Por Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE y comentarista político (EL PAÍS, 15/09/08):
Desde que el mundo existe, cuando un Ejército extranjero cerca una ciudad es para obligarla a capitular y rendirse o para atacarla y destruirla. La historia está llena de episodios de este carácter. El espíritu de conquista y la voluntad de dominación atraviesan la historia universal a lo largo de los siglos y hasta nuestros días.
Un espectador objetivo que mire un mapa y contemple lo que está sucediendo hoy, tiene que reconocer que no ya una ciudad, sino todo un país que por el estrecho de Bering linda con Estados Unidos y ocupa una enorme extensión del continente euroasiático, un país que luchó en la Primera Guerra Mundial al lado de las potencias liberales de la época y en la Segunda Guerra Mundial fue un factor decisivo en la destrucción de la poderosa máquina militar nazi, sin cuya derrota no existiría hoy una Europa libre, está siendo cercado militarmente por Estados Unidos, directamente o utilizando la OTAN.
El pretexto para esta operación colosal, que no hubieran soñado ni César ni Alejandro ni Napoleón, es unas veces la implantación del escudo antimisiles de los norteamericanos, otras el terrorismo de Bin Laden y otras la defensa del derecho de autodeterminación de Kosovo y la oposición a este mismo principio en Osetia y Abjazia. Un pretexto que por mucha verborrea y mucha tinta que se derrame en su defensa no se tiene en pie.
No es ésta una operación nueva. Antes hemos conocido un aspecto distinto de la misma operación; aludo, como habrá adivinado el lector, a la guerra fría librada por EE UU con el apoyo de Europa contra la Unión Soviética. Cierto que entonces había razones ideológicas que a los ojos de un amplio sector de la opinión pública podían justificar tal política: en la URSS, había un sistema económico-social que representaba un peligro para el sistema capitalista. Se le denominaba comunismo, aunque sólo fuera un sistema en que la propiedad estaba en manos del Estado. Pero esto, junto con el régimen de partido único, daba fundamento a dicha guerra fría.
Pero aquel sistema hizo implosión. Y el Estado ruso quedó momentáneamente vacilante como un gigante sonado; había perdido su poder y parecía descomponerse. Cambió el sistema social, surgió una burguesía salvaje que se apoderó de las riquezas creadas con el trabajo del pueblo, aparecieron los nuevos ricos y el pluralismo político, con partidos que defendían los intereses de las diversas clases sociales. Hubo elecciones de estilo occidental y Rusia volvió a integrarse en el mundo capitalista. Territorios importantes, tanto en Europa, como en Asia Central, en Transcaucasia y la Costa del Mar Negro, que llevaban siglos perteneciendo al imperio ruso y después de la Unión Soviética, lograron su independencia transformándose en nuevos Estados. La Rusia surgida de las ruinas de la Unión Soviética aceptó los cambios y, poco a poco, apoyándose en su riqueza en materias primas, y sobre todo en petróleo y gas, fue poniéndose en pie. Y el mundo pudo ver que Rusia, pese a todo, seguía siendo una gran nación, con un peso internacional disminuido, pero todavía grande. Es una realidad: Rusia ha perdido la guerra fría pero no ha desaparecido. Está ahí, forma parte del concierto mundial, con una posición privilegiada entre Asia y Europa.
¿Y qué tratan de hacer los que prometían un nuevo orden mundial de paz y colaboración en este planeta? Levantar una barrera de sospecha frente a la Rusia de hoy que recuerda el cordón de seguridad frente a la Unión Soviética, llevar su poderío militar a los nuevos Estados en Europa y Asia, crear un anillo militar en su torno. Y si faltaba algo, ese clon de Bush que está resultando ser McCain ya incluye a Rusia, junto a Irán, entre las amenazas a EE UU y a Occidente.
Examinemos fríamente la realidad: la Rusia de hoy ya no se diferencia ideológicamente de Occidente. Seguramente su democracia tiene imperfecciones. Pero ¿acaso EE UU, particular-mente bajo la presidencia de Bush, es una democracia perfecta? ¿Y Guantánamo? ¿Y la supresión del hábeas corpus y los miles de presos sin juzgar durante años por no haber de qué inculparlos? ¿Y las prisiones secretas que los norteamericanos mantienen en países extranjeros, donde se tortura a los presos? Un observador objetivo tiene que reconocer que el conflicto entre Rusia y Occidente no tiene actualmente más causas que las que han provocado la mayor parte de las guerras que ha conocido el mundo: el egoísmo imperialista. Rusia posee petróleo y gas y otras materias primas. Y si se le cerca militarmente es para arrebatárselas.
Tenemos que entender que estamos en un mundo que hace unos años era bipolar, pero que marcha hacia la multipolaridad inexorable. China e India, por referirme a los ejemplos más evidentes, están ahí llamando a la puerta.
El interregno entre la bipolaridad y la multipolaridad lo utiliza EE UU para intentar ser el único líder mundial. Pero, además de ser esto imposible, EE UU ha demostrado que no está cualificado para ocupar este puesto, pues lo que ha conseguido montar es el nuevo desorden mundial que hoy reina.
El intento de hacer de Rusia un satélite de Occidente no es más que un dislate que hay que rectificar, pues a lo único que nos llevaría es a una tercera guerra mundial.
Y eso es lo que estamos aún a tiempo de evitar.
Este mundo necesita un cambio de rumbo radical si quiere no seguir marchando hacia un porvenir trágico.
Ya sé que estoy haciendo un planteamiento que puede parecer brutal y tremendista. Pero en los centros de poder internacional hay mucho loco e “imbécil culto”, tantos que si volaran oscurecerían el sol. Si nos descuidamos puede hacerse tarde para el cambio, para enderezar el rumbo de la política mundial.
En todo el planeta existe hoy el sentimiento, quizá confuso, de la necesidad de cambio. Pero el cambio urge. Y es triste contemplar a los políticos y a los diplomáticos reunirse constantemente para no llegar a un buen resultado, mientras los conflictos y los problemas se eternizan sin solución.
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