Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 20/09/08):
Hace años leí un artículo sobre Wuppertal, una ciudad alemana de esas que ahora se denominan postindustriales porque han sufrido el flagelo del paro, la quiebra y la ruptura con un pasado vigoroso de luchas obreras. Sin querer faltarles al respeto a sus habitantes, estas ciudades del mítico Ruhr son espantosas por naturaleza - Dortmund, Sollingen, Bochum, cuya universidad está hermanada con la de Oviedo y donde me fue dado escuchar a estudiantes germanos de castellano “palabros” como “esgalla”, “abondo” o “faltoso”, como si se trataran de perlitas del más depurado lenguaje castizo-, pero como los municipios alemanes tienen una cierta idea de la estética, convierten lo feo en un trampantojo que tiene su dignidad y su gracia. En aquel artículo sobre Wuppertal decían que la ciudad era famosa por dos cosas; una que no recuerdo y la otra, Pina Bausch.
Seguro que era importante la otra, pero es significativo que no recuerde más que a Pina Bausch.
Escribe Teresa Sesé en el programa de mano del Liceu de Barcelona que “cuando Pina Bausch entra en tu vida, se queda para siempre”. Y es verdad, llevo años siguiendo la peripecia artística de esta excepcional coreógrafa y bailarina. Y eso me ocurre a mí, que confieso sin rubor que el ballet me interesa muy poco.
Quizá nos pase a muchos; cada vez nos inclinamos menos por los géneros y más por los creativos. Adoro el teatro, a él me dediqué durante un puñado de años - incluidos los ocupados por la política, que podrían ser interpretados como arriesgadas representaciones- y sin embargo cada vez voy menos. Contemplar una representación de Shakespeare o de Bertolt Brecht en la “modelna” interpretación de Calixto Bieito o Àlex Rigola es un ejercicio que me subleva, algo así como si me obligaran a entrar en una guardería, yo, que por edad y generación, no conocí las guarderías.
Si tenemos en cuenta que Pina Bausch lleva casi cuatro décadas de ballet, el hecho de que se estrenara la semana pasada en el Liceu - que no en Barcelona- dice mucho de los hábitos de las beneméritas instituciones, ya sea el Gran Teatro o la Guardia Civil, que tiene más en común de lo que la gente quisiera admitir: son poco permeables a los cambios, les gusta mucho estar juntos y padecen arteriosclerosis varias. En un brillante artículo en El País,el polifacético y siempre sorprendente Jacinto Antón - al que no conozco más que por su multiplicidad de estilos, lo que me consiente recordar que los periodistas que escriben bien son joyas que los diarios deberían cultivar; aún estoy esperando la reaparición de Domingo Marchena en La Vanguardia,uno de los tipos que saben que la pluma, pese a su forma, no es para usar como la pala del pescado-, Jacinto Antón, digo, describía el estreno de Pina Bausch en el Liceu y señalaba un tanto avergonzado el pataleo del público ante el Café Müller.
Reconozco que los silbidos me parecen una forma lógica de reacción del público ante lo que no le gusta, y deberían prodigarse, más para bien que para mal, porque lo peor que nos puede ocurrir es la borreguil actitud de aceptarlo todo. Un complejo de inferioridad clarísimo. Me conmovió del relato de Jacinto Antón la intromisión del energúmeno que gritó “¡Ese movimiento ya lo hemos visto!”. Ahí ya hay tela que cortar, porque estamos ante un supuesto experto; un fantasma autóctono experto. Me acordé, al leerlo, de uno de los innúmeros privilegios que he tenido en mi vida; presenciar el estreno en Madrid de Esperando a Godot de Samuel Beckett, obra hoy considerada canónica, cuya representación es seguida hoy con mayor veneración, humor y recogimiento que al Papa en Lourdes. Fue, si no me equivoco, en 1967. Lo que sí sé, con certeza, es que sucedió en el teatro Beatriz, convertido luego en restaurante de moda . Mientras Vladimir y Estragón se movían por la escena en la duda de si llegaría Godot, buena parte del público se entregaba a un descojone general, donde se pitaba, se insultaba a los actores y metían morcillas entre los escuetos diálogos de aquellos dos personajes abandonados.
Siempre ocurrió lo mismo. Y fíjense qué bonita paradoja. Ese público del Liceu, que en el estreno pateó Café Müller, aplaudió intensamente, según nos cuenta el cronista Antón, la segunda parte. Nada menos que La consagración de la primavera, la pieza de Stravinsky que provocó en París, allá en 1910, un escándalo de juzgado de guardia, porque hubo heridos y se destrozó el mobiliario. Pero resulta que hoy para los de “estreno” en el Liceu, La consagración de la primavera ya es un valor canónico, asumido por el vaticano del canon cultural, mientras que Café Müller es aún impresentable. ¡Necesitan otro siglo!
Yo asistí al Liceu el sábado pasado y el público, infrecuente en su vestimenta y en su rozagante juventud, fue impecable en su respeto, diría más en su unción, ante una obra tan absolutamente grande como Café Müller.Para mí el Café Müller de Pina Bausch tiene un valor similar al Esperando a Godot de Beckett. Es la obra de arte a partir del dolor, la angustia, la simplicidad. Donde las repeticiones, como en Godot, son angustiantes, igual que la rueda de nuestras costumbres. Ese hombre que derriba sillas, para luego volver a ponerlas, y volver a derribarlas y esa música del gran Purcell, Henry, y la puerta giratoria del fondo, que traga y expulsa. Tiene razón Jacinto Antón cuando habla de la pintura de Hopper, hay un halo de ese mundo, que fue el de los padres de Pina Bausch, modestos dueños de un hotel-bar-restaurante en Sollingen, donde ella vivió la tragedia de la guerra atroz que terminó en el 45. Qué niño de cinco años no puede quitarse de la cabeza aquel espanto y más cuando las sillas y las mesas eran más grandes que su propio tamaño.
Pina Bausch ha construido un mundo artístico propio en la danza y a partir de las ciudades. Lisboa, Palermo, Roma, Estambul, Hong Kong… También Madrid. Quisiera detenerme aquí y apuntar hacia una galaxia de la que sé muy poco y a la que lamentablemente soy escasamente sensible, el flamenco. No conocí Candela, el antro de la calle Olmo, en el corazón del barrio de Lavapiés, pero sí y muy levemente al comunista Miguelito Candela, que tuvo una muerte oscura - ¿qué muerte no es oscura?- en plena calle y en pleno barrio en la primavera de este mismo año de 2008. En Candela tocó Tomatito y cantó Camarón y bailó Sara Baras, y cerraba a las cinco, o por mejor decir, a partir de las cinco empezaban a decir que cerraban. En ese mundo se metió Pina Bausch en 1991 y de ahí salieron muchas cosas, entre otras la pieza Tanzabend II (Noche de danza) dedicada a Madrid y a su pasión flamenca.
¿Y por qué tosen? Se necesitaría algún voluntarioso experto en costumbres ciudadanas que explicara el significado de la tos en los conciertos españoles. No es un problema del Liceu, ni del Palau. Lo es de toda España. Los auditorios españoles están plenos de tosedores. No hay silencio de la orquesta, del podio, del piano, del baile, que no lo rompa un coro bestial - derivado de bestia- con toses en diferentes tonos, mayor o menor, dependiendo de la angustia y del estado del animal tosedor. ¿Por qué hay una proporción tan significativa de españoles que tosen en los conciertos? Tosen sin relación alguna con problemas de garganta o catarrales. Tosen porque hay algo interior que les obliga a toser. Podría ser la inquietud que les genera la cultura musical. Podría ser también un cierto afán de protagonismo: no soy Pavarotti, pero ahí está mi tos. Yo pienso que es la inseguridad, el miedo. Pero no el miedo a la música, sino el miedo al silencio. Ante una pausa larga donde no existe ruido alguno, caben dos opciones: escuchar el silencio o romperlo. ¿Por qué las salas musicales no introducen, al tiempo que prohíben los móviles, que se ruega no toser? Seguro que más de uno lo considerará una intromisión en su derecho a la inseguridad. Porque las toses, no lo olviden, son anónimas. No las firma nadie.
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