Por Kenneth Weisbrode, investigador Vincent Wright en Historia del Centro Robert Schuman de Estudios Avanzados (RSCAS), Instituto Universitario Europeo (LA VANGUARDIA, 14/09/08):
George Orwell imaginó en 1984 un mundo gobernado por unas pocas regiones hegemónicas: Oceanía, Eurasia y Asia Oriental. Esa fantasía de la época de la Segunda Guerra Mundial se resiste a morir. Nos ha costado más de una década darnos cuenta tras el final de la guerra fría de que la globalización - con todos sus defectos- no es una visión única del futuro de la humanidad.
Muchos en el mundo - sobre todo, quienes dirigen las principales potencias- no comparten acerca de la globalización los mismos presupuestos que sus defensores occidentales. Esto es, conciben la globalización como un medio para la supremacía regional y no como un fin en sí mismo. Ha sido así en buena medida en el caso de China en Asia Oriental, de la India en el Sudeste Asiático, de Brasil en América Latina, de Irán en Oriente Medio y de Rusia en su territorio circundante.
Incluso Al Qaeda, aunque difícilmente cabe considerarla una potencia principal, parece preocuparse mucho de su vecindad inmediata. A pesar de hablar tanto de los objetivos globales de ese movimiento de derrotar la civilización moderna tal como la conocemos, a menudo pasamos por alto su anterior objetivo declarado: librar al mundo árabe (es decir, su propio patio trasero) de infieles.
Ante todo, esas potencias en ciernes buscan dominar su terreno, como ha ocurrido en diferentes momentos de la historia. Y, en cada caso, se han alzado contra vecinos decididos a movilizar a poderosos extranjeros contra ellos.
Estados Unidos y la Unión Europea pueden atajar a corto plazo semejantes ambiciones. Ambas son históricamente “potencias satisfechas”, hegemónicas en sus respectivas regiones y siguen teniendo una considerable influencia en el mundo. Sin embargo, a largo plazo, su capacidad para moldear las relaciones entre las grandes potencias y sus vecinos más débiles resultará más restringida a medida que sus propias preocupaciones políticas se vuelvan más provincianas.
Antes de que eso ocurra, debe aparecer una pauta diferente y más consensuada de política regional. Rusia, China y otros países tienen que ver los beneficios de forjar comunidades regionales en la línea de las surgidas en Occidente durante el siglo XX sin la intervención de grandes guerras. Y, aunque tienen que hacerlo en sus propios términos, hay algo que Occidente puede ofrecer sin pretender dar lecciones ni intimidar.
Su modelo de cooperación regional es institucional. Las leyes y las instituciones no sustituyen el poder, pero tienden a reforzarlo al domarlo. En la actualidad existen muchas organizaciones con este propósito, pero la mayoría de ellas son todavía débiles o están infrautilizadas. Necesitan un fortalecimiento y una coordinación para transformar el pensamiento y el comportamiento de unos países cada vez más poderosos y ricos inclinados a dominar sus regiones.
Un recurso para reforzar el prestigio y la capacidad de las organizaciones regionales es vincularlas de algún modo práctico de tal manera que se perciban como parte de una estructura global. Tal cosa sucedería con la creación de un “comité de corresponsales” que incluyera a representantes de organizaciones internacionales euroasiáticas, por ejemplo, la OTAN, la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa, la Organización de Cooperación de Shanghai, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático y el nuevo mecanismo multilateral que se espera que aparezca de las conversaciones a seis sobre Corea. Semejante comité, como podría decir cualquier buen estudiante de la historia europea reciente, constituye un método útil para ampliar el alcance de las organizaciones actuales, ya que las nuevas (como la “liga de democracias” propuesta por el senador John McCain) se podrían moldear en torno a ellas.
Tales agrupaciones no son antídotos infalibles contra el conflicto. La OSCE, por ejemplo, apenas ha sido mencionada en relación con el reciente conflicto de Georgia, por más que en teoría tiene mucho que ofrecer y mucho que perder. Puede que esos organismos sean poco más que mentideros, pero a lo largo del tiempo han sabido modificar el tono y la esencia de las relaciones internacionales a partir del principio de que es mejor estar aburrido que asustado.
Los escépticos arremeterán afirmando que se trata de un idealismo de procedimiento y que llega tarde y con poco éxito. Ahora bien, ¿qué otra alternativa existe al margen de una larga lucha entre potentados regionales y, en última instancia, una guerra de todos contra todos?
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