Por José Andrés Rojo, escritor y periodista (EL PAÍS, 01/04/09):
El 4 de marzo de 1939 se produjo en Cartagena una revuelta contra el Gobierno de Negrín. El jefe de Estado Mayor de la Base Naval, que simpatizaba con el bando de Franco, detuvo al coronel Francisco Galán, que había sido nombrado hacía poco como jefe de la misma y que acababa de llegar para tomar el mando. El almirante Buiza, el responsable anterior que iba a ser relevado, amenazó entonces con bombardear el arsenal desde el mar si no se liberaba al coronel que iba a sustituirlo. El episodio es confuso y revela el caos que invadía entonces a la República, a punto ya de ser derrotada.
El día 5, el mismo en que el coronel Segismundo Casado desencadenó en Madrid el golpe de Estado contra Negrín, Franco ordenó un gigantesco despliegue de sus fuerzas navales para atacar Cartagena. Había aceptado auxiliar a quienes se rebelaban contra las órdenes de Negrín, y que habían pedido su ayuda, y dar de paso una exhibición de su poderío. La expedición, en la que participaron 20.000 hombres y cerca de 30 buques, no funcionó. Al ver que la falta de planificación podía condenarla al fracaso, se suspendió in extremis. Las órdenes de retirada no llegaron a tiempo al Castillo de Olite, que transportaba a soldados que habían sobrevivido a la batalla del Ebro y que fue hundido a cañonazos el 7 de marzo.
En Cartagena había terminado por imponerse la 226 Brigada republicana, de la 10 División, mandada por un comunista y desde allí la batería de La Pajarola disparó contra las fuerzas enemigas. Tremenda paradoja: la mayor tragedia naval de la Guerra Civil afectó a las fuerzas franquistas cuando ya no hacía ninguna falta que intervinieran. Murieron cerca de 1.500 hombres que transportaba el Castillo de Olite en una operación que no sirvió para nada.
Se trataba, en cualquier caso, de un gesto sintomático de la manera de proceder de Franco, que estaba a punto de imponerse definitivamente sobre su rival tras más de 30 largos meses de una cruenta guerra. A finales de febrero había dado a conocer la Ley de Responsabilidad Política, sobre la que sostendría en los años siguientes la brutal represión contra el enemigo derrotado ya. Ahí quedaba establecido el marco legal para proceder a exterminar no sólo a quienes habían peleado, sino también a cuantos hubieran “entorpecido el triunfo providencial e histórico del actual Movimiento Nacional”.
Y hace 70 años, en un día como hoy, se leyó el célebre bando que daba por concluida la Guerra Civil. La paz, sin embargo, no trajo la reconciliación entre los españoles. Permitió simplemente que los vencedores siguieran desde el poder con su política de exterminio, que se prolongó, por lo menos, hasta 1948, cuando se levantó por fin el estado de guerra.
El filósofo italiano Enzo Traverso reflexionaba hace poco en esta misma página sobre algunas cuestiones relacionadas con los debates que desencadena la recuperación de la memoria y afirmaba que “la historia no se reduce a una dicotomía entre víctimas y verdugos”. Se preguntaba entonces si podíamos estar seguros de “hacer justicia a los miles de muertos que yacen todavía en las fosas comunes considerándolos simples víctimas”, y observaba: “Muchos de ellos se consideraban más bien combatientes, y así fue como la memoria republicana conservó su recuerdo durante décadas”.
Los afanes de esos combatientes terminaron hace 70 años un día como hoy. Habían perdido los valores por los que lucharon. En un telegrama que Negrín dirigió el 6 de enero a Roosevelt, después de que el entonces presidente de Estados Unidos pronunciara unas palabras que podían abrigar alguna esperanza de que se cesara el embargo contra la República (y que recoge Ángel Viñas en su último libro), le explicaba cómo se había engañado al mundo sobre el significado de la guerra en España. Le habló de los ataques de las escuadrillas italiana y alemana y le transmitió que el resultado de la guerra iba a influir decisivamente en los derroteros de Europa en el porvenir. “La historia será inexorable con aquellos hombres de Estado que hayan cerrado sus ojos a la evidencia y con los que por indecisión hayan dejado poner en riesgo los principios de tolerancia, convivencia, libertad y sana moral que inspiran a la democracia”, le escribió.
El Ejército Popular quedó destrozado tras la campaña de Cataluña, cuando las tropas republicanas cruzaron hacia Francia durante los primeros días de febrero. La dimisión de Azaña, que se produjo después de que Francia y el Reino Unido reconocieran el Gobierno de Franco a finales de ese mes, complicó aún más las cosas. Aun así, Negrín regresó a la zona central con la ingrata tarea de evitar lo peor de un desastre que se adivinaba mayúsculo, y se propuso resistir mientras ganaba tiempo y articulaba alguna fórmula que permitiera salvar el mayor número de vidas. Fue entonces cuando Casado dio el golpe. Lo hizo movido por la idea de que, si acababa con los comunistas, Franco aceptaría un pacto entre militares y tendría así margen de maniobra para una rendición menos gravosa.
Para terminar el conflicto de la mejor manera posible, Negrín propuso en los días finales de Cataluña una paz con condiciones: que España mantuviera su independencia y que salieran las tropas extranjeras, que el pueblo español pudiera decidir su destino y que no hubiera represalias ni persecuciones. Franco no aceptó. Cuando Casado, a mediados de marzo, después de imponerse sobre los comunistas en la zona republicana, solicitó negociar la rendición, Franco sólo le permitió que enviara a tratar con los suyos a dos oficiales sin capacidad alguna de interlocución. No pretendía ceder un ápice: sólo pretendía transmitir las órdenes para que se realizara de la manera más eficaz la entrega de las tropas y el territorio republicano.
El golpe de Casado se produjo en un contexto muy concreto: había en la zona republicana un profundo cansancio de la guerra y eran muchos los que deseaban que la pesadilla terminara de una vez. El problema era conocer la verdadera naturaleza del enemigo. No fue la primera vez, aunque sí acaso la más dramática, en que dentro de la República hubo quienes pensaban que la guerra estaba perdida. Y que había que buscar la paz. Pero lo que muchos no supieron ver es que Franco no daría jamás ninguna garantía a los derrotados, que lo que pretendía era una victoria incondicional. Sin margen alguno para la reconciliación.
Por eso la obsesión por resistir y la obcecación en combatir, combatir y combatir. Con la única esperanza, como defendía Negrín, de que el conflicto se prolongara hasta el inicio de la guerra en Europa, de la que la de España había sido el mero prólogo. Porque, fuera el final que fuera, lo que se adivinaba era lo que terminó por ocurrir: la brutal represión, la búsqueda de la liquidación total del vencido, el exterminio.
En la extrema tensión en la que vivió la República sus últimos días, los comunistas se convirtieron en el chivo expiatorio. Eran la fuerza que mejor había canalizado el anhelo interclasista por frenar el avance de las tropas de Franco y terminaron por ser, para algunos, la amenaza inminente de otro proyecto totalitario. Pero lo que el golpe de Casado mostró fue la extrema debilidad de esas fuerzas que iban, teóricamente, a hacerse con el poder. Cayeron en un santiamén, y la República tuvo que beber al final el veneno de la división interna. Y Franco entró sin la menor resistencia en Madrid, la ciudad en la que en noviembre de 1936 cada uno de sus habitantes -niños, mujeres, ancianos- había sido un combatiente más.
Franco cerró todas las puertas a una posible evacuación de los millares de republicanos que se hacinaron en el puerto de Alicante con la esperanza de salvar la vida. Al final quedaron unos 2.000, y cuando las fuerzas italianas de Gambarra iban a detenerlos, muchos prefirieron el suicidio. Habían arriesgado su vida para defender “los principios de tolerancia, convivencia, libertad y sana moral que inspiran a la democracia”, como le dijo Negrín a Roosevelt en enero de 1939, y prefirieron perderla antes que entregarse al vencedor. “Si pereciéramos”, terminó Negrín aquella nota de hace más de 70 años, “habríamos al menos cumplido como colectividad nacional nuestra misión histórica y como individuos con el mandato de nuestra conciencia”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El 4 de marzo de 1939 se produjo en Cartagena una revuelta contra el Gobierno de Negrín. El jefe de Estado Mayor de la Base Naval, que simpatizaba con el bando de Franco, detuvo al coronel Francisco Galán, que había sido nombrado hacía poco como jefe de la misma y que acababa de llegar para tomar el mando. El almirante Buiza, el responsable anterior que iba a ser relevado, amenazó entonces con bombardear el arsenal desde el mar si no se liberaba al coronel que iba a sustituirlo. El episodio es confuso y revela el caos que invadía entonces a la República, a punto ya de ser derrotada.
El día 5, el mismo en que el coronel Segismundo Casado desencadenó en Madrid el golpe de Estado contra Negrín, Franco ordenó un gigantesco despliegue de sus fuerzas navales para atacar Cartagena. Había aceptado auxiliar a quienes se rebelaban contra las órdenes de Negrín, y que habían pedido su ayuda, y dar de paso una exhibición de su poderío. La expedición, en la que participaron 20.000 hombres y cerca de 30 buques, no funcionó. Al ver que la falta de planificación podía condenarla al fracaso, se suspendió in extremis. Las órdenes de retirada no llegaron a tiempo al Castillo de Olite, que transportaba a soldados que habían sobrevivido a la batalla del Ebro y que fue hundido a cañonazos el 7 de marzo.
En Cartagena había terminado por imponerse la 226 Brigada republicana, de la 10 División, mandada por un comunista y desde allí la batería de La Pajarola disparó contra las fuerzas enemigas. Tremenda paradoja: la mayor tragedia naval de la Guerra Civil afectó a las fuerzas franquistas cuando ya no hacía ninguna falta que intervinieran. Murieron cerca de 1.500 hombres que transportaba el Castillo de Olite en una operación que no sirvió para nada.
Se trataba, en cualquier caso, de un gesto sintomático de la manera de proceder de Franco, que estaba a punto de imponerse definitivamente sobre su rival tras más de 30 largos meses de una cruenta guerra. A finales de febrero había dado a conocer la Ley de Responsabilidad Política, sobre la que sostendría en los años siguientes la brutal represión contra el enemigo derrotado ya. Ahí quedaba establecido el marco legal para proceder a exterminar no sólo a quienes habían peleado, sino también a cuantos hubieran “entorpecido el triunfo providencial e histórico del actual Movimiento Nacional”.
Y hace 70 años, en un día como hoy, se leyó el célebre bando que daba por concluida la Guerra Civil. La paz, sin embargo, no trajo la reconciliación entre los españoles. Permitió simplemente que los vencedores siguieran desde el poder con su política de exterminio, que se prolongó, por lo menos, hasta 1948, cuando se levantó por fin el estado de guerra.
El filósofo italiano Enzo Traverso reflexionaba hace poco en esta misma página sobre algunas cuestiones relacionadas con los debates que desencadena la recuperación de la memoria y afirmaba que “la historia no se reduce a una dicotomía entre víctimas y verdugos”. Se preguntaba entonces si podíamos estar seguros de “hacer justicia a los miles de muertos que yacen todavía en las fosas comunes considerándolos simples víctimas”, y observaba: “Muchos de ellos se consideraban más bien combatientes, y así fue como la memoria republicana conservó su recuerdo durante décadas”.
Los afanes de esos combatientes terminaron hace 70 años un día como hoy. Habían perdido los valores por los que lucharon. En un telegrama que Negrín dirigió el 6 de enero a Roosevelt, después de que el entonces presidente de Estados Unidos pronunciara unas palabras que podían abrigar alguna esperanza de que se cesara el embargo contra la República (y que recoge Ángel Viñas en su último libro), le explicaba cómo se había engañado al mundo sobre el significado de la guerra en España. Le habló de los ataques de las escuadrillas italiana y alemana y le transmitió que el resultado de la guerra iba a influir decisivamente en los derroteros de Europa en el porvenir. “La historia será inexorable con aquellos hombres de Estado que hayan cerrado sus ojos a la evidencia y con los que por indecisión hayan dejado poner en riesgo los principios de tolerancia, convivencia, libertad y sana moral que inspiran a la democracia”, le escribió.
El Ejército Popular quedó destrozado tras la campaña de Cataluña, cuando las tropas republicanas cruzaron hacia Francia durante los primeros días de febrero. La dimisión de Azaña, que se produjo después de que Francia y el Reino Unido reconocieran el Gobierno de Franco a finales de ese mes, complicó aún más las cosas. Aun así, Negrín regresó a la zona central con la ingrata tarea de evitar lo peor de un desastre que se adivinaba mayúsculo, y se propuso resistir mientras ganaba tiempo y articulaba alguna fórmula que permitiera salvar el mayor número de vidas. Fue entonces cuando Casado dio el golpe. Lo hizo movido por la idea de que, si acababa con los comunistas, Franco aceptaría un pacto entre militares y tendría así margen de maniobra para una rendición menos gravosa.
Para terminar el conflicto de la mejor manera posible, Negrín propuso en los días finales de Cataluña una paz con condiciones: que España mantuviera su independencia y que salieran las tropas extranjeras, que el pueblo español pudiera decidir su destino y que no hubiera represalias ni persecuciones. Franco no aceptó. Cuando Casado, a mediados de marzo, después de imponerse sobre los comunistas en la zona republicana, solicitó negociar la rendición, Franco sólo le permitió que enviara a tratar con los suyos a dos oficiales sin capacidad alguna de interlocución. No pretendía ceder un ápice: sólo pretendía transmitir las órdenes para que se realizara de la manera más eficaz la entrega de las tropas y el territorio republicano.
El golpe de Casado se produjo en un contexto muy concreto: había en la zona republicana un profundo cansancio de la guerra y eran muchos los que deseaban que la pesadilla terminara de una vez. El problema era conocer la verdadera naturaleza del enemigo. No fue la primera vez, aunque sí acaso la más dramática, en que dentro de la República hubo quienes pensaban que la guerra estaba perdida. Y que había que buscar la paz. Pero lo que muchos no supieron ver es que Franco no daría jamás ninguna garantía a los derrotados, que lo que pretendía era una victoria incondicional. Sin margen alguno para la reconciliación.
Por eso la obsesión por resistir y la obcecación en combatir, combatir y combatir. Con la única esperanza, como defendía Negrín, de que el conflicto se prolongara hasta el inicio de la guerra en Europa, de la que la de España había sido el mero prólogo. Porque, fuera el final que fuera, lo que se adivinaba era lo que terminó por ocurrir: la brutal represión, la búsqueda de la liquidación total del vencido, el exterminio.
En la extrema tensión en la que vivió la República sus últimos días, los comunistas se convirtieron en el chivo expiatorio. Eran la fuerza que mejor había canalizado el anhelo interclasista por frenar el avance de las tropas de Franco y terminaron por ser, para algunos, la amenaza inminente de otro proyecto totalitario. Pero lo que el golpe de Casado mostró fue la extrema debilidad de esas fuerzas que iban, teóricamente, a hacerse con el poder. Cayeron en un santiamén, y la República tuvo que beber al final el veneno de la división interna. Y Franco entró sin la menor resistencia en Madrid, la ciudad en la que en noviembre de 1936 cada uno de sus habitantes -niños, mujeres, ancianos- había sido un combatiente más.
Franco cerró todas las puertas a una posible evacuación de los millares de republicanos que se hacinaron en el puerto de Alicante con la esperanza de salvar la vida. Al final quedaron unos 2.000, y cuando las fuerzas italianas de Gambarra iban a detenerlos, muchos prefirieron el suicidio. Habían arriesgado su vida para defender “los principios de tolerancia, convivencia, libertad y sana moral que inspiran a la democracia”, como le dijo Negrín a Roosevelt en enero de 1939, y prefirieron perderla antes que entregarse al vencedor. “Si pereciéramos”, terminó Negrín aquella nota de hace más de 70 años, “habríamos al menos cumplido como colectividad nacional nuestra misión histórica y como individuos con el mandato de nuestra conciencia”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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