Por Nicole Muchnik, periodista y pintora. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 14/09/08):
Si en Francia quedan viejos estalinistas de pura cepa, éste es su momento de gloria: el recién creado Instituto para la Democracia y la Cooperación, nueva criatura de la propaganda de Putin dirigida a los franceses, va a estar dirigido por Natalia Narochnitskaya, historiadora y miembro de la Academia de Ciencias, ex diputada de la Duma y ex vicepresidenta de la Comisión de Asuntos Exteriores pero, sobre todo, conocida en Francia como autora de un libro como mínimo desconcertante, cuyo título,¿Qué queda de nuestra victoria? Rusia-Occidente: el malentendido, encubre una rehabilitación ligeramente edulcorada de la época de Stalin o, en todo caso, del Stalin de la victoria de 1945.
Siempre es interesante tratar de comprender el punto de vista del otro. En este sentido, Narochnitskaya ofrece un ejercicio intelectual refrescante. El otro interés del libro reside en el hecho de que expresa, prácticamente al pie de la letra, el pensamiento de Putin y la nueva y poderosa corriente del nacionalismo casi místico de la Rusia actual, un elemento que deberá tenerse en cuenta en las relaciones internacionales durante los próximos años.
El libro examina punto por punto la historia de la antigua URSS y de relaciones con las democracias, y las afirmaciones que hace la autora son a menudo terminantes. Rehabilitar a Stalin es un ejercicio difícil pero que no le asusta. “Sí, defiendo la victoria de la URSS comunista, aunque no simpatizo con la revolución ni con todos sus demonios. Pero hago esta pregunta políticamente incorrecta: ¿qué ocultan los esfuerzos de Occidente para convertir a Stalin en el peor criminal de todos los tiempos y todos los pueblos?”. Stalin “tenía sin duda proyectos de hegemonía mundial”, pero, en los años treinta y, sobre todo, en el periodo entre 1940 y 1950, se opuso a Occidente porque éste “pretendía explotar la URSS y sus recursos”. Y la denuncia que hizo Jruschov del culto a Stalin “convenía perfectamente a los intereses de Occidente”. En cuanto a Lenin, la autora opina, no sin motivos, que es moralmente tan responsable como Stalin de la represión ejercida por la “justicia revolucionaria”. Sí, hay que olvidarse definitivamente del “revisionismo” de Gorbachov y Yeltsin, que “aullaron sobre las tumbas de sus padres”.
A diferencia de los filocomunistas que aún existen en la izquierda occidental, a Narochnitskaya todas las palabras duras le parecen pocas para referirse a los padres del marxismo y a los bolcheviques, porque hay que saber que “el desprecio hacia la nación rusa tiene sus orígenes en Engels”, cuya misión era, como hoy la de Occidente, “empujar a los polacos contra Rusia”. La autora nos recuerda que los revolucionarios de 1917 no desdeñaron que les financiara en parte Inglaterra, con los 21 millones de rublos de Lloyd George, ni “de los 5 a 40 millones de marcos solicitados por el Ministerio alemán de la Guerra a su Ministerio de Finanzas”. En resumen, la revolución hacía el juego a las potencias extranjeras interesadas en crear el caos en Rusia.
Es dar la vuelta a toda la historia tal como la conocemos. Los rusos actuales, explica la autora, condenan las represiones “totalmente injustificables” de la época revolucionaria, pero creen que la demonización de Stalin, su asimilación con Hitler, es una maquinación destinada a desacreditar la propia Victoria (la autora utiliza siempre mayúscula y a menudo habla de la Gran Victoria). Una Victoria que permitió el restablecimiento de la Rusia histórica, la recuperación de las adquisiciones de Pedro el Grande, precisamente lo que Occidente no pudo soportar. Y ese punto crucial es en el que la autora y los rusos nacionalistas de hoy condenan a todos los bolcheviques. Porque “Lenin era occidentalista y el bolchevismo era una forma de rechazo de todo lo que era nacionalismo ruso”. En este orden de ideas, Narochnitskaya emprende incluso cierta rehabilitación de los rusos blancos, que, lejos de ser los malos de la historia, “estaban firmemente apegados al mantenimiento de una Rusia unida”, mientras que los bolcheviques estaban dispuestos a “vender los territorios”.
Hay una serie de motivos a los que se suele aludir para explicar el pacto Hitler-Stalin -o, mejor dicho, Molotov-Ribbentrop- de 1939, en especial la necesidad de Stalin de restaurar un estado mayor que él mismo había diezmado, pero, según la autora, también se explica, en parte, por la larga historia de las relaciones ruso-polacas, puesto que, por no hablar más que del siglo XX, el contencioso entre Rusia y Polonia se remonta al Tratado de Versalles. En 1918, gracias a dicho tratado, los ejércitos polacos se apoderaron de la ciudad ucraniana de Lvov y en 1919 Pidulsky marchó sobre Kiev, donde se hizo coronar con el nombre de Vladislav IV, sin ocultar su sueño de entrar en Moscú como en 1612. Gracias a Versalles, se restablecieron Polonia, Finlandia, Lituania, Letonia y Estonia, en detrimento del imperio ruso. “Polonia se convirtió en el principal enemigo de Rusia y eso no se tiene suficientemente en cuenta al analizar el Pacto Molotov-Ribbentrop”, escribe Natalia Narochnitskaya. El “supuesto reparto de Polonia” acordado en dicho pacto no se debió más que a las constantes agresiones por su parte.
¿Por qué el pacto entre Hitler y Stalin sigue todavía hoy demonizado y considerado como el preludio a la II Guerra Mundial, y no así Múnich, que se ve más bien como un simple error de juicio, se indigna Narochnitskaya, cuando es evidente que los acuerdos de Múnich de septiembre de 1938 no dejaron a Rusia más que la perspectiva de enfrentarse en solitario a la expansión nazi en Europa oriental?
Este alegato en defensa de una rehabilitación de la historia de la URSS es interesante porque condena de forma violenta el bolchevismo puro y duro y prácticamente afirma que no fue la URSS la que obtuvo la Gran Victoria, sino la Rusia eterna, una Rusia “mística”, una Patria sagrada, regalo de Dios, “cuyo nombre pronuncian con emoción” los creyentes. Si se ganó la batalla de Stalingrado, fue porque la guerra “despierta el sentimiento nacional y la solidaridad espiritual del pueblo ruso, que habían sido destruidos por el internacionalismo proletario”.
En contra de la interpretación comunista de la historia, Narochnitskaya sostiene que el hilo conductor de la política occidental ha sido siempre el debilitamiento e incluso la destrucción de la Rusia eterna, no del comunismo. Así pasó en 1918, con las propuestas de Woodrow Wilson, cuyo 6º punto, dedicado a Rusia, precisa que “Rusia es demasiado grande y demasiado homogénea; hay que reducirla a la meseta de Rusia central”. Para la autora, la situación se repitió en 1945: era inevitable que la Gran Rusia, restablecida en su dignidad y en los territorios de Pedro el Grande, irritase a Occidente y acabara entrando fatalmente en la guerra fría. Esta unión de naciones independientes era, para unos, “un bien bajo el estandarte de la revolución” y, para otros, “el abrazo de hierro del totalitarismo”. La autora, que hace oídos sordos a la idea de que el comunismo pudo, como destacaba Churchill en 1946, representar una amenaza para los gobiernos occidentales, se muestra asimismo ciega ante el efecto que podían causar en las sociedades democráticas los abominables excesos del estalinismo de la posguerra.
Este libro difícil, que revisa de forma minuciosa todos los tratados de política exterior del siglo XX desde el punto de vista de la Rusia eterna, en general para demostrar la mala fe de las naciones occidentales, hace también preguntas demagógicas: “Si no olvidamos jamás los sufrimientos de los judíos, ¿por qué la comunidad mundial mira cada vez con más solidaridad a los herederos de las legiones fascistas de los países bálticos, de Ucrania, de Bielorrusia?”. ¿De Polonia?
En cuanto a la ampliación al Este de la OTAN, la autora dice que “se parece como dos gotas de agua a la de los pangermanistas de 1911″. No se le puede negar actualidad al libro de Narochnitskaya.
Lo inquietante es que este pensamiento ultranacionalista actual da la espalda no sólo al comunismo sino también a los momentos más cargados de esperanza de la historia de Rusia, cuando, en las huellas de la Ilustración, sus más grandes intelectuales reivindicaban un racionalismo iluminado, y busca en cambio su fuerza en una ortodoxia religiosa fanática y en las formas más reaccionarias del populismo ruso. Es el Solzhenitsyn anciano frente a Pushkin, Tolstoy y Grossman.
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