Por Jorge Urdánoz, doctor en Filosofía, Visiting Scholar en la Universidad de Columbia, Nueva York (EL PAÍS, 20/09/08):
Me acordé de Ulrich Beck y de sus “categorías zombis” tras la lectura del artículo Afinidades despectivas, en el que José María Lassalle (EL PAÍS, 12/8/2008) narra el ascenso y caída de los neocons en el interior de la Administración de Bush. Beck denomina zombis a ciertos conceptos que, aunque alguna vez tuvieron vida, sobreviven en nuestros días sólo como sombras lingüísticas, sin contenido preciso ni márgenes claros, incapaces de clarificar el debate ni, por tanto, de orientar la acción. “Soberanía”, “clase”, “nación”… todas esas expresiones albergaron en su día un significado cabal, pero hoy se encuentran lejos de proporcionarnos un utillaje teórico eficaz.
Dado su carácter equívoco, neocon tiene mucho de categoría zombi. Lassalle sitúa el origen de tal ideología en la paranoia anticomunista del macartismo y asigna a Leo Strauss el título de padre intelectual del movimiento. Sin embargo, Fukuyama afirma que Strauss careció de influencia en los neocon y que el núcleo fundador surgió en los años cincuenta en el City College de Nueva York. El macartismo vendría después, actuando como catalizador, no como origen.
Los desacuerdos no acaban ahí. Según Tzvetan Todorov, el referente de los neocons sería el mismísimo Mayo del 68. A su juicio, ese “proyecto de transformación radical y violento de la sociedad ha renacido bajo otra forma, en el seno de una doctrina erróneamente llamada neo-conservadurismo (se trata en realidad de neorrevolucionarios)”. El socialista Jordi Sevilla ha escrito -en la interpretación probablemente más endeble- que el movimiento neocon “es heredero de los filósofos posmodernos del pensamiento débil y de la crítica a los grandes relatos explicativos de la historia”. Y en el lenguaje popular, por último, neoconha acabado significando algo cercano a “extremista de derecha”, siendo utilizado (arrojado, más bien) en los debates de la misma manera que sus antepasados más o menos lejanos fascista o facha.
Cabría así sostener, dada la corta vida del término, que más que ante un concepto zombi nos hallamos ante un conceptoaborto. Los conceptos zombis una vez estuvieron vivos, pero este de neocon parece haber nacido ya muerto, incapacitado para posibilitar un debate con sentido. Algo hay de eso en el artículo de Lassalle, algo que suscita en su lectura cierta sensación de extrañeza. Lassalle celebra el declive de la doctrina, a su juicio neocon, de Leo Strauss, que carecerá de valedor gane Obama o gane McCain. Y sin embargo…
Sin embargo, cuando dejamos a un lado etiquetas y clasificaciones, lo cierto es que la postura defendida por Strauss, o una muy similar, la sustenta en nuestro país la jerarquía católica. La inquina al liberalismo, al hedonismo, al supuesto nihilismo y, en fin, al relativismo liberal se asocia aquí entre nosotros con los púlpitos y las sotanas, no con los think tanks ni con los despachos universitarios. No es nada neocon lo que destila Strauss con su desconfianza en la razón y su defensa de las “verdades inspiradas en la revelación”, sino sencillo tradicionalismo premoderno. La savia filosófica que nutre su discurso es idéntica a la que podemos encontrar en muchos de los comunicados de la Conferencia Episcopal: sólo hay que sustituir alMayflower por el catecismo católico.
De hecho, la oposición de Strauss a Popper y sus maniobras para impedir su desembarco en la Universidad de Chicago tras la Segunda Guerra Mundial recuerdan mucho -salvando obvias distancias- a lo que tuvo que aguantar aquí Ortega, tras la Guerra Civil, de manos de las autoridades nacionalcatólicas que monopolizaban el mundo académico. En ambos casos nos encontramos, por un lado, con pensadores de relieve internacional que representan la modernidad y los ideales liberales que la encabezan, y por el otro, con un establishment que, lejos de hacerles un hueco y escuchar su discrepancia, les cierra el paso. Y en ambos casos, por cierto, es Carl Schmit el pensador de referencia para el bando que rehúye el debate e intenta silenciar la voz discordante (la diferencia está aquí en que mientras Strauss se bate en su obra con Nietzsche y Heidegger, en la España franquista ningún rival de Ortega era capaz de ir más allá de la Escolástica tomista).
Y por descontado, lo que queda de ese tradicionalismo se refugia entre nosotros en el mismo Partido Popular al que el propio Lassalle pertenece, de ahí la extrañeza que suscita su artículo. Se trata de paradojas habituales en los partidos atrapalotodocomo el PP, que han de aglutinar en su seno corrientes muy diversas para no perder fuerza. La cuestión es si, frente a la corriente liberal que Lassalle encabeza, existe en el PP alguna facción neocon. Interpretando neocon en su sentido más específico, el que le da Fukuyama, yo diría que apenas. Los autotitulados neocons que hay en el PP son más bien teocons. Las arremetidas contra el relativismo ilustrado vienen siempre del lado religioso, y no es extraño que sea la Cope la que más alimenta esa tendencia.
Los neocon se caracterizan sobre todo por cuestiones de política exterior. Apuestan por utilizar la descomunal maquinaria militar americana para imponer la democracia por la fuerza y, contra cierta lectura simplista, no es el petróleo o el poder lo que les mueve, sino el idealismo. La invasión de Irak habría sido la primera tentativa de transformar manu militari una dictadura en una democracia liberal. El experimento presumía tanto una guerra rápida, sin apenas bajas por parte americana (y no excesivas del lado iraquí), como la súbita transformación del país en una democracia.
Pero la desgarradora sangría a la que hemos asistido nada ha tenido que ver con aquel desdichado plan de laboratorio, razón por la que, incluso bajo ésta que es la más benigna de las hipótesis interpretativas, lo mínimo que habría de esperarse por parte de los promotores de la guerra es que su conciencia no quedara incólume. Y ello aunque, como defiende Vargas Llosa, al final la guerra se acabe ganando (y he ahí toda una expresión zombi, por cierto: “ganar la guerra de Irak”).
A través del protagonista de su novela La insoportable levedad del ser -un médico checoslovaco que representa la dignidad y el coraje moral ante la pesadilla totalitaria comunista-, Milan Kundera recrea el mito de Edipo como una alegoría del arrepentimiento. A pesar de su irreprochable inocencia, Edipo se arranca los ojos cuando cobra conciencia de lo que ha hecho: la atrocidad de lo sucedido pesa en él como una carga insufrible. A partir de ahí Kundera descubre en la ausencia de arrepentimiento un criterio moral para detectar el mal, ese mal con mayúscula del que fueron culpables los comunistas que destrozaron su país. Vueltos hacia los neocons, hacia sus inopinados aliados a lo Aznar y hacia la reveladora tranquilidad de conciencia que les acompaña, idéntico dictamen arrojan hoy los ojos de Edipo.
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