Por Pere Puigdomènech, profesor de Investigación del CSIC (EL PAÍS, 03/09/08):
Las grandes creencias suelen tener entre sus ritos plegarias compuestas de enumeraciones de carácter repetitivo. Lo vemos en la recitación reiterada de partes del Corán, en los salmos del judaísmo y en las religiones orientales. En la liturgia católica las letanías de la Virgen se componen de una lista invariable de advocaciones de la Madre de Dios a las que hay que responder de forma apropiada. Son oraciones, formas de aprendizaje, expresiones artísticas, y también una forma de demostrar la propia aquiescencia a una creencia y a sus prácticas. En multitud de decisiones sociales parece a menudo que es más fácil referirse a una lista inamovible de juicios o referencias que tratar de analizar incertidumbres o escenarios que requieren reflexión y análisis.
El concepto de letanía, referido a las cuestiones de índole ecológica, fue acuñado por Bjorn Lomborg en su polémico libro El ambientalista escéptico. En él trata de desmontar lo que considera un conjunto de aserciones no demostradas de los efectos de la actividad humana sobre el planeta. El autor se aplica a ello de una forma tan sistemática que al final acaba produciendo lo más parecido a una letanía de signo contrario. Para un ciudadano de escepticismo practicante, el problema reside en que al tratar de analizar cuestiones complejas de la forma lo más objetiva posible se acaba enfrentando a una u otra letanía.
De forma invariable podemos observar que ante cualquier decisión, especialmente las que tienen que ver con actuaciones sobre el territorio, se manifiesta algún tipo de oposición social que encuentra un eco inmediato en determinados grupos organizados. Se trata de decir no a los trasvases, a la energía nuclear, a las plantas transgénicas, a las conexiones de alto voltaje y un largo etcétera, al que se pueden añadir novedades como el no a los biocombustibles. Toda la lista se suele aceptar en su conjunto sin discusión alguna. Esta oposición puede aparecer como una reacción de intereses personales o locales afectados, pero también por la inquietud relativa a la destrucción de los sistemas ecológicos o por el cambio climático. Sin embargo, a menudo, estas posiciones se basan en ideologías basadas en el convencimiento de que estamos llevando nuestra sociedad del bienestar demasiado lejos. Ello ha ocurrido invariablemente en el decurso de la historia, como nos demostraba hace 2.000 años la historia de Sodoma y Gomorra, destruidas por una lluvia de fuego a causa de su vida disipada.
Este tipo de ideologías no son compartidas por muchas personas que acaban rechazando de plano la letanía que defienden. En este rechazo se encuentran posiciones muy distintas, pero, en muchos casos, de corte liberal. Por ejemplo, a muchos economistas les cuesta introducir en sus análisis factores como el cambio climático o el fin de las reservas de petróleo que los resultados científicos establecen claramente. Se oye a menudo la afirmación de “ya se encontrará algo” con la idea de que la presión del mercado ayudará a encontrar alguna solución tecnológica a los problemas por más complicados que sean. Lo cual es a menudo posible pero es difícil calcular a qué coste, como demuestra el informe Stern, sobre todo si se tarda en encontrar la respuesta, si es que la hay. También hay oposición a la letanía ecológica por parte de entornos técnicos en los cuales hay una resistencia a aceptar que el progreso tecnológico haya acabado produciendo problemas globales. Por ello, se da lugar a una contraletanía en la cual a cada afirmación de unos se contrapone una afirmación en sentido diametralmente opuesto al de los otros.
Todo esto ocurre en un momento en el que el entorno en el que nos encontramos es de una gran complejidad. Los problemas a los que nos enfrentamos de sobrepoblación, cambio climático y sus relaciones con el uso del agua, de los combustibles fósiles o la producción de alimentos son complejos en sí mismos y en sus interrelaciones. Y a ello se añade la complejidad de problemas que por su misma naturaleza se plantean a escala planetaria. Por tanto, los intereses que se contraponen son muy diversos y tienen una base científica, económica, política y cultural que necesitan contrastarse sobre datos complejos y a veces incompletos de tendencias globales. Parece, por tanto, que la complejidad debería alejarnos de las simplicidades de soluciones universales y tajantes, pero, paradójicamente, no es el caso.
Enfrentados a una realidad a veces con urgencias, los que deciden deben afrontar problemas que se presentan en entornos sociales y políticos que no suelen ser fáciles. Ante cualquier proyecto se alzan oposiciones tipo que suelen avanzar sus propuestas en forma de conceptos lo más sencillos posible. Lo peor sucede cuando quienes han de decidir llegaron a su posición defendiendo este tipo de posturas simplificadas. Ya se ha visto recientemente de qué forma se han tenido que tomar decisiones ante la necesidad acuciante de agua en Barcelona y cómo se ha tenido que gestionar la posible solución de emergencia proponiendo un trasvase que es parte del anatema para la letanía vigente. El agua, como la energía, como la agricultura, como los transportes o cualquier otra cuestión a este nivel necesitan de reflexión y análisis de la complejidad a menudo en un entorno de incertidumbres.
Quizá por esto mismo es por lo que se da la paradoja de que sólo parecen valer las soluciones sencillas. A la búsqueda del eslogan y del titular, la comunicación de los problemas por muy complejos que sean parece que sólo pueda hacerse en términos lo más esquemáticos posible. Y esto se acaba demostrando un error, ya sea de la parte de los profesionales de los medios, como de los responsables políticos. A menudo, la respuesta de los ciudadanos es mucho más positiva cuando se reconoce la complejidad, se demuestra que se estudian las opciones y se dan las razones por las cuales se escogen unas y no otras. Tenemos ejemplos recientes en la prensa española de excelentes reportajes explicando las opciones en la gestión del agua, la energía o la alimentación. No es seguro que los eslóganes sensacionalistas atraigan más lectores que artículos razonados. Y, al menos, una visión optimista del mundo nos debería permitir pensar que los electores acaban valorando también a políticos que reconocen la complejidad y toman sus decisiones con transparencia.
En cualquier caso, parece razonable pensar que, cuando se deben tomar decisiones sobre temas complejos, los responsables que deben tomarlas y los ciudadanos deberíamos tratar de abandonar cualquier tipo de letanía, lo cual no quiere decir abandonar una ideología. En los temas complejos a los que nos enfrentamos no puede haber recetas únicas y universales, sino que en cada momento y en cada sociedad se tiene que tratar de encontrar la solución mejor adaptada. En este contexto, la contribución del análisis científico, junto a otras consideraciones, debería ser siempre esencial. La ciencia es, por definición, la actividad que renuncia a dogmas y letanías. Ello debería permitir que se admitiera, por ejemplo, que alguien pueda estar convencido de que existe un cambio climático que puede tener consecuencias negativas para todos y, al mismo tiempo, piense que la energía nuclear o las plantas transgénicas pueden ser una solución, al menos parcial, a los problemas de energía o alimentación. O debería admitir que en algunos casos los biocombustibles pueden ser útiles como alternativa al barbecho o que hay que hacer algún trasvase. Las letanías pueden ser una manera de terminar el rosario pero no son la forma de discutir posiciones que son complejas y acuciantes. La última de las letanías marianas es una advocación de María como Reina de la Paz. Tal como están las cosas, le pediremos que siga rogando por nosotros.
Las grandes creencias suelen tener entre sus ritos plegarias compuestas de enumeraciones de carácter repetitivo. Lo vemos en la recitación reiterada de partes del Corán, en los salmos del judaísmo y en las religiones orientales. En la liturgia católica las letanías de la Virgen se componen de una lista invariable de advocaciones de la Madre de Dios a las que hay que responder de forma apropiada. Son oraciones, formas de aprendizaje, expresiones artísticas, y también una forma de demostrar la propia aquiescencia a una creencia y a sus prácticas. En multitud de decisiones sociales parece a menudo que es más fácil referirse a una lista inamovible de juicios o referencias que tratar de analizar incertidumbres o escenarios que requieren reflexión y análisis.
El concepto de letanía, referido a las cuestiones de índole ecológica, fue acuñado por Bjorn Lomborg en su polémico libro El ambientalista escéptico. En él trata de desmontar lo que considera un conjunto de aserciones no demostradas de los efectos de la actividad humana sobre el planeta. El autor se aplica a ello de una forma tan sistemática que al final acaba produciendo lo más parecido a una letanía de signo contrario. Para un ciudadano de escepticismo practicante, el problema reside en que al tratar de analizar cuestiones complejas de la forma lo más objetiva posible se acaba enfrentando a una u otra letanía.
De forma invariable podemos observar que ante cualquier decisión, especialmente las que tienen que ver con actuaciones sobre el territorio, se manifiesta algún tipo de oposición social que encuentra un eco inmediato en determinados grupos organizados. Se trata de decir no a los trasvases, a la energía nuclear, a las plantas transgénicas, a las conexiones de alto voltaje y un largo etcétera, al que se pueden añadir novedades como el no a los biocombustibles. Toda la lista se suele aceptar en su conjunto sin discusión alguna. Esta oposición puede aparecer como una reacción de intereses personales o locales afectados, pero también por la inquietud relativa a la destrucción de los sistemas ecológicos o por el cambio climático. Sin embargo, a menudo, estas posiciones se basan en ideologías basadas en el convencimiento de que estamos llevando nuestra sociedad del bienestar demasiado lejos. Ello ha ocurrido invariablemente en el decurso de la historia, como nos demostraba hace 2.000 años la historia de Sodoma y Gomorra, destruidas por una lluvia de fuego a causa de su vida disipada.
Este tipo de ideologías no son compartidas por muchas personas que acaban rechazando de plano la letanía que defienden. En este rechazo se encuentran posiciones muy distintas, pero, en muchos casos, de corte liberal. Por ejemplo, a muchos economistas les cuesta introducir en sus análisis factores como el cambio climático o el fin de las reservas de petróleo que los resultados científicos establecen claramente. Se oye a menudo la afirmación de “ya se encontrará algo” con la idea de que la presión del mercado ayudará a encontrar alguna solución tecnológica a los problemas por más complicados que sean. Lo cual es a menudo posible pero es difícil calcular a qué coste, como demuestra el informe Stern, sobre todo si se tarda en encontrar la respuesta, si es que la hay. También hay oposición a la letanía ecológica por parte de entornos técnicos en los cuales hay una resistencia a aceptar que el progreso tecnológico haya acabado produciendo problemas globales. Por ello, se da lugar a una contraletanía en la cual a cada afirmación de unos se contrapone una afirmación en sentido diametralmente opuesto al de los otros.
Todo esto ocurre en un momento en el que el entorno en el que nos encontramos es de una gran complejidad. Los problemas a los que nos enfrentamos de sobrepoblación, cambio climático y sus relaciones con el uso del agua, de los combustibles fósiles o la producción de alimentos son complejos en sí mismos y en sus interrelaciones. Y a ello se añade la complejidad de problemas que por su misma naturaleza se plantean a escala planetaria. Por tanto, los intereses que se contraponen son muy diversos y tienen una base científica, económica, política y cultural que necesitan contrastarse sobre datos complejos y a veces incompletos de tendencias globales. Parece, por tanto, que la complejidad debería alejarnos de las simplicidades de soluciones universales y tajantes, pero, paradójicamente, no es el caso.
Enfrentados a una realidad a veces con urgencias, los que deciden deben afrontar problemas que se presentan en entornos sociales y políticos que no suelen ser fáciles. Ante cualquier proyecto se alzan oposiciones tipo que suelen avanzar sus propuestas en forma de conceptos lo más sencillos posible. Lo peor sucede cuando quienes han de decidir llegaron a su posición defendiendo este tipo de posturas simplificadas. Ya se ha visto recientemente de qué forma se han tenido que tomar decisiones ante la necesidad acuciante de agua en Barcelona y cómo se ha tenido que gestionar la posible solución de emergencia proponiendo un trasvase que es parte del anatema para la letanía vigente. El agua, como la energía, como la agricultura, como los transportes o cualquier otra cuestión a este nivel necesitan de reflexión y análisis de la complejidad a menudo en un entorno de incertidumbres.
Quizá por esto mismo es por lo que se da la paradoja de que sólo parecen valer las soluciones sencillas. A la búsqueda del eslogan y del titular, la comunicación de los problemas por muy complejos que sean parece que sólo pueda hacerse en términos lo más esquemáticos posible. Y esto se acaba demostrando un error, ya sea de la parte de los profesionales de los medios, como de los responsables políticos. A menudo, la respuesta de los ciudadanos es mucho más positiva cuando se reconoce la complejidad, se demuestra que se estudian las opciones y se dan las razones por las cuales se escogen unas y no otras. Tenemos ejemplos recientes en la prensa española de excelentes reportajes explicando las opciones en la gestión del agua, la energía o la alimentación. No es seguro que los eslóganes sensacionalistas atraigan más lectores que artículos razonados. Y, al menos, una visión optimista del mundo nos debería permitir pensar que los electores acaban valorando también a políticos que reconocen la complejidad y toman sus decisiones con transparencia.
En cualquier caso, parece razonable pensar que, cuando se deben tomar decisiones sobre temas complejos, los responsables que deben tomarlas y los ciudadanos deberíamos tratar de abandonar cualquier tipo de letanía, lo cual no quiere decir abandonar una ideología. En los temas complejos a los que nos enfrentamos no puede haber recetas únicas y universales, sino que en cada momento y en cada sociedad se tiene que tratar de encontrar la solución mejor adaptada. En este contexto, la contribución del análisis científico, junto a otras consideraciones, debería ser siempre esencial. La ciencia es, por definición, la actividad que renuncia a dogmas y letanías. Ello debería permitir que se admitiera, por ejemplo, que alguien pueda estar convencido de que existe un cambio climático que puede tener consecuencias negativas para todos y, al mismo tiempo, piense que la energía nuclear o las plantas transgénicas pueden ser una solución, al menos parcial, a los problemas de energía o alimentación. O debería admitir que en algunos casos los biocombustibles pueden ser útiles como alternativa al barbecho o que hay que hacer algún trasvase. Las letanías pueden ser una manera de terminar el rosario pero no son la forma de discutir posiciones que son complejas y acuciantes. La última de las letanías marianas es una advocación de María como Reina de la Paz. Tal como están las cosas, le pediremos que siga rogando por nosotros.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario