Por Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño y consultor para la resolución de conflictos internacionales (EL PAÍS, 03/09/08):
Es mejor condenar un inocente que liberar un culpable”; “policía que quiere llegar a viejo, debe hacerse el pendejo” y “la ley entra con sangre”, han sido principios de la seguridad latinoamericana. El primero se atribuye a un coronel colombiano, el segundo a los policías mexicanos y el último es universal. La creencia de que el mejor policía es aquel que más se parece al delincuente la secunda hasta el propio George Bush, quien considera que la tortura conocida como “simulación de asfixia” es un buen método para interrogar prisioneros. Desprecio por la justicia, indiferencia ante el crimen organizado y convicción de que la fuerza es más importante que la inteligencia, provocaron que la seguridad se convirtiera en una tarea que requería poca educación y bajos salarios. La corrupción se convirtió así en el salario real y en el antivalor que abrió la puerta al narcotráfico en muchas instituciones de seguridad latinoamericanas.
El secuestro y asesinato de un niño a manos de unos policías y la muerte de 12 personas en el interior de una discoteca, resultado de un operativo en el que los policías mostraron total ineficacia e incapacidad para discernir, provocaron una conmoción política en México. Estos hechos se dieron en el contexto de una crisis de credibilidad de las instituciones de seguridad cuyo epicentro es que miles de policías están involucrados con el narcotráfico, como lo están también en Guatemala y lo estuvieron antes en Colombia.
Crimen organizado existe, en realidad, cuando una parte del poder del Estado ha sido cooptado por la delincuencia. La primera batalla es entonces dentro del mismo Estado, entre policías honestos y policías delincuentes. Ésa es la lucha que se está librando ahora en México. Los golpes gubernamentales a los carteles están dejando a sicarios y policías corruptos sin los ingresos que recibían del narcotráfico.
Esto ha provocado un previsible incremento de la inseguridad; sin embargo, el clímax de mayor indefensión y violencia ocurrirá cuando se produzca la depuración de las policías que el Consejo Nacional de Seguridad acaba de acordar. En ese momento las instituciones contaminadas se desmoralizarán y muchos policías podrían sumarse formalmente a la delincuencia. Ése será un momento muy difícil, pero será el principio del fin de la inseguridad. La clase política mexicana tendrá que resistirse a la tentación de usar la inseguridad como arma política; mantenerse firme frente a las adversidades y asegurar la cohesión de la sociedad. La polarización política es en ese sentido el mayor peligro.
México está pagando las consecuencias de ser vecino de Estados Unidos, el gran consumidor de drogas, y de haber dormido una larga noche con el enemigo. No tiene un camino fácil, corto e incruento. Colombia conoció bien esa historia en los años de “Don Pablo”, como dicen los medellinenses. Medellín, una ciudad de tres millones de habitantes, tuvo 70.000 muertos en 16 años. Los costos de este tipo de conflicto son directamente proporcionales a la dimensión social del problema. En el Estado de Sinaloa, al norte de México, cuya capital tiene sólo 600.000 habitantes, han sido descubiertas 180 casas de seguridad de los narcotraficantes. Esto es más de lo que teníamos los guerrilleros salvadoreños en plena guerra civil. El apoyo de los criminales en algunos lugares de México es muy grande y las complicidades o tolerancias abarcan todo el espectro social. La narcoeconomía no sólo compra policías, sino también ciudadanos.
Guardando las distancias, la corrupción es algo que han padecido hasta los prestigiosos policías británicos, al igual que los neoyorquinos, italianos y colombianos. En todos esos casos nada mejoró hasta que se realizaron drásticas depuraciones y profundas reformas. Cuando los homicidios y delitos ocurren por millares, como en el caso de México, la investigación científica, la justicia y el sistema de prisiones, muy poco pueden hacer, y cuando hacen mucho, colapsan. Una policía moderna no requiere de matones, sino de ciudadanos educados capaces de interactuar con sus comunidades. Sólo el aumento del despliegue policial y la participación de los ciudadanos pueden reducir rápidamente el número de delitos. Pero no hay participación ciudadana sin confianza en los policías, por lo tanto, la depuración, reestructuración, reeducación, reforma y redespliegue de policías saneadas es la medida principal para México y otros países de Latinoamérica.
México, al igual que Colombia, terminará ganando la guerra. Es un Estado grande que, usando las fuerzas federales, puede recuperar los lugares que están en crisis. El problema mayor lo tienen países pequeños como Guatemala, donde quizás sólo fuerzas multinacionales podrían derrotar a los narcotraficantes y devolverles a sus Gobiernos el monopolio de la fuerza.
Es mejor condenar un inocente que liberar un culpable”; “policía que quiere llegar a viejo, debe hacerse el pendejo” y “la ley entra con sangre”, han sido principios de la seguridad latinoamericana. El primero se atribuye a un coronel colombiano, el segundo a los policías mexicanos y el último es universal. La creencia de que el mejor policía es aquel que más se parece al delincuente la secunda hasta el propio George Bush, quien considera que la tortura conocida como “simulación de asfixia” es un buen método para interrogar prisioneros. Desprecio por la justicia, indiferencia ante el crimen organizado y convicción de que la fuerza es más importante que la inteligencia, provocaron que la seguridad se convirtiera en una tarea que requería poca educación y bajos salarios. La corrupción se convirtió así en el salario real y en el antivalor que abrió la puerta al narcotráfico en muchas instituciones de seguridad latinoamericanas.
El secuestro y asesinato de un niño a manos de unos policías y la muerte de 12 personas en el interior de una discoteca, resultado de un operativo en el que los policías mostraron total ineficacia e incapacidad para discernir, provocaron una conmoción política en México. Estos hechos se dieron en el contexto de una crisis de credibilidad de las instituciones de seguridad cuyo epicentro es que miles de policías están involucrados con el narcotráfico, como lo están también en Guatemala y lo estuvieron antes en Colombia.
Crimen organizado existe, en realidad, cuando una parte del poder del Estado ha sido cooptado por la delincuencia. La primera batalla es entonces dentro del mismo Estado, entre policías honestos y policías delincuentes. Ésa es la lucha que se está librando ahora en México. Los golpes gubernamentales a los carteles están dejando a sicarios y policías corruptos sin los ingresos que recibían del narcotráfico.
Esto ha provocado un previsible incremento de la inseguridad; sin embargo, el clímax de mayor indefensión y violencia ocurrirá cuando se produzca la depuración de las policías que el Consejo Nacional de Seguridad acaba de acordar. En ese momento las instituciones contaminadas se desmoralizarán y muchos policías podrían sumarse formalmente a la delincuencia. Ése será un momento muy difícil, pero será el principio del fin de la inseguridad. La clase política mexicana tendrá que resistirse a la tentación de usar la inseguridad como arma política; mantenerse firme frente a las adversidades y asegurar la cohesión de la sociedad. La polarización política es en ese sentido el mayor peligro.
México está pagando las consecuencias de ser vecino de Estados Unidos, el gran consumidor de drogas, y de haber dormido una larga noche con el enemigo. No tiene un camino fácil, corto e incruento. Colombia conoció bien esa historia en los años de “Don Pablo”, como dicen los medellinenses. Medellín, una ciudad de tres millones de habitantes, tuvo 70.000 muertos en 16 años. Los costos de este tipo de conflicto son directamente proporcionales a la dimensión social del problema. En el Estado de Sinaloa, al norte de México, cuya capital tiene sólo 600.000 habitantes, han sido descubiertas 180 casas de seguridad de los narcotraficantes. Esto es más de lo que teníamos los guerrilleros salvadoreños en plena guerra civil. El apoyo de los criminales en algunos lugares de México es muy grande y las complicidades o tolerancias abarcan todo el espectro social. La narcoeconomía no sólo compra policías, sino también ciudadanos.
Guardando las distancias, la corrupción es algo que han padecido hasta los prestigiosos policías británicos, al igual que los neoyorquinos, italianos y colombianos. En todos esos casos nada mejoró hasta que se realizaron drásticas depuraciones y profundas reformas. Cuando los homicidios y delitos ocurren por millares, como en el caso de México, la investigación científica, la justicia y el sistema de prisiones, muy poco pueden hacer, y cuando hacen mucho, colapsan. Una policía moderna no requiere de matones, sino de ciudadanos educados capaces de interactuar con sus comunidades. Sólo el aumento del despliegue policial y la participación de los ciudadanos pueden reducir rápidamente el número de delitos. Pero no hay participación ciudadana sin confianza en los policías, por lo tanto, la depuración, reestructuración, reeducación, reforma y redespliegue de policías saneadas es la medida principal para México y otros países de Latinoamérica.
México, al igual que Colombia, terminará ganando la guerra. Es un Estado grande que, usando las fuerzas federales, puede recuperar los lugares que están en crisis. El problema mayor lo tienen países pequeños como Guatemala, donde quizás sólo fuerzas multinacionales podrían derrotar a los narcotraficantes y devolverles a sus Gobiernos el monopolio de la fuerza.
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