Por Jeffrey Goldberg, escritor y periodista de la revista The Atlantic. Su último libro se titula Prisoners: A Story of Friendship and Terror (EL MUNDO / THE NEW YORK TIMES, 11/09/08):
El próximo presidente de Estados Unidos debe hacer una cosa, sólo una, si aspira a que su mandato sea considerado un éxito: ha de impedir que Al Qaeda o una imitación de Al Qaeda logre hacerse con el control de un arma nuclear y la haga estallar en Estados Unidos. Todo lo demás (Fannie Mae, la reforma de la atención sanitaria, la independencia energética, el déficit presupuestario de Wasilla, Alaska) es accesorio. La destrucción del Bajo Manhattan o del centro de Washington causaría muertos por millares o por centenares de miles, una crisis económica catastrófica, una marcha atrás en la globalización, un ambiente permanente de miedo en Occidente y la negación total de la cultura norteamericana de derechos y libertades.
He hablado con muchos expertos en proliferación de armas nucleares para llegar a la conclusión de que las posibilidades de que se produzca un estallido de esas características son nada menos que de un 50% en los próximos 10 años. Soy optimista, así que calculo que las probabilidades oscilan entre un 10 y un 20%. Sólo complicaciones de carácter técnico impiden que Al Qaeda lleve a cabo un atentado nuclear en la actualidad. Lo difícil es adquirir el material de fisión; más fácil es introducirlo clandestinamente (como se suele decir, un medio de traer componentes de armas nucleares a Estados Unidos sería camuflarlos en el interior de alijos de cocaína).
Siete años después de los atentados del 11 de septiembre, vivimos en la era del terrorista omnipotente y escatológico. Se siente motivado por razones revolucionarias y teológicas más que por reivindicaciones nacionalistas, y es un experto en la manipulación de la tecnología contra sus innovadores occidentales. Durante la Guerra Fría, la Unión Soviética tenía la capacidad técnica de hacer desaparecer Estados Unidos muchas veces seguidas, pero se refrenaba racionalmente por su propio interés, por un instinto innato de conservación y, quizás, porque comprendía el horror de una guerra nuclear que acabaría con el mundo. Aunque Al Qaeda no tenga capacidad para destruir el mundo, destruirá todo lo que pueda y cuando pueda.
Esta es la razón por la que el pasado mes de junio resultó tan desconcertante oír a Barack Obama elogiar, en el programa Nightline de la cadena ABC, las virtudes de la respuesta federal al primer atentado contra el World Trade Center en 1993. «Fuimos capaces de detener a los responsables -declaró- y de llevarlos a los tribunales. Actualmente están en prisiones de Estados Unidos, sin posibilidad de hacer nada».
Eso es completamente cierto y, no obstante, haber llevado ante los tribunales a los que pusieron las bombas en 1993 es el mejor ejemplo de las razones por las que la aplicación de la ley resulta insuficiente ante las exigencias de unas medidas antiterroristas eficaces. La detención y la condena de los terroristas se llevaron a cabo con la diligencia debida; el FBI llegó hasta el último eslabón en Pakistán para atrapar al cerebro de la conspiración, Ramzi Yousef, que en la actualidad se encuentra anulado por completo en la prisión de máxima seguridad de Colorado.
Aún así, el World Trade Center ya no existe. Ocho años después del primer atentado, un tío de Ramzi Yousef, Jalid Shaij Mohammed, organizó un atentado con más éxito. El enjuiciamiento de los primeros terroristas con final feliz sumió al país en una tranquilidad contraproducente. La aplicación de la ley fue a todas luces incapaz de prevenir el segundo atentado contra el World Trade Center; debemos reconocer, por el bien del país, que también estamos desprevenidos ante las conspiraciones en marcha en la actualidad, conspiraciones que, hemos de darnos cuenta, implican la utilización de armas no convencionales.
A tenor de mis conversaciones con Obama, parece que comprende la amenaza. A principios del año pasado, cuando todavía estaba tratando de ganarse el apoyo del ala izquierda de su partido, me comentó que la posibilidad de que un grupo terrorista se hiciese con un arma nuclear era «la amenaza número uno» a la que se enfrentaba Estados Unidos. Ahora bien, ¿entiende que esa amenaza no puede neutralizarse en lo fundamental mediante la aplicación de la ley y que los organismos de espionaje deben ocuparse en atajarla por anticipado y el ejército en erradicarla? El objetivo fundamental no es la acción judicial, sino la prevención.
¿He dicho prevención? ¿Esa doctrina que no debería mencionarse? El Gobierno Bush no prestó ningún servicio a la nación cuando, por prevención, se anticipó a un programa iraquí de armas de destrucción masiva que ya no existía ni mucho menos como tal. El peligro, por supuesto, está en la oscilación incesante del péndulo, cuyo movimiento podría llevar a un presidente del Partido Demócrata a echarse a temblar cuando le presenten un informe confidencial (informe que, con frecuencia, no es sino un eufemismo de «Presidente, a decir verdad no sabemos exactamente lo que pasa pero…») sobre un barco, un puerto o una central nuclear que han de hacer frente a una amenaza inminente o casi inminente.
Con todo ello no se pretende afirmar que Obama tenga algo que ver con la caricatura de blandengue y poco firme que pintan sus contrincantes. En realidad es un hombre que tiene sus dudas sobre esta cuestión. Se granjeó algunos problemas con su propuesta de que se tomaran unilateralmente medidas contra determinados objetivos en Pakistán, cosa que ahora parece formar parte de la política del Gobierno Bush. Por otro lado, en su lenguaje hay algunas cosas que resultan hirientes, excesivamente hirientes a veces. En su discurso ante la convención dijo que «a McCain le gusta decir que perseguiría a Bin Laden hasta las puertas del infierno, pero no está dispuesto a meterse en la cueva en la que vive». Todavía no estoy seguro del significado de estas palabras, pero sí de que es muy fuerte.
Barack Obama ha formulado asimismo propuestas de utilidad en temas nucleares, como su promesa de controlar el material de fisión que anda descontrolado por el mundo como primera medida. Este es un objetivo demasiado idealista, porque requeriría la cooperación de países como Corea del Norte, Irán, Pakistán y, especialmente, Rusia (aunque Obama está mejor colocado para conseguir el compromiso de Rusia en este ámbito que un John McCain con su tendencia a lanzar amenazas).
En Washington no hay nadie más sinceramente obsesionado con este asunto que McCain, pero éste arrastra su propia carga de problemas en cuestiones antiterroristas, de los que los menores no son siquiera sus excesos retóricos ni su extraña decisión -dada su preocupación (justificable) por este tema- de escoger como compañera de candidatura a la comandante en jefe de la Guardia Nacional de Alaska. Aunque el terrorismo islámico pueda ser de hecho la amenaza «más importante» de nuestra época, como afirma McCain, resulta imprudente en el plano táctico magnificar el ego de nuestros enemigos, que ya es descomunal, para alimentar las esperanzas islámicas de que efectivamente están tomando parte activa en un choque de civilizaciones
Hace años, en el Afganistán de antes del 11 de septiembre, un dirigente del Comité para la Propagación de la Virtud y la Supresión del Vicio, la policía moral de los talibán, me pidió que describiera hasta qué punto tenían los talibán asustado a Bill Clinton. Le respondí que nada en absoluto. De hecho, Clinton estaba probablemente asustado, aunque no lo suficiente, pero yo no estaba dispuesto a confesárselo. Observar el gesto cariacontecido de este hombre ante mi respuesta representó un placer poco común en Kandahar.
McCain tiene otros problemas en los que merece la pena fijarse: un exceso de imprudencia, quizás, en torno a la prevención (en nuestras conversaciones, las diferentes sorpresas asociadas con la invasión de Irak no le habían llevado a reconsiderar en absoluto sus opiniones sobre la defensa de anticipación) y una aparente incapacidad, o falta de interés, a la hora de diferenciar entre grupos terroristas islamistas.
Le pregunté no hace mucho tiempo si creía que Estados Unidos vinculaba su problema con Irán y el problema de Israel con Irán. Me dijo que la existencia de Israel es un imperativo moral y de seguridad nacional de Estados Unidos. «En mi opinión, estas organizaciones terroristas que Irán apadrina, como Hamas y las demás, están también interesadas, a largo plazo al menos, en la destrucción de Estados Unidos. Irak es un campo de batalla fundamental, porque esas milicias chiíes están enviando allí esos grupos especiales, como los llaman… para eliminar la influencia estadounidense y expulsarnos de Irak».
Hay muchos aspectos muy diversos mezclados en su respuesta, no todos conectados entre sí. Hamas es un grupo ignominioso, ideológicamente contrario a casi todo lo que Estados Unidos representa, pero que no guarda relación alguna con la lucha contra las milicias chiíes. Esta confusión impide, entre otras cosas, una conversación seria sobre ideologías y motivaciones.
Así pues, lo que tenemos es un candidato a la presidencia de Estados Unidos que, por lo que parece, todavía tiene que definir una estrategia general y otro que no tiene todavía completamente claro contra quien están combatiendo. Podemos esperar en vano que, durante los próximos dos meses, estos dos hombres intercambien opiniones, con espíritu de reflexión y de manera integral, sobre las mejores fórmulas de defender a su país de lo que algunos expertos en proliferación de armas nucleares están convencidos será un atentado prácticamente inevitable. De hecho, deberíamos exigir que mantuvieran esas conversaciones, porque no hay ninguna otra cosa que sea más importante.
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The next president must do one thing, and one thing only, if he is to be judged a success: He must prevent Al Qaeda, or a Qaeda imitator, from gaining control of a nuclear device and detonating it in America. Everything else — Fannie Mae, health care reform, energy independence, the budget shortfall in Wasilla, Alaska — is commentary. The nuclear destruction of Lower Manhattan, or downtown Washington, would cause the deaths of thousands, or hundreds of thousands; a catastrophic depression; the reversal of globalization; a permanent climate of fear in the West; and the comprehensive repudiation of America’s culture of civil liberties.
Many proliferation experts I have spoken to judge the chance of such a detonation to be as high as 50 percent in the next 10 years. I am an optimist, so I put the chance at 10 percent to 20 percent. Only technical complications prevent Al Qaeda from executing a nuclear attack today. The hard part is acquiring fissile material; an easier part is the smuggling itself (as the saying goes, one way to bring nuclear weapon components into America would be to hide them inside shipments of cocaine).
We live, seven years after 9/11, in the age of the super-empowered, eschatologically minded terrorist. He is motivated by revolutionary and theological concerns rather than by nationalist grievances, and he is adept at manipulating technology against its Western innovators. In the cold war, the Soviet Union had the technical ability to eliminate America many times over, but was restrained by rational self-interest, by innate conservatism, and, perhaps, by an understanding of the horror of world-ending nuclear war. Though Al Qaeda cannot destroy the world, it will destroy what it can, when it can.
That is why it was so disconcerting to hear Barack Obama, on the ABC program “Nightline” in June, commend the virtues of the federal response to the first World Trade Center attack, in 1993. “We were able to arrest those responsible, put them on trial,” he said. “They are currently in U.S. prisons, incapacitated.”
This is entirely true, and yet there is no better example of why law enforcement is inadequate to the demands of effective counterterrorism today than the prosecution of the 1993 bombers. The capture and conviction of the terrorists were perfectly executed; the F.B.I. reached all the way to Pakistan to catch the plot’s mastermind, Ramzi Yousef, who is today thoroughly incapacitated at the federal “supermax” prison in Colorado.
And yet, the World Trade Center is gone. Eight years after the first attempt, Ramzi Yousef’s uncle, Khalid Shaikh Mohammed, organized a more successful attack. The successful prosecution of the original bombers lulled the country into a counterfeit calm. Law enforcement was obviously unable to prevent the second World Trade Center attack; we must assume, for the country’s sake, that it is also unready for the gathering conspiracies of today, ones we must believe involve non-conventional weapons.
In my conversations with Senator Obama, he seems to understand the menace — early last year, even while trying to secure the support of his party’s left wing, he told me the possibility of a terrorist group obtaining a nuclear weapon was “the No. 1 threat” facing America. But does he understand that this threat cannot be neutralized mainly by law enforcement; that it must be anticipated by intelligence agencies, and eradicated by the military? The paramount goal is not prosecution, but pre-emption.
Did I say “pre-emption”? The doctrine that shall not be named? The Bush administration did the nation no service by pre-empting an Iraqi weapons-of-mass-destruction program that no longer existed in any meaningful way. The danger, of course, is in the ever-swinging pendulum, whose movement could lead a Democratic president to flinch when presented with intelligence (“intelligence” often being a euphemism for “Mr. President, we really don’t know exactly what’s going on, but …”) that a ship, or a port, or a nuclear plant faces an imminent, or semi-imminent threat.
All this is not to say that Mr. Obama resembles the squashy caricature drawn by his opponents. He is actually constructively two-minded on the issue. He caught grief for proposing unilateral action against targets in Pakistan, which now appears to be Bush administration policy. And there is spine in his language, sometimes too much. In his convention speech, he said, “McCain likes to say that he’ll follow bin Laden to the gates of Hell — but he won’t even go to the cave where he lives.” I’m still not sure what this means, but it’s very muscular.
Barack Obama has also made useful proposals on nuclear matters, promising to secure the world’s loose fissile material in his first term. This is an over-idealistic goal, as it would require the cooperation of such countries as North Korea, Iran, Pakistan and, especially, Russia (though he’s better positioned to engage Russia on this subject than is the hectoring John McCain).
There is no one in Washington more sincerely gripped by the issue than John McCain, but he comes with his own set of problems on matters of counterterrorism, not least of which is his rhetorical excess, and his strange decision, given his (justifiable) preoccupation with the issue, to choose as his running mate the figurehead commander of the Alaska National Guard. Though Islamist terrorism might in fact be the “transcendent” threat of our time, as Senator McCain says, it is tactically imprudent to build up the already huge egos of our enemies, to feed the Islamist hope that they are, indeed, engaged in a clash of civilizations.
Years ago, in pre-9/11 Afghanistan, a leader of the Taliban’s morals police, the Committee for the Propagation of Virtue and the Suppression of Vice, asked me to describe just how much the Taliban frightened Bill Clinton. I told him not at all. In fact, Mr. Clinton was probably not frightened enough, but I wasn’t going to let on to that. Watching this man’s crest fall was a rare pleasure in Kandahar.
Senator McCain has other problems worth noting: an excess of incaution, perhaps, about pre-emption (in our conversations, the various surprises associated with the Iraq invasion had not caused him to calibrate at all his views on anticipatory defense); and a seeming inability, or unwillingness, to differentiate among Islamist terrorist groups.
I asked him not long ago whether he believes that America conflates its problem with Iran with Israel’s Iran problem. He said Israel’s existence is an American moral and national-security imperative. “I think these terrorist organizations that [Iran] sponsors, Hamas and the others, are also bent, at least long-term, on the destruction of the United States of America,” he added. “Iraq is a central battleground. Because these Shiite militias are sending in these special groups, as they call them … to remove U.S. influence and to drive us out of Iraq.”
There are many different things taking place inside his answer, not all of which are connected. Hamas is a disgraceful group, ideologically opposed to most of what America represents, but it is unconnected to the fight against Shiite militias. These conflations, among other things, preclude serious conversation about ideology and motivation.
So what we have is one presidential candidate who still seems to be casting about for an overarching strategy; and another one who is not entirely sure whom we’re fighting. We can hope against hope that in the next two months, these two men will discuss, in a deliberative and encompassing way, the best ways to protect America from what some nonproliferation experts believe is a nearly inevitable attack. We should, in fact, demand that this conversation take place, because nothing else matters.
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