Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 28/09/08):
Me envía Maite Pagaza la película que acaba de presentar la Fundación Víctimas del Terrorismo, instándome a que la vea con el señuelo de que «sólo dura 14 minutos». Hacía tiempo que no empleaba tan bien un cuarto de hora y no se arrepentirán si, siguiendo mi consejo, aprovechan el enlace que mantendremos activo durante las jornadas de hoy y mañana en la portada de nuestra edición electrónica (www.elmundo.es).
Se titula Las Voces de Antígona y consiste en la reconstrucción del mito de la heroína de Sófocles que al enterrar el cadáver de su hermano Polinices desafía y desobedece el decreto del dictador de Tebas, Creonte, que ordenaba que permaneciera insepulto por no haber sido «un buen patriota». La peculiaridad del cortometraje reside en que cada uno de los episodios de la tragedia clásica aparece ilustrado por el relato de una Antígona contemporánea, hasta sumar una decena de testimonios que cruzan las fronteras de las ideologías, las generaciones e incluso las referencias étnicas y culturales.
Así, la memoria de Ana María Vidal Abarca, viuda de un comandante asesinado por ETA en el 80, sirve para recordar el ostracismo emocional, la clandestinidad en el dolor, al que la comunidad nacionalista, con la complicidad de la Iglesia vasca, condenaba en aquellos años a las familias de las víctimas, como si la colaboración de los ejecutados por la banda con el supuesto opresor atávico de la polis euskalduna las hiciera merecedoras, en palabras de Creonte, del castigo adicional de «ver el cadáver devorado y maltratado por aves rapaces y por perros».
Así, la anécdota de Cristina Cuesta sobre los dueños de la cafetería guipuzcoana que, tras el asesinato de su padre -delegado de Telefónica en la zona-, le sugirieron a ella y sus amigas que tomaran la cerveza en otro sitio porque habían recibido amenazas por tenerlas como clientes, viene a reconstruir la cobardía moral de Ismene, la hermana de Antígona que se declara paralizada por el miedo, «incapaz de actuar y oponer resistencia» a la autoridad porque «el realizar acciones superiores a las posibilidades de uno no tiene sentido alguno».
Así, la denuncia de Natividad Rodríguez, viuda del dirigente socialista Fernando Buesa, describiendo cómo en los días posteriores al crimen brotaban a su paso pintadas de tinta roja con el «ETA, ¡mátalos!», pone en evidencia que la obsesión de todo totalitarismo -como el que practicaban quienes instaban a Creonte a adoptar las medidas más extremas contra los «traidores» a su concepción integrista de Tebas- es perseguir a sus enemigos más allá de la propia muerte.
Así, la firme entereza de Aisha Mohamed, viuda de un policía nacional de origen magrebí («Nos tienen que oír»), Pilar Ruiz, madre de Joseba Pagaza («Que el grito de libertad de mi hijo llegue al mundo»), o Pilar Elías, obligada a vivir en el mismo inmueble que el asesino de su marido Ramón Baglieto («No nos van a callar»), al declararse dispuestas a seguir reivindicando la memoria de sus deudos, permite constatar que 26 siglos después, la insumisión, la valerosa rebeldía ante la injusticia siguen respondiendo a la llamada de la sangre desde lo más hondo y noble del corazón humano con la misma indesmayable convicción que llevó a la heroína de Sófocles a cumplir con su destino.
Son, en efecto, las «voces de Antígona». Voces de mujer como las de Teresa Jiménez-Becerril o Irene Villa, como las de María San Gil o Rosa Díez, como las de la propia Maite Pagaza o la hermana de Miguel Angel Blanco. Voces que emocionan y enardecen. Voces que turban la mirada, quiebran el aliento y te hielan el alma. Ninguna ley de igualdad logrará que los sentimientos de un varón produzcan similares grados de empatía. Es el grito profundo de la especie, es el ansia de perpetuación y trascendencia, es el instinto de conservación del ser humano clamando desde el útero de las entrañas de la Tierra.
Hegel definió esta tragedia como «la más sublime de todos los tiempos». Antígona se resigna a ser castigada con la peor de las penas -el enterramiento en una gruta tapiada con apenas un poco de comida- por haber transgredido un código cruel y absurdo, sectario y maniqueo: «Sin haber conocido el tálamo, sin haber escuchado los cantos de mi boda, sin haber obtenido asignación de matrimonio alguno ni de una criatura infantil… me encamino viva a las profundidades de los muertos». Bertolt Brecht y Jean Anouilh, Salvador Espriu y María Zambrano, Carl Orff y Rolf Hochhuth son algunos de los últimos grandes creadores subyugados por la dimensión de ese sacrificio. Ni siquiera Zapatero, con ayuda de Zerolo, podrá conseguir que la palabra mater signifique nunca algo distinto de aquello a lo que renuncia Antígona.
He querido encontrar alguna forma especial de dejar constancia de mi aplauso, reconocimiento y admiración hacia el brillante guión y la sobria locución de Felipe Hernández Cava -colaborador habitual de nuestras páginas culturales-, hacia la inteligente realización de Pedro Arjona, hacia la emocionante música compuesta para la ocasión por Javier López de Guereña y hacia la serena eficacia con que Jorge M. Reverte ha producido esta película; y no se me ha ocurrido otra mejor que retomar la narración allí donde ellos la terminan.
La última cita de Sófocles que se escucha en la pantalla es la severa pregunta con la que el adivino Tiresias pone contra las cuerdas a Creonte: «¿Qué heroicidad hay en volver a matar al que ya está muerto?». Pero en ese mismo monólogo hay una apelación, no a la clemencia, sino a la cordura del tirano: «Recapacita, pues común a todos los hombres es equivocarse; pero después de equivocarse ya no es insensato ni desdichado quien, tras caer en esa enfermedad, procura curarse y no hacerse inflexible».
¿Pero a quién iría dirigida hoy, aquí y ahora esta recomendación? Comprendo perfectamente el significado de ese plano en el que la fachada de Ajuria Enea va cayendo como una persiana sobre el espectador que los autores de Las Voces de Antígona han incluido justo antes de la intervención de la madre de Pagaza. Para mí también es obvio que Creonte es Ibarretxe, pues no en vano su propio hijo, Hemon, le fustiga con palabras que muy bien podría haber pronunciado Josu Jon Imaz durante alguna de sus discusiones en familia: «Aquellos que piensan que sólo ellos tienen razón o que sólo ellos tienen una lengua y un alma que no tiene nadie más, aparecen vacíos si se les quita el caparazón».
Ese es el problema del nacionalismo: que debajo de su máscara tribal no hay nada consistente que justifique su razón de ser como oferta política diferenciada. Y menos en la era de la globalización, la Europa sin fronteras y la revolución de internet. Pero Ibarretxe ha recogido el martillo pilón de manos de ese viejo terrible en que se ha convertido Arzalluz y como lehendakari trata de mantener a los suyos, dale que te pego, picando piedra en la cantera, acantonados en el dogma del soberanismo. Hasta Otegi le desborda en lucidez cuando plantea que «algo estaremos haciendo mal si resulta que llevamos 100 años liberando Euskal Herria y no lo hemos conseguido».
No en vano el animal emblemático de Tebas es el mismo elegido por ETA como símbolo: la serpiente. Cualquiera diría que el Coro de ancianos de la ciudad no sólo está hablando de lo que ocurrió tras el incesto de Edipo con su madre, de la guerra civil entre sus hijos Eteocles y Polinices o de la tragedia que se cierne ahora tanto sobre Antígona como sobre su verdugo, sino también del espanto recurrente que una y otra vez se apodera del espacio político y social en el País Vasco que conocemos: «A aquellos cuya morada sea sacudida por el dios no les falta desastre alguno, sino que éste les persigue durante un sinfín de generaciones. Desde la fundación de la casa están recayendo penalidades sobre penalidades y no consigue librar de ellas una generación a la siguiente».
El Coro identifica el origen de sus males con «el funesto carcoma de los dioses infernales» -o sea la hubris, o sea la arrogancia- y explica muy bien la dinámica que desencadena la violencia más extrema: «Es igual que el oleaje del mar que cuando, impulsado por los airados vientos tracios, invade el oscuro fondo submarino, remolinea desde las profundidades la negruzca arena y hace que rujan con estruendo los acantilados azotados por los vientos y los embates de las olas». Se habla mucho del árbol y las nueces, pero desde que llegó a Ajuria Enea ni un solo día ha dejado Ibarretxe de «impulsar los airados vientos tracios», destinados a remover «la negruzca arena» del agravio imaginario y el victimismo irredentista que sirven de caldo de cultivo al «estruendo» de las pistolas.
Sólo el coraje de Antígona, invocando principios superiores a sus leyes arbitrarias, y la denuncia de Tiresias, símbolo del compromiso del intelectual en el proceso de formación de la opinión pública, hacen tambalearse el mundo fanático de Creonte. Su primera reacción es considerar que la una es una loca peligrosa que amenaza el principio de autoridad y el otro, un mensajero venal que trafica con sus pronósticos. Pero cuando ellos, como estas mujeres admirables que velan por la memoria, dignidad y justicia debidas a las víctimas del terrorismo, o los escritores y activistas que las respaldan no dan un solo paso atrás ni siquiera ante el riesgo de la muerte, Creonte empieza a sentirse corroído por la duda.
Es el momento de su esquizofrenia. Pasa de un confortable sistema monolítico en el que el ejercicio del poder es algo lineal y consecuente a un incómodo dualismo en el que las palabras se neutralizan entre sí y los hechos se contradicen unos a otros. En ésas está ahora Ibarretxe, homenajeando a las víctimas y dando a la vez hilo a la cometa de sus verdugos.
«Por eso tengo mi alma con mucha desazón», dice Creonte intuyendo la que se le puede venir encima. «Pues el ceder es cosa espantosa, pero a su vez enfrentarme y lastimar así mi coraje con un desastre entra también en la categoría de lo espantoso».
Entonces Sófocles introduce en la tragedia un golpe de efecto que parece anticipar los juegos de enredo de la commedia dell’arte. Viendo la nueva disposición del dictador, el Corifeo le da un doble consejo con tintes perentorios: «Ve allá y saca a la muchacha del cobertizo subterráneo y dispón sepultura para el cadáver que yace a la vista de todos». Creonte se resiste pero termina accediendo porque «no se debe en modo alguno sostener un combate condenado al fracaso». Lo que ocurre es que aplica los remedios en el orden inverso al que le han recomendado: primero entierra a Polinices y cuando se dirige a liberar a Antígona recibe la noticia de que ella ya se ha inmolado en el altar del cautiverio al que le ha llevado su trágico deber. La catarsis se reproduce en cadena cuando el hijo del tirano, Hemon, y su madre Eurídice optan por el mismo camino del suicidio. La hecatombe aplasta a Creonte. Además de malvados, los fanáticos suelen ser bastante tontos.
No es otra la sensación que produce la imagen de Ibarretxe acudiendo inesperadamente al primer homenaje que se rendía en el Parlamento vasco a un militar asesinado por ETA y dando el pésame al jefe del acuartelamiento de Araca y a los demás compañeros del brigada Conde, para reincorporarse de inmediato a la ridícula tarea de mantener en pie, con respiración asistida, un plan desquiciado que implica la expulsión de ese Ejército de ocupación del País Vasco; un plan que, como mínimo, sirve de coartada moral y aliento a quienes están preparando ya la bomba que matará a la siguiente persona uniformada. El lehendakari debería hacer exactamente lo contrario porque en este caso el orden de factores sí altera el producto: primero, desactivar esa bomba, quitándole la espoleta soberanista; luego, contribuir al rito mortuorio con su pésame en versión rostro de espátula.
Creonte únicamente se viene abajo cuando esa «funesta carcoma de los dioses infernales» no sólo se lleva por delante a su empecinada antagonista, sino también a sus seres más queridos: «¡Ay, yerros de mis mentes demenciales, intransigentes, mortales! ¡Oh vosotros que contempláis a los asesinos y las víctimas entre sí emparentados! ¡Ay de mí, qué cosas más desdichadas las decisiones que tomé!».
Si ETA hubiera llegado a consumar la sádica matanza de ertzainas que perpetró en Ondarroa, atrayendo a los agentes autonómicos con cócteles molotov hacia el lugar en el que iba a estallar el coche bomba, ahora veríamos a Ibarretxe dándose de golpes en la pared, tirándose de sus últimos cabellos y entonando esta palinodia. Y si no saliera de él, no faltaría en el Euskadi Buru Batzar quien le escribiría tal guión. No digamos nada si el asesinado fuera un día un jerifalte del propio PNV.
Todos saben que así que pasen otros 100 años la farsa de su independentismo de chapela sólo seguirá engendrando dolor y muerte, pero al único que se atrevió a insinuarlo en público lo condenaron primero al exilio y luego a una precoz jubilación dorada. Las voces de Antígona taladran ya sus tímpanos, pero en lugar de actuar en consecuencia estos tozudos jelkides se limitan a tratar de cubrir las apariencias.
Lo que Sófocles les advierte es que siempre llega un momento en el que todo se precipita. «La intransigencia es con mucho la más grande calamidad que asedia al hombre», concluye el Mensajero que comunica al tirano los desastres por él desencadenados. «Llevadme fuera de aquí, a mí, que más que un miserable soy uno que ya no existe», suplica Creonte tratando de inspirar en vano esa compasión ante el sufrimiento que él sólo supo expresar tarde, mal y nunca. El Coro sentencia entonces que «los razonamientos inmoderados de los arrogantes tienen como castigo golpes inmoderados» y la oscuridad y el silencio de los siglos vuelven a adueñarse del teatro griego de la vida.
2 comentarios:
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