Por Tariq Alí, novelista y ensayista paquistaní; su último libro, The Duel: Pakistan on the Flightpath of American Power, será publicado próximamente. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 16/09/08):
Asif Alí Zardari -que, elegido por el destino para convertirse en esposo de Benazir Bhutto, hizo posteriormente todo lo que pudo para evitar caer de nuevo en el olvido- no tardará en ser el nuevo presidente de Pakistán. Los empalagosos parásitos que tanto abundan en el país montarán unas cuantas celebraciones y las lenguas siempre prestas de los antiguos compinches (algunos ahora nombrados embajadores en capitales occidentales) hablarán de cuánto ha mejorado la democracia. También estará encantado el círculo de amigos más próximo a Zardari, que, después de compartir el botín del poder con él la última vez, ha mantenido su lealtad, rechazando todos los incentivos para testificar en su contra en las denuncias de corrupción de que ha sido objeto. Poco cabe sorprenderse entonces de que en Pakistán la definición de democracia dependa de quien la haga.
En las calles no habrá manifestaciones de júbilo para señalar la trasmisión de poderes, que pasan de un apolillado general a un agusanado político. El afecto que sienten ciertos sectores por la familia Bhutto no es transferible. Si Benazir, que había barajado a otros dos veteranos políticos para el puesto de presidente, siguiera viva, Zardari no habría obtenido ningún cargo. Y si hubiera mostrado tendencias más democráticas, nunca habría tratado a su partido con tanto desdén, reduciéndolo a la condición de reliquia familiar que, legada a su hijo, su marido habría de gestionar en calidad de regente hasta que el muchacho fuera mayor de edad. Únicamente esta situación es la que ha propiciado que Zardari llegue a la cima. A muchos de los más estrechos partidarios de su esposa en el Partido Popular de Pakistán (o Partido de la Familia Bhutto, como lo denominan miembros desafectos) no les agradaba Zardari, ni siquiera en vida de la propia Bhutto. Achacaban a la codicia y los comportamientos mafiosos del marido la pérdida del poder de la esposa en dos ocasiones anteriores, algo que siempre me ha parecido ligeramente injusto. Ella lo sabía todo. Era una empresa conjunta. Benazir nunca vio en la política una única y arrebatadora pasión vital, y siempre envidió la forma de vida y los modales de los multimillonarios. Por otra parte, Zardari actuaba con descaro para alcanzar esa posición. Hoy en día es la segunda persona más rica de Pakistán y tiene desperdigadas por varios continentes cuentas bancarias y propiedades inmobiliarias, entre ellas una mansión en Surrey valorada en varios millones.
Muchos de los integrantes del círculo íntimo de Benazir, marginados por el nuevo jefe (Zardari les restregó bien por la cara el hecho de que su apolítica hermana resultara elegida en Larkana, hasta ese momento feudo de la familia Bhutto), le muestran abiertamente su odio. El tío de Benazir, Mumtaz Bhutto (jefe del clan), le ha censurado sin ambages. Algunos llegan incluso a alentar la grotesca hipótesis de que él tuvo alguna relación con la muerte de su esposa. Pero es absurdo. Zardari sólo intenta cumplir con su legado. No hay duda de que fue acusado de ordenar el asesinato de su yerno, Murtaza Bhutto, cuando Benazir era primera ministra, pero el caso nunca llegó a ser juzgado. Como cabía esperar, una de las primeras medidas de Zardari tras la victoria de su partido en las elecciones de febrero fue el nombramiento de Shoaib Suddle, agente de policía relacionado con la emboscada y asesinato de Murtaza Bhutto, para el cargo de jefe de la Agencia de Inteligencia Federal. La lealtad siempre se paga hasta el último céntimo.
En el conjunto del país, su reputación, siempre escasa, ha caído hasta niveles aún más bajos. Puede que la mayoría de los 190 millones de ciudadanos de Pakistán sean pobres, analfabetos o semianalfabetos, pero de instinto no suelen estar mal. Una encuesta realizada por la New America Foundation hace unos meses ponía de manifiesto que los índices de popularidad de Zardari estaban en horas bajas, en menos del 14%. Esa cifra confirma que él es la peor rebanada posible de la desmigada nación paquistaní. La gente no tendrá nada que decir en su elección. Los conciliábulos parlamentarios ya han decidido el resultado. No me tomo muy en serio la reciente revelación de que un psiquiatra le había diagnosticado una grave demencia, y que era incapaz de reconocer a sus hijos debido a una pérdida de memoria irreparable. Como se sabe, la noticia iba dirigida a los tribunales que podrían juzgarle en Londres o Ginebra por delitos de blanqueo de dinero y corrupción a gran escala. Ahora, todo eso ha quedado en suspenso, porque se le ha proclamado figura esencial en la “guerra contra el terror”.
Quedaba un pequeño misterio por resolver. ¿Por qué dejó de repente Estados Unidos de apoyar al general Musharraf? El 26 de agosto Helene Cooper y Mark Mazzetti, del New York Times, dieron una respuesta al enigma. Según su reportaje, el Departamento de Estado no era partidario de una retirada indecorosa y apresurada pero, sin su conocimiento, un grupo radical neoconservador, dirigido por Zalmay Khalilzad, embajador estadounidense ante el Consejo de Seguridad, asesoraba sin descanso y en secreto a Zardari, ayudándole a planear la campaña de expulsión del general.
Según un alto funcionario, Khalilzad había hablado por teléfono con Zardari, jefe del Partido Popular de Pakistán, varias veces a la semana durante el mes anterior, hasta que tuvo que responder de esos contactos. “¿Puedo pedirle que me explique qué clase de consejos y de ayuda está usted proporcionando?”, escribió Boucher en un airado mensaje electrónico dirigido a Khalilzad. “¿Qué clase de canal es éste: gubernamental, privado o personal?”. Otros destacados cargos del Departamento de Estado recibieron copias del mensaje, que terminó en las manos de New York Times.
Khalilzad es un conspirador empedernido y un maestro en el arte de la intriga. Después de colocar en Kabul a Hamid Karzai (con lamentables resultados, como muchos admiten ahora en Washington), estaba furioso con Musharraf por negarse a apoyar incondicionalmente a su protegido afgano. Khalilzad veía ahora una oportunidad de castigar a Musharraf, intentando al mismo tiempo crear un equivalente paquistaní de Karzai. Zardari reunía las condiciones, ya que está perfectamente capacitado para ser un títere absoluto de Washington. El Gobierno suizo decidió prestar su ayuda, liberando millones de dólares de cuentas bancarias de Zardari, congeladas hasta ese momento a causa de las denuncias de corrupción pendientes. Zardari, al igual que su difunta esposa, y como el dinero que ganó la última vez que ocupó el poder en calidad de Ministro de Inversiones, también está siendo “blanqueado”. Esta debilidad le convertirá en un maleable presidente de Pakistán.
La mayoría de la población paquistaní está totalmente en contra de la presencia de EE UU y la OTAN en Afganistán. Casi el 80% es partidaria de un acuerdo negociado y de la retirada de todas las tropas extranjeras. Hace tres días, un comando estadounidense entró en Pakistán “en busca de terroristas”, causando la muerte de 20 personas inocentes. Se estaba poniendo a prueba a Zardari. Pero si éste permite que las tropas estadounidenses entren “a sangre y fuego” en la provincia fronteriza del noroeste, su carrera será efímera y, de una u otra manera, el Ejército volverá. El Estado Mayor no puede hacer caso omiso a la ira que entre sus filas van acumulando los más jóvenes por verse obligados a matar a su propia gente.
Según la Constitución de 1972, el presidente de Pakistán era una figura decorativa. Los dictadores militares minaron y alteraron la carta magna para adecuarla a sus intereses. ¿Retomará Zardari la Constitución impulsada por su difunto suegro o conservará sus poderes actuales? El país necesita con urgencia un presidente que, actuando como conciencia del mismo, pueda mostrar cierta autoridad moral. En este sentido, la primera figura que se nos viene a la cabeza es el destituido presidente del Tribunal Supremo Iftikhar Chaudhry, y también Imran Khan e I. A. Rehman (presidente de la Comisión de Derechos Humanos), pero la élite gobernante y sus interesados patrocinadores de Washington nunca han tenido en cuenta las necesidades del país. Que tengan cuidado. Las chispas que saltan en la frontera con Afganistán pueden desatar un incendio incontrolable.
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