerbación de las tensiones sociales. En la China postsocialista, estos obreros ocasionales no tienen permiso de residencia y carecen de protección social y de educación para sus hijos.
En Washington, los realistas de la diplomacia en auge cuentan con la estabilidad de China para salir de la depresión y se apresuran a esconder o mitigar la inquietud por la situación de los derechos humanos o los temores de un estallido de cólera popular que ahora se considera improbable. El reciente informe de la ONU, en el que se acusa al gobierno de Pekín de persistir en el empleo de las detenciones ilegales y la tortura en las prisiones secretas, sólo ha producido un ataque de cólera de los portavoces oficiales y no es previsible que afecte al comercio.
Fareed Zakaria, una de las lumbreras del periodismo norteamericano, arguye en Newsweek que el nombramiento de embajador en Pekín será una decisión crucial de Obama, ya que China superó en septiembre a Japón como primer acreedor de EEUU, atesora el 10% de toda la deuda norteamericana y actúa como “el banquero de América”. Ambas potencias se necesitan recíprocamente para salir del atolladero. China cuenta con las exportaciones a EEUU para oxigenar su economía en la misma medida en que los norteamericanos manirrotos necesitan vender sus bonos a los ahorradores chinos. “En efecto –escribe Zakaria–, pedimos a China que financie simultáneamente las dos más abultadas expansiones fiscales de la historia, la suya y la nuestra”
DURANTE la campaña electoral, Obama se dejó retratar con el libro que estaba leyendo, según dijo, The Post-American World (El mundo posamericano), del citado Zakaria, de origen indio y ascendencia islámica, del que incluso llegó a rumorearse que sería secretario de Estado y que no está solo, sino muy bien acompañado, en la prédica de unas constructivas relaciones con China para superar sin grave quebranto la depresión. Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, insiste en que China y EEUU son interdependientes y complementarios. Otros rememoran la histórica visita de Nixon a Mao en 1972 cuando el presidente Hu Jintao viaja como banquero que presta dólares.
La sinofilia y los proyectos sobre la cuenca del Pacífico alcanzan su cima académica con el historiador Niall Ferguson al describir nada menos que el nacimiento de un nuevo imperio (el 25% de la humanidad) al que llama Chimerica, audaz acrónimo que rima con quimera, el monstruo imaginario transformado por “un matrimonio celebrado en el cielo”. Resulta evidente que no será una unión entre iguales, como sería deseable, hasta que los chinos conquisten la libertad y los norteamericanos recuperen la virtud del ahorro.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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