Por Sergio Ramírez, escritor y ex vicepresidente del Gobierno de Nicaragua en los años ochenta (EL PAÍS, 30/08/08):
Volverse uno invisible ha sido, a través de la historia de la humanidad, la ambición de no pocos. Cuento de primeros en esta lista a quienes lo desearían por necesidad de su profesión, como los magos y prestidigitadores, que hasta ahora deben valerse de trucos de espejos, cajas de doble fondo y otras falsedades para crear ante los espectadores la ilusión de que desaparecen y se vuelven transparentes como el aire. En la misma categoría profesional pondría a los espías que quisieran entrar en los despachos privados para revisar a gusto la correspondencia secreta del enemigo, o los ordenadores; y a los detectives que buscan sorprender por encargo a las parejas de infieles, y podrían así colarse en el mismo lugar de los hechos, es decir, las alcobas clandestinas.
Están también, no podemos decir que faltos de razones profesionales, los ladrones que sueñan con penetrar las cajas blindadas de los bancos y de las joyerías; y ¿por qué no?, los novelistas, que siempre queremos escuchar las conversaciones ajenas con toda impunidad, y así mismo ser testigos de las escenas íntimas que nos están vedadas. Y no olvidemos a los tímidos, que prefieren pasar siempre desapercibidos.
El asunto ha sido resuelto. Un equipo científico de la Universidad de Berkeley, encabezado por el doctor Xiang Zhang, bajo financiamiento del Ejército de Estados Unidos y la Fundación Nacional de Ciencias, ha dado con la clave para ocultar a las personas de la luz visible, y, por supuesto, también a los objetos. Están pensando, por supuesto, en soldados, comandos o batallones enteros, con sus armas e impedimentas, pero, como los inventos militares nunca tardan en pasar a los usos civiles, seguro que un amante podrá llegar pronto sin que nadie lo vea hasta el lecho de la amada.
Un metamaterial -mezcla de metal y placas con circuitos impresos- será capaz de desviar la luz que cae sobre la materia, igual que ocurre con el agua que gira alrededor de una piedra en medio de una corriente. Así, el poder del ojo de percibir el reflejo de la luz quedaría anulado. Volverse invisible significa que alrededor de uno no se creen ni reflexiones ni sombras, y es lo que los científicos de Berkeley han logrado. ¿Dónde se había anunciado ya ese procedimiento científico? Por supuesto, en una novela, El hombre invisible, de H. G. Wells, publicada en Inglaterra en 1897, en plena época victoriana, la época de los inventos fantasiosos.
El científico de la novela, Jack Griffin, descubre que si el índice refractivo de una persona es reducido a la exacta proporción que tiene el del aire, y, por tanto, su cuerpo no absorbe ni refleja la luz, entonces esa persona se volverá invisible a los ojos de los demás. No me cabe duda de que el doctor Xiang Zhang y los miembros de su equipo son devotos lectores de H. G. Wells, en el que han encontrado su fuente de inspiración imaginativa, porque la ciencia necesita de imaginación. Todo un siglo de espera para hacer posible lo que la invención literaria ya había concebido. Desaparecer de la vista, no a consecuencia de un acto de magia bajo la carpa de un circo ambulante, sino de la manipulación científica, alterando las leyes de la materia.
Las novelas son las que crean primero la realidad y son capaces de predecir el futuro. Por lo menos, podemos decir eso respecto a los novelistas del XIX, que tenían todo el lejano futuro por delante, y la conciencia de vivir en un presente que se deslizaba lentamente hacia el pasado, sin aspavientos ni premuras. Los grandes inventos eran pocos, aunque trascendentales: la fotografía, la máquina de vapor, el ferrocarril, el cable transatlántico, y los primeros atisbos del cine y la aviación.
Hoy, el concepto de futuro ha cambiado, e invade de manera vertiginosa el presente, que se deshace en nuestras manos. No es posible contar los inventos que transforman a diario la vida práctica porque se suceden en multitud, y sustituyen a otros recién inventados, volviéndolos obsoletos. Todo es provisional en nuestras vidas y, por tanto, nadie puede imaginar portentos, pues serán desmentidos de inmediato, o rebasados, por los dueños de la nueva imaginación, que en lugar de escribir novelas sobre artilugios e invenciones del futuro, los ponen en práctica, dejando desnuda, o al menos en harapos, a la vieja ciencia ficción.
Por eso es que escritores como Julio Verne o H. G. Wells podían adelantarse al futuro con alguna ventaja, porque vivían en un presente más despejado, en el que las novelas tenían aún más peso que la realidad, en ese género que entonces se llamó futurismo. Verne concibió en el lejano siglo XIX las exploraciones submarinas, los descensos al centro de la tierra, los cohetes espaciales, los viajes alrededor del mundo. Wells, al primer hombre en la Luna, la máquina del tiempo, los híbridos entre hombres y animales, gracias a la manipulación genética, en La isla del doctor Moreau, las invasiones extraterrestres en La guerra de los mundos; y al hombre invisible. Algunas de sus profecías faltan por cumplirse.
Lo único malo es que el pobre Griffith, el personaje de Wells que se vuelve invisible, no goza de los beneficios de su invento, que se convierte más bien en una fuente de continuas desgracias, persecución, desesperación y locura, atormentado por el hecho de que ya nunca más podrá regresar a su estado original. De allí las ventajas incomparables de poder mirarse uno al espejo, en lugar de deshacerse en el aire.
Volverse uno invisible ha sido, a través de la historia de la humanidad, la ambición de no pocos. Cuento de primeros en esta lista a quienes lo desearían por necesidad de su profesión, como los magos y prestidigitadores, que hasta ahora deben valerse de trucos de espejos, cajas de doble fondo y otras falsedades para crear ante los espectadores la ilusión de que desaparecen y se vuelven transparentes como el aire. En la misma categoría profesional pondría a los espías que quisieran entrar en los despachos privados para revisar a gusto la correspondencia secreta del enemigo, o los ordenadores; y a los detectives que buscan sorprender por encargo a las parejas de infieles, y podrían así colarse en el mismo lugar de los hechos, es decir, las alcobas clandestinas.
Están también, no podemos decir que faltos de razones profesionales, los ladrones que sueñan con penetrar las cajas blindadas de los bancos y de las joyerías; y ¿por qué no?, los novelistas, que siempre queremos escuchar las conversaciones ajenas con toda impunidad, y así mismo ser testigos de las escenas íntimas que nos están vedadas. Y no olvidemos a los tímidos, que prefieren pasar siempre desapercibidos.
El asunto ha sido resuelto. Un equipo científico de la Universidad de Berkeley, encabezado por el doctor Xiang Zhang, bajo financiamiento del Ejército de Estados Unidos y la Fundación Nacional de Ciencias, ha dado con la clave para ocultar a las personas de la luz visible, y, por supuesto, también a los objetos. Están pensando, por supuesto, en soldados, comandos o batallones enteros, con sus armas e impedimentas, pero, como los inventos militares nunca tardan en pasar a los usos civiles, seguro que un amante podrá llegar pronto sin que nadie lo vea hasta el lecho de la amada.
Un metamaterial -mezcla de metal y placas con circuitos impresos- será capaz de desviar la luz que cae sobre la materia, igual que ocurre con el agua que gira alrededor de una piedra en medio de una corriente. Así, el poder del ojo de percibir el reflejo de la luz quedaría anulado. Volverse invisible significa que alrededor de uno no se creen ni reflexiones ni sombras, y es lo que los científicos de Berkeley han logrado. ¿Dónde se había anunciado ya ese procedimiento científico? Por supuesto, en una novela, El hombre invisible, de H. G. Wells, publicada en Inglaterra en 1897, en plena época victoriana, la época de los inventos fantasiosos.
El científico de la novela, Jack Griffin, descubre que si el índice refractivo de una persona es reducido a la exacta proporción que tiene el del aire, y, por tanto, su cuerpo no absorbe ni refleja la luz, entonces esa persona se volverá invisible a los ojos de los demás. No me cabe duda de que el doctor Xiang Zhang y los miembros de su equipo son devotos lectores de H. G. Wells, en el que han encontrado su fuente de inspiración imaginativa, porque la ciencia necesita de imaginación. Todo un siglo de espera para hacer posible lo que la invención literaria ya había concebido. Desaparecer de la vista, no a consecuencia de un acto de magia bajo la carpa de un circo ambulante, sino de la manipulación científica, alterando las leyes de la materia.
Las novelas son las que crean primero la realidad y son capaces de predecir el futuro. Por lo menos, podemos decir eso respecto a los novelistas del XIX, que tenían todo el lejano futuro por delante, y la conciencia de vivir en un presente que se deslizaba lentamente hacia el pasado, sin aspavientos ni premuras. Los grandes inventos eran pocos, aunque trascendentales: la fotografía, la máquina de vapor, el ferrocarril, el cable transatlántico, y los primeros atisbos del cine y la aviación.
Hoy, el concepto de futuro ha cambiado, e invade de manera vertiginosa el presente, que se deshace en nuestras manos. No es posible contar los inventos que transforman a diario la vida práctica porque se suceden en multitud, y sustituyen a otros recién inventados, volviéndolos obsoletos. Todo es provisional en nuestras vidas y, por tanto, nadie puede imaginar portentos, pues serán desmentidos de inmediato, o rebasados, por los dueños de la nueva imaginación, que en lugar de escribir novelas sobre artilugios e invenciones del futuro, los ponen en práctica, dejando desnuda, o al menos en harapos, a la vieja ciencia ficción.
Por eso es que escritores como Julio Verne o H. G. Wells podían adelantarse al futuro con alguna ventaja, porque vivían en un presente más despejado, en el que las novelas tenían aún más peso que la realidad, en ese género que entonces se llamó futurismo. Verne concibió en el lejano siglo XIX las exploraciones submarinas, los descensos al centro de la tierra, los cohetes espaciales, los viajes alrededor del mundo. Wells, al primer hombre en la Luna, la máquina del tiempo, los híbridos entre hombres y animales, gracias a la manipulación genética, en La isla del doctor Moreau, las invasiones extraterrestres en La guerra de los mundos; y al hombre invisible. Algunas de sus profecías faltan por cumplirse.
Lo único malo es que el pobre Griffith, el personaje de Wells que se vuelve invisible, no goza de los beneficios de su invento, que se convierte más bien en una fuente de continuas desgracias, persecución, desesperación y locura, atormentado por el hecho de que ya nunca más podrá regresar a su estado original. De allí las ventajas incomparables de poder mirarse uno al espejo, en lugar de deshacerse en el aire.
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