Por Bernard-Henri Lévy, filósofo francés y autor del libro American Vertigo, Ed. Ariel (EL MUNDO, 20/09/08):
En principio, dentro de apenas cincuenta días será usted el hombre más poderoso del mundo. Y digo «en principio», porque el primer reto al que tendrá que hacer frente será, precisamente, el del declive del poder de su país. ¡Hace tanto tiempo que se nos viene profetizando! Pero esta vez, ha llegado. El auge de Asia, el despertar de la India y, sobre todo, de China han terminado por crear una nueva situación planetaria. ¿Cuál va a ser su respuesta? ¿Cuál va a ser la reacción de la nueva América ante este nuevo orden mundial?
Nadie será capaz de reconquistar el terreno perdido por las fábricas de Ohio y de Michigan. Pero, en cambio, una América ambiciosa puede hacer tres cosas que, en el mundo de mañana, serán al menos tan decisivas como lo fueron antaño las fábricas. En primer lugar, conseguir que las patentes con las que trabajarán los nuevos capitalistas de Asia sigan luciendo el made in USA. En segundo lugar, conseguir que se siga pensando, tanto en Asia como en otras partes del mundo, que Yale o Princeton son los mejores centros de formación para los líderes y managers de todo el mundo.
Y en tercer y último lugar, hacer que los beneficios acumulados sigan encontrando en los bancos americanos los productos financieros más sofisticados y más seguros. Mientras América siga controlando estos tres sectores, conservará las claves del auténtico poder. Mientras el planeta se remita a ella en materia de innovación científica, de preparación de sus élites y de colocación de sus activos, lo esencial continuará a salvo.
Asi pues, ésa es su tarea. Y su prioridad más absoluta. O Estados Unidos, bajo su dirección, se lanza a una auténtica política de investigación, ayuda realmente a sus universidades a conservar su primacía y refuerza en profundidad su descalabrado sistema financiero o no hace nada, deja actuar a la mano invisible del mercado y tarda, en activar, por ejemplo, la reforma intelectual, moral y técnica que su sistema bancario necesita. Y en este caso cederá su puesto a otros. Dicho en una palabra, señor presidente es por lo inmaterial, en el sentido amplio del término, por donde tendrá que comenzar.
El segundo reto al que tendrá que hacer frente se sitúa en el ámbito internacional y es el de las ambiciones de Rusia, tal y como acaban de mostrarse abiertamente con motivo de la crisis de Georgia. Tampoco en este reto su antecesor estuvo a la altura de las circunstancias. No entendió la advertencia, por otra parte muy clara, que le había lanzado Vladimir Putin cuando, dirigiéndose, en el mes de abril de 2005, a la asamblea federal de Rusia, declaraba que el hundimiento del imperio soviético era «la mayor catástrofe del siglo XX». ¿Realmente, la mayor? ¿Mayor, pues, que las dos guerras mundiales? ¿Mayor que Auschwitz? ¿Qué Hiroshima? ¿Qué los genocidios de Camboya, de Ruanda y de Darfur? Sí. Así es. Eso es lo que dijo. Y, una vez elegido, a usted le corresponderá evaluar las consecuencias de lo dicho por Putin.
Porque un hombre que dice eso no puede seguir donde está. Un hombre que piensa, en su alma y en su conciencia, que la emancipación de las antiguas colonias rusas es un cataclismo mayor que Auschwitz no puede, si es consecuente, dejar de hacer todo, realmente todo, para reparar los desperfectos del citado cataclismo. En Georgia, por lo tanto. Pero también en Moldavia. En Ucrania. Y, algún día, en los países bálticos.
Sin hablar de Kazajistán o de Azerbaiyán, de los que depende el aprovisionamiento energético de Europa y que, viendo la molicie con la que reaccionamos ante el golpe de Tiflis, elegirán su bando por sí solos e irán a colocarse por sí mismos, y antes de que los obliguen, bajo la protección de los mafiosos postsoviéticos. Dicho de otra forma, una nueva Guerra Fría. Un nuevo rostro de un socio al que habrá que aprender a tratar también como adversario. Y, por lo tanto, nuevos códigos, nuevos signos, así como un nuevo lenguaje de la presión y de la sanción.
Por ejemplo, el presidente saliente todavía creía que con vagas gesticulaciones militares en las costas de Sotchi se asusta a los oligarcas del Kremlin. El nuevo presidente tendrá que asumir que, en el mundo que se diseña, el único lenguaje que entiende este tipo de gente es el de la intimidación comercial, el del chantaje económico o el de la presión por medio de los mecanismos del mercado.
Además del caso de Rusia, otro de los objetivos principales de su mandato será la batalla por la promoción, en el mundo, de los valores y de las prácticas democráticas. No porque su predecesor haya dejado de dar la batalla en este ámbito, sino porque la ha dado mal. Se adueñó de ese gran y bello tema que es el tema de la excepcionalidad de una nación que recibió el mandato de ayudar a los pueblos a deshacerse de sus tiranos, pero para ofrecerles, sobre todo en Irak, una versión caricaturesca e inepta de la misma.
De ahí que la tarea que le espera sea la de retomar este tema, colocarlo de nuevo en pie y volver a dotarlo de todo su sentido y de todo su valor. Corrigiendo los errores de Bush, su responsabilidad tendrá que consistir sobre todo en no dejarse tentar por emprender el otro camino, la otra vía simétrica, que es la del aislacionismo, porque ha sido, a menudo, la línea que condujo a los momentos de mayor debilidad de la política americana.
¿Qué hacer, entonces? ¿Cuál es la diferencia entre la aproximación neocón al excepcionalismo y la vuestra? Es algo, a fin de cuentas, bastante simple. El neocón creía que la democracia se impone por decreto. Usted explicará que se construye. El creía que basta con decir «hágase la luz democrática» para que la luz, en efecto, se hiciese. Usted sostendrá, en cambio, que la democracia es un asunto de tiempo, de voluntad y de paciencia.
En el fondo, el neocón no había roto con ese prejuicio mesiánico que los pioneros del movimiento habían heredado de su pasado de extrema izquierda (según el cual se supone que la Historia da a luz sola, sin esfuerzo ni intervención de los hombres, antaño a la sociedad sin clases y, hoy, a la democracia). Usted, en cambio, tiene que conservar el objetivo pero planteándose la cuestión de los medios concretos, es decir, de los medios políticos, abierta y claramente políticos, para plasmarlo (su futuro secretario de Estado tendrá que contactar, en Francia, con un tal Bernard Kouchner, que es uno de los mejores expertos mundiales de esa nation building democrática y le aconsejo que entre en contacto con él lo más rápidamente posible).
Abordemos la cuestión por el otro lado. ¿Cuál fue, a fin de cuentas, la fuente de la desilusión de los neocons? Precisamente, la política. El descrédito en el que, durante su reino, se sumió la propia política. El hecho, para ser preciso, de que una persona que no cree at home no puede creer tampoco abroad. O, para precisar todavía más, el hecho de que a fuerza de respetar que el Estado no tiene nada que objetar, ni siquiera en el propio territorio de Estados Unidos, a las desigualdades sociales, a la pobreza extrema o a los problemas de sanidad pública, se concluye lógicamente que tampoco hay nada que decir sobre la forma en la que, en Irak, se crea un ejército, una administración o las escuelas.
Supongamos, pues, por un momento, que usted hace caso de mi recomendación. Y supongamos también que se toma en serio este encadenamiento causal que acabo de describir. Entonces, tendría que hacer usted el mismo camino, pero a la inversa. Tendría que sacar las mismas conclusiones, pero en el otro sentido. En vez de pensar «dado que no quiero saber nada de política sanitaria en los barrios desheredados de Búfalo o de Los Angeles, mando un cuerpo expedicionario a Bagdad sin tener la menor idea de lo que, al día siguiente, tengo que hacer para instalarlo allí», usted dirá «dado que no quiero emplear más tropas en cualquier rincón del mundo sin disponer de una imagen clara de la nación que es necesario construir allí, comienzo a entender que mi papel también consiste en proteger a los más desfavorecidos en Búfalo o en reparar los diques para hacer frente al próximo huracán en Nueva Orleans».
Haciendo esto, romperá usted con la dinámica del desprestigio del Gobierno que comenzó mucho antes de la etapa del presidente Bush. Desde un wilsonismo rectificado se deslizará usted, casi sin darse cuenta pero claramente, hacia un rooseveltismo renovado. Demócrata o republicano, será usted un presidente político que volverá a conectar -es otro consejo- con los Padres fundadores, que, sin renunciar evidentemente al sacrosanto principio de la libertad individual, se plantearon que el papel de los gobernantes también consiste en asistir, socorrer y proteger a sus gobernados.
Por último, tendrá que tomar postura frente a un mundo musulmán convertido, desde el 11 de septiembre, en el ámbito de todos los interrogantes. Dejo de lado el carácter a menudo liberticida -Guantánamo, la tortura o algunas cláusulas del Patriot Act a abolir desde el momento mismo de su toma de posesión- de la «guerra contra el terror». Dejo también de lado el colosal error estratégico -a corregir también desde el primer momento- que consistió en aliarse con un Pakistán que juega a ser uno de los mejores alumnos de la clase antiterrorista en el momento mismo en que proporciona a los asesinos sus santuarios más sólidos.
Sobre el fondo de esta cuestión hay dos actitudes posibles. Sólo dos. Por un lado está la actitud negativa, guerrera, más o menos inspirada por los malos profetas del choque de civilizaciones entre Occidente en su conjunto y el universo del Islam, tomado también él en bloque. Una actitud que sólo conduce a un callejón sin salida y al desastre. Pero hay otra actitud, que partiría del principio de que el único auténtico choque, el único enfrentamiento serio y que realmente cuenta es el que divide al Islam en su propio seno y enfrenta, en su interior, a los partidarios del fanatismo y a los apóstoles de la Ilustración. Nadie lo intentó realmente hasta ahora. ¿Por qué no lo hace usted? Nadie duda, en efecto, de que a los fanáticos hay que combatirlos y hacerlo sin excusas ni circunstancias atenuantes. Pero también hay que hablar con los ilustrados. Hay que decirles y demostrarles que están menos solos de lo que creen y de lo que temen. Hay que ayudarles, financiarles, darles el coraje para resistir y para luchar. Hay que felicitarles. Eso fue lo que hicimos, en los años 70 y 80, con los disidentes soviéticos. ¿Por qué no íbamos a hacer lo mismo ahora con esas mujeres, con esos espíritus libres, con esos intelectuales perseguidos, que son al Islam totalitario lo que los disidentes eran al fascismo rojo? ¿Por qué no mantener con estos nuevos héroes de la democracia el mismo tipo de solidaridad y de esperanza que se organizó, antaño, en torno a los amigos de Soltjenitsin y de Sajarov?
El antiamericanismo, señor futuro presidente, se ha convertido en una nueva religión planetaria. Y desgraciadamente, con una religión no se acaba ni en cuatro ni en ocho años. Pero si usted hace eso, si toma la decisión de mantener el lenguaje de la verdad y del coraje en estos puntos sensibles, le proporcionaría a su país un rostro que dejaría de ser el que tiene hoy. En esto consiste también el excepcionalismo. También es esto lo que el mundo espera de la «shining house upon the hill».
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