Por Gabriel Jackson, historiador estadounidense. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 21/09/08):
En 1991, cuando el imperio soviético hizo implosión, la gran mayoría de los sociólogos y comentaristas políticos pensó que el capitalismo democrático había triunfado definitivamente sobre el comunismo soviético. El sistema económico-político representado por Estados Unidos, Europa occidental, las antiguas colonias británicas, Japón y los países de “la orilla del Pacífico” había producido claramente una vida mejor para sus ciudadanos que el comunismo soviético y las diversas dictaduras asiáticas, africanas y latinoamericanas que habían imitado muchas de las características organizativas e ideológicas del mundo soviético.
Dieciocho años más tarde, el mundo sufre una incertidumbre político-económica como no se había visto desde la Gran Depresión de los años treinta. Como consecuencia del crecimiento demográfico y el desarrollo económico, el mundo se enfrenta a una competencia sin precedentes por los limitados recursos naturales del planeta Tierra. Asimismo, hay múltiples incertidumbres nuevas, derivadas del cambio climático y de las perspectivas de que la manipulación genética y la nanotecnología puedan alterar drásticamente las condiciones de la vida humana. Y además de todo eso, no había tantas hostilidades inflamatorias de tipo religioso y nacionalista en todo el mundo, en forma de atentados suicidas casi diarios y guerras innecesarias (por decisiones incompetentes), desde las guerras de religión del siglo XVII. En estas circunstancias, en vez de elaborar una jeremiada sobre las perspectivas actuales de los seres humanos, me gustaría recordar a los lectores algunos objetivos positivos que merece la pena defender.
Mencionaré en primer lugar los principales problemas específicos que han destruido el optimismo general que el final de la guerra fría inspiró en el mundo democrático. El más grave de todos, en mi opinión, que no haya habido desarme nuclear. Desde los años cincuenta, la humanidad tiene la capacidad de destruirse a sí misma en unas cuantas horas de guerra nuclear. La posibilidad de impedir la proliferación más allá de las potencias nucleares originales (Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido) siempre ha dependido de que dichas potencias estuvieran dispuestas a renunciar a sus armas nucleares a cambio de una política de “no a las armas nucleares” acordada por todos los Gobiernos para todo el mundo. La falta de esa voluntad por parte de las potencias nucleares originales ha hecho inevitable una carrera para adquirir armamento nuclear en la que compiten, al menos, una docena de países.
Un segundo problema grave ha sido el increíble aumento del nacionalismo étnico y religioso en la península de los Balcanes, la desintegración de Yugoslavia en los años noventa y la reconstrucción de las “esferas de influencia”rusa y occidental en el este y el sureste de Europa. El tercero, todavía más complicado, es el del conflicto palestino-israelí, en el que varias etnias y dos teologías dogmáticas se disputan un territorio muy pequeño pero estratégicamente situado y que además deriva de varios miles de años de guerras y migraciones, la influencia del Antiguo y el Nuevo Testamento, el Corán, las Cruzadas, los imperios británico, francés y turco en la época moderna y la importancia crucial del petróleo desde principios del siglo XX.
Las diferencias religiosas, étnicas, nacionalistas y culturales entre poblaciones que residen en un mismo territorio, o reivindican derechos políticos sobre él, son un problema de ámbito mundial, no sólo de los Balcanes y Oriente Próximo. El sistema de castas en la India; las reivindicaciones rivales de las minorías en China, Vietnam e Indonesia; los frecuentes conflictos -y a veces auténticas matanzas- entre tribus que hablan cientos de lenguas diferentes en África y Latinoamérica; todas estas situaciones son prueba de lo extremadamente difícil que es aspirar a crear “un solo mundo” con la raza humana actual. La tarea educativa más importante que tienen todos los países, sin excepción, es enseñar a sus ciudadanos que, primero, son seres humanos, y que la religión y la nacionalidad que sean vienen después.
Tras nombrar cuáles me parecen los problemas más acuciantes que tiene la humanidad, voy a tratar de indicar asimismo las acciones que, en mi opinión, tienen más probabilidades de abrir oportunidades, aliviar tensiones y hacer posible un mundo pacífico; porque supongo, espero que con razón, que la paz es lo que verdaderamente desea la inmensa mayoría de los seres humanos. Creo que la experiencia de los tres últimos siglos (desde los comienzos de las revoluciones científica e industrial) ha demostrado que la economía de mercado es el modelo de actividad económica más productivo. La experiencia ha demostrado también, en una serie de crisis como la que estamos experimentando en estos momentos, que la economía de mercado no “se corrige a sí misma” de forma automática. Su buen funcionamiento depende de la “confianza” por parte de los inversores y los consumidores. A su vez, la confianza depende de la honradez, y, en un mercado descontrolado, existen demasiadas oportunidades de engaño en nombre de la “libre empresa”, la “iniciativa personal”, la “innovación”, etcétera. Me parece que, para que el mercado libre sea la principal base de la actividad económica, son necesarias dos modificaciones, perfectamente factibles: 1) controles legales, no sólo para protección de los trabajadores y los consumidores, sino para protección de los empresarios honrados frente a rivales sin escrúpulos; y 2) un contrato social que garantice la educación básica, la asistencia sanitaria y un mínimo de seguridad para los ancianos. Estas modificaciones están en vigor desde hace un siglo en Escandinavia y desde hace más o menos años en otros países, en función de los niveles de democracia política y los sentimientos de solidaridad entre sus habitantes.
Como los mercados, en una u otra forma, son característicos prácticamente de todas las sociedades, desde las más simples y locales hasta las más amplias y avanzadas, son un elemento que tiende a crear relaciones amistosas entre las personas. Uno de los aspectos más gratificantes de la historia humana es hasta qué punto, ya fuera en sociedades compartimentadas por la religión como el Imperio Otomano, en sociedades con grandes distinciones de clase como la japonesa y la india, o en los lugares fronterizos entre los pioneros de origen europeo y los indios nativos en la Norteamérica colonial, el comercio ayudó más que ninguna otra actividad a unir, para beneficio mutuo, a adultos cuyas comunidades se daban la espalda en cuestiones de religión, lengua, familia y cultura. Por consiguiente, unos mercados regulados de manera razonable no sólo son el mejor medio para desarrollar la producción económica, sino que proporcionan oportunidades de contacto pacífico, mutuamente beneficioso, entre personas de creencias religiosas y costumbres sociales muy distintas.
Por último, la más delicada y más importante de las instituciones que la sociedad occidental puede ofrecer a otras culturas son las libertades civiles: la libertad de expresión y de prensa, el derecho de propiedad, el derecho a circular libremente y a casarse por decisión personal, el derecho al voto y, el más fundamental de todos, el recurso de hábeas corpus: que no puede retenerse a una persona en prisión indefinidamente, que tiene derecho a que se la juzgue por cargos concretos, en un tribunal y con una defensa profesional, o debe quedar en libertad. Algunos Gobiernos habitualmente democráticos han violado de forma escandalosa muchos de estos derechos civiles en la mal llamada “guerra contra el terror”. Pero no debemos permitir que la reacción tras la destrucción de las Torres Gemelas el de 11 de septiembre de 2001, comprensible desde un punto de vista emocional, destruya las mejores tradiciones legales del mundo occidental.
Para concluir, lo que defiendo, precisamente en este momento de complejos problemas mundiales, es que, siempre que pensemos en emprender acciones políticas, económicas y tecnológicas, nos aseguremos que van a favorecer una economía de mercado regulada y la extensión a todo el mundo de las libertades civiles, que son el mejor regalo posible de Occidente a la sociedad humana en general.
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