Por Fernando Fernández Méndez de Andés, Rector de la Universidad Antonio de Nebrija (ABC, 16/09/08):
Cuando se escriba la historia económica de los últimos años se hablará probablemente del 14 de septiembre de 2008 como el día que cambió definitivamente la manera de hacer banca. No creo una exageración afirmar que la quiebra de Lehman Brothers, una institución financiera con más de ciento cincuenta años de antigüedad y la cuarta mayor entidad de Estados Unidos, y la compra de Merrill Lynch han puesto un dramático punto final a la exuberancia irracional de los mercados de la que tanto hablaba Greenspan y sobre la que pudo o quiso hacer bien poco. La idea de que el crédito es prácticamente ilimitado, de que la desintermediación financiera había descubierto la manera de crear indefinidamente dinero, ha saltado por los aires. Probablemente un cierto tipo de hacer banca también. Incluso la presunción de que la autoridad monetaria tiene siempre la capacidad de rescatar a cualquier institución. Un mes de negociaciones, de intentos coordinados entre el banco y la Reserva Federal para encontrar comprador, se han saldado con un rotundo fracaso. Porque no había comprador dispuesto a hacerse cargo de unas pérdidas indeterminadas y que continuarán creciendo mientras dure el ajuste en los precios inmobiliarios y porque el banco central americano se ha asustado de lo que estaba haciendo, de las implicaciones de su actuación anterior y ha decidido cambiar de política y dejar que el mercado purgue sus propios excesos.
Hace trece meses, el 11 de agosto del año pasado, cuando los europeos tomamos conciencia de la crisis que se nos venía encima, escribí en esta misma página, «Muchas instituciones financieras saldrán tocadas en sus resultados, algunas en sus balances y todas en su actitud frente al riesgo… Ya no se trata sólo de que aumenten los tipos de interés sino que caerá significativamente la disponibilidad de crédito… La época del dinero abundante y barato ha llegado a su fin en este ciclo. Y eso en el mejor de los casos, si las autoridades monetarias tienen éxito en contener la crisis y tranquilizar a los mercados». Desgraciadamente las autoridades no han tenido éxito y los acontecimientos se han desarrollado desde entonces como en el peor de los escenarios contemplados. Pero no se puede decir que no lo hayan intentado. Se han saltado todas las reglas operativas y bordeado sus atribuciones legales; han realizado ingentes inyecciones extraordinarias de liquidez, han extendido su manto protector a entidades que no son tomadoras de depósitos del público ignorando así una de las justificaciones máximas de su intervención; han coordinado intensamente sus actuaciones en las principales plazas financieras internacionales; han intervenido y nacionalizado bancos para evitar el riesgo sistémico, plenamente conscientes de que al hacerlo podían crear un daño mayor, el llamado riesgo moral; han erosionado los fundamentos de la economía de mercado y dado alas a sus enemigos. Y sin embargo, todo ha sido inútil. O quizás no, porque nunca sabremos lo que hubiera pasado de no haberlo hecho. La recesión mundial es ya prácticamente inevitable porque sin crédito no hay crecimiento y los bancos que sobrevivan tardarán años en volver a prestar a ritmos significativos. Bastante tendrán con ocuparse de su balance y gestionar su propia liquidez. Pero no estamos en la crisis del 29, afortunadamente. El sistema financiero es hoy mucho más potente, global y diversificado. El mundo mucho más multipolar.
Las explicaciones de lo que ha pasado son múltiples. Pero en síntesis, una política monetaria excesivamente laxa que inundó de liquidez el mundo y unos cambios tecnológicos -la revolución de las telecomunicaciones y de los derivados financieros- y económicos -la subida del precio relativo del petróleo y la emergencia de China- nos hicieron creer por un largo y delicioso momento que se había acabado la restricción del crédito. Vana ilusión de la que despertamos con violencia inusitada. Los ciclos nunca han muerto; el riesgo de impago seguía presente y se ha materializado en cuanto se ha parado la rueda de las transacciones y revertido la sobrevaloración hipotecaria. Las deudas siempre hay que pagarlas o licuarlas con inflación. La desintermediación financiera ha ido demasiado lejos, hasta perder el conocimiento de la naturaleza del producto que se estaba comercializando. Las instituciones financieras seguían teniendo el riesgo en su balance, un riesgo de liquidez, un riesgo de contrapartida y un tremendo riesgo reputacional. La regulación y supervisión financiera en el corazón del capitalismo mundial ha ido por detrás de los acontecimientos. Es fácil y tranquilizador echarle hoy la culpa, porque efectivamente ha sido demasiado lenta y complaciente. Pero que así sea está en la naturaleza de las cosas. Los reguladores también se equivocan, porque también a ellos les cuesta oponerse a la marea. Recuerden los bienpensantes de turno las críticas que recibió Greenspan cuando subió los tipos de interés para enfriar la economía. Pero no cabe olvidar que se equivocan más aún si no son plenamente independientes del poder político y de la industria.
La crisis ha disparado los discursos críticos con la economía de mercado y ha llevado a pedir un gobierno mundial y una autoridad monetaria única, como si la naturaleza humana fuera domesticable a voluntad de los políticos. Se habla alegremente de fallos de mercado y problemas de regulación y se predica como solución necesaria más Estado y menos mercado, como si fuera gratis, como si las economías intervenidas no tuvieran crisis bancarias. Habrá sin duda que hacer algunos cambios en el entorno regulatorio de los mercados financieros, el más evidente reconocer que los recursos propios son la única garantía para garantizar la liquidez y eventualmente la solvencia en tiempos de crisis, y repensar la fortaleza implícita en el modelo de banca de depósitos. Pero por comprensible que sea la demanda de seguridad en tiempos revueltos, debemos evitar la ley del péndulo y repetir los errores de la ley Sarbanes-Oxley aprobada con urgencia tras el estallido de la burbuja tecnológica.
La burbuja inmobiliaria en Estados Unidos ha llegado a ser tan explosiva por la laxitud de la Reserva Federal. Cierto, pero también porque los bancos centrales de China, Japón y países productores de petróleo -más mercantilistas que capitalistas- han estado alegremente dispuestos a financiar esa burbuja con sus reservas. Lo que nos retrotrae a la importancia de la función preventiva, implacablemente crítica y necesariamente contracorriente de todo banco central. No cabe olvidarlo ahora en España, donde se oyen toda suerte de cantos de sirena. El crédito hipotecario también creció sin límite en Estados Unidos porque tenía garantía pública, como ha quedado demostrado con la nacionalización de Fannie Mae y Freddie Mac. Sin esa garantía estatal implícita, finalmente ejecutada con cuantiosas pérdidas para el contribuyente, es difícil imaginar un boom tan duradero. Puede incluso que la confianza en ese seguro implícito haya llevado a los gestores de Lehman a infravalorar el riesgo que corría la institución. Cuidado por tanto con la tentación de utilizar instituciones financieras públicas, o percibidas como tales por inversores y clientes, para intentar evitar el ajuste necesario. Cuidado con extender falsas redes de seguridad. Repasemos los manuales de gestión de crisis y subrayemos el capítulo relativo a la conveniencia de actuar con prontitud y contundencia.
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