Por Josep Lluís Micó, profesor de Periodismo (Blanquerna-URL) y codirector del Laboratori de Comunicació Digital de Catalunya (LA VANGUARDIA, 30/11/08):
Cuando en el 2010 culmine en España la transición hacia la televisión digital terrestre (TDT), se habrá materializado una de las decepciones más agudas en el sector de la comunicación. La teoría dictaba que el nuevo soporte supondría una transformación tan profunda en el medio, que sus repercusiones (positivas) trascenderían el terreno audiovisual y se acabarían propagando por todas las industrias culturales. Así, los más optimistas sostenían hasta hace poco que, gracias al enorme volumen de audiencia a la que se dirige, la TDT sería el único medio en condiciones de consolidar la denominada sociedad de la información.
Y es que la nueva televisión había de suponer una evolución cualitativa de los servicios, los formatos, los contenidos e, incluso, los perfiles profesionales clásicos, lo cual propiciaría la integración, por primera vez en la historia, de algunas de las estrategias que se han desarrollado en internet en el último decenio. Por ejemplo, la TDT partía con una ventaja clara frente a la red para extender entre el gran público las aplicaciones interactivas, esto es, la participación de los espectadores, la información y el entretenimiento a la carta… Un porcentaje notable de la población aún no puede considerarse cibernauta por una sencilla razón: por su edad (avanzada), su formación (escasa), etcétera, no está digitalmente alfabetizado, es decir, no cuenta con los conocimientos básicos de informática. Sin embargo, en prácticamente todos los hogares hay uno o más televisores, y el uso del mando a distancia, la herramienta a través de la que llegaría la interactividad, resulta de lo más elemental.
Por eso, la TDT debía ser más que una innovación tecnológica aplicada al soporte convencional, más que un simple cambio de apellido en el medio: de analógico a digital. Muchos teóricos y profesionales abogaban (o, admitámoslo, abogábamos) por que su lenguaje se renovase hasta el punto de que hubiese que hablar de una nueva gramática, de modo que naciesen formatos específicos para contenidos que nunca antes se habrían presentado a un público tan numeroso.
No obstante, los meses han ido transcurriendo, ninguno de los pronósticos favorables se ha cumplido y las administraciones, los productores y los anunciantes se han dado cuenta de que, hoy por hoy, lo único importante es sobrevivir, o sea, ajustarse con la máxima dignidad posible al imperativo legal sobre el apagado analógico. Es cierto que la oferta ha aumentado, que la imagen es más limpia y el sonido, más fiel. Por lo tanto, hay que reconocer que, con la TDT, el picoteo audiovisual mejora en cantidad (la calidad, mucha o poca, es la misma que antes). Y que desaparecen las interferencias, al menos las tecnológicas, puesto que las políticas y las económicas son otro asunto… ¿Habría que conformarse con eso?
Los telespectadores no parecen tener más remedio. En cuanto a las empresas, la actualidad demuestra que la situación es complicada para todas las cadenas, aunque es evidente que las pequeñas aún lo tienen más difícil. Desde que arrancaron las emisiones digitales en el 2002, la mayoría de las experiencias en este campo han sido muy tímidas y se han plasmado sin demasiada convicción. Las emisoras más humildes deben competir por mantenerse en un panorama que provoca todo tipo de sensaciones, excepto confianza y tranquilidad. Las cadenas han constatado que las audiencias se están fragmentando aceleradamente. A escala internacional, cada vez más expertos aseguran que, para que una iniciativa funcione comercialmente, debe ser cercana a su público. Pero, en esencia, las programaciones no han cambiado lo más mínimo en España.
El fracaso de la primera propuesta estatal de TDT de pago, la de Quiero TV, obligó tanto a profesionales como a analistas a prestar mucha más atención a la promesa digital. Ambos colectivos se percataron de que si el sector se retrasaba en el despliegue del nuevo soporte, el problema se agravaría. Según la lógica empresarial, sin espacios atractivos no se capta público, y sin usuarios no vale la pena invertir ni un euro. Era entonces cuando tenían que entrar en juego los contenidos útiles y de calidad… Algunos los seguimos esperando.
Para cerrar este debate, y por chocante que suene la comparación, hay quien recuerda la amenaza que se cernía sobre miles de coches en el 2002, cuando se dejó de dispensar gasolina con plomo. La adaptación de los vehículos fue forzosa y, quizá, algo traumática, sin embargo, hoy casi nadie la recuerda. En el caso del combustible, las autoridades tomaron una determinación y la industria y los particulares se limitaron a acatarla. Si pasa lo mismo en la transición de la televisión analógica a la digital, cientos de empresarios y administraciones estarán (económicamente) satisfechos. Como siempre, saldrán perdiendo los televidentes, por lo que pudo haber sido y no fue.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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