Por Luis Antonio de Villena (EL MUNDO, 19/08/09):
Siento no recordar quién fue el académico de la RAE (quizá su presidente Víctor García de la Concha) que al ser preguntado por cuál era el peligro futuro de la lengua española -si existía tal peligro- respondió clarividentemente: la incultura. El periodista, antes, había expuesto y recordado algunos datos que casi todos conocemos: el español es hoy día (en orden a la extensión geográfica de sus hablantes) la segunda lengua del mundo. Es hablada ya por 400 millones de personas y crece su expansión en número de estudiantes, al ser lengua cooficial en algunos lugares de EEUU (la ciudad de Nueva York, por ejemplo) y al crecer el número de hispanos que pueblan esa república. Lo hemos visto hace poco y volveremos a verlo enseguida, no hay candidato a la presidencia de EEUU que en discursos o mítines ante hispanos no suelte algunas palabritas en español…
Sin embargo, esta vieja lengua en expansión, hablada por 400 millones de almas o más, posee uno de los más bajos índices de lectura y educación (el genuino saber y pensar vienen todavía básicamente a través del libro) de todas las grandes lenguas del planeta. Llamo grandes lenguas no sólo a las que tienen muchos hablantes -que también- sino una notable cultura detrás. Vengamos (para hacernos una idea más aproximada) al caso exclusivo de España. Aquí somos más de 40 millones los que hablamos o podemos hablar español, y sin embargo, un libro que sea un gran best seller, un libro muy publicitado y mayoritario (generalmente será historia reciente o novela) alcanza como mucho los 100.000 ejemplares. Pongamos -no es infrecuente, aunque a los escritores nos fastidie- que una señora presta su ejemplar del best seller a una amiga y otros más hacen lo propio. Llegaríamos a la muy decepcionante conclusión de que ese libro de máxima lectura habrá contado con unos 150.000 lectores (que no compradores). ¿Pero qué es ello, sino extrema pobretería cultural, en un país de más de 40 millones de hablantes?
Podríamos pensar que las carencias españolas -tan tristes- se compensarían con los mucho más numerosos hablantes y quizá lectores de México, Chile y Argentina, que con Colombia, han sido tradicionalmente los países de nuestra lengua con mayor producción literaria y lectora. Pero todos estos países (y no digamos otros menores como Bolivia, Ecuador o Perú, prestigioso en otro momento) son naciones que tratan de salir de la injusticia, la desigualdad y la pobreza, o (caso de Argentina) de reiteradas dictaduras militares o malos gobiernos, casi siempre sospechosos de algún grado de corrupción. A través de programas nacionales e internacionales, con no pocos cooperantes españoles, se ha logrado que en esos países con amplísimas capas de población menesterosas o muy pobres, haya bajado considerablemente el número de analfabetos. Es un paso. Pero no podemos olvidar (en lo que tratamos) que entre un hombre que sabe leer y escribir pero que apenas va a recibir más educación, y un hombre de verdad cultivado, universitario o que al menos haya estudiado el equivalente a nuestro bachiller, la diferencia es inmensa.
Tenemos hoy, en España y en Hispanoamérica, y con muchos cotos donde elegir, una gran cultura literaria y humanística. Sin buscar la menor originalidad -que puede y debe buscarse, no es difícil- diré que tenemos a Vargas Llosa y a García Márquez, a Blanca Varela, a Antonio Gamoneda, a Pablo García Baena, a Javier Marías, a Eugenio Trías, a Fernando Savater, a José Manuel Caballero Bonald, a Juan Goytisolo, y eso quedándome casi exclusivamente con quienes superan los 70 años y sólo citando a vivos. Faltan muchísimos, pero esto no es ningún listado. Es un mero ejemplo para ver que esos escritores (y los poetas y muchos ensayistas aún menos) son leídos tan sólo por una ínfima parte del público de su idioma que podría leerlos. Las traducciones quedan aparte.
Para mayor mal, la circulación de libros y autores entre ambas orillas del Atlántico es (con la excepción de los muy famosos) penosa, y la mayoría de los españoles no saben lo que se hace en México o en Argentina y a la inversa. Con una salvedad nueva: hasta mediados del siglo XX éramos nosotros los que ignorábamos más a los latinoamericanos. Ahora es al revés. Los latinoamericanos (y aquí no faltan vagas razones políticas) nos tienen por europeos, y por tanto un tanto ajenos a su mundo y a su América, pese a la igualdad idiomática. A esto contribuyen penosamente algunos hispanistas europeos o norteamericanos (no todos) que se interesan por Latinoamérica y abandonan España. Es simplemente curioso recordar que en la época de nuestros modernistas esto no existía. Los poetas de ambas orillas se conocían y atendían bien unos a otros, y así en sus póstumos Cuadernos de Temuco hemos podido comprobar cómo el adolescente chileno Pablo Neruda, en 1917, tiene influencia de la lírica de Valle-Inclán, algo raro en la España de entonces. Si frente a nuestra incuria o nuestra mala gestión editorial, y desde luego a nuestra incultura, que los gobiernos no salvan, nos encontramos con el modelo anglosajón, donde los autores de Gran Bretaña, Estados Unidos, Australia o Canadá circulan (aunque sea en diferentes ediciones) por todos esos lugares, podremos entender por qué un escritor regular puede vivir de la literatura escribiendo en inglés, pero no puede -si no le ayuda el periodismo que sea- escribiendo en español, salvando a los autores famosos que han entrado en el circuito internacional, pero ésos son muy pocos…
Hace unos años fui a Berlín a presentar una novela mía traducida al alemán. Entre las atenciones de la editorial estuvo el preguntarme si yo quería conocer a algún autor alemán que me interesara especialmente. Mencioné a Hubert Fichte, cuyos Ensayos de pubertad (que es una novela) me habían interesado mucho cuando los leí a comienzos de los años 80. El encuentro no pudo finalmente llevarse a cabo, porque Fichte estaba en ese momento en Francia. Pero sí recuerdo lo que, con aire benevolente, me dijo el editor: «¡Ah, Hubert es un magnífico escritor, pero tiene mala suerte, sus libros siempre son minoritarios!». Le respondí: «¿Qué tiran, 1.000 ejemplares?». A lo que el editor me respondió: «No, no, por Dios, digamos que cerca de 20.000». Me quedé de piedra. El minoritario Hubert Fichte en España hubiese sido un best seller…
Aún debemos y podemos precisar un poco más nuestro pésimo estado cultural. Hemos dicho que un libro muy leído (mucho) en España puede llegar a los 100.000 ejemplares, pero eso es excepcional, con mucho populismo y mucho mass media por medio, para captar a esos lectores que leen, a lo sumo, dos o tres libros al año. Pero ¿cuántos son los lectores que lo hacen a diario, que están al tanto de la vida cultural, en suma, que saben? ¿50.000, como mucho? Tal vez, con un poco de optimismo y hablando de la novela más popular o de los libros de famosos del día, un tanto de usar y tirar. Si buscamos a los verdaderos lectores cultos, y olvidando la novela (lo más vendido) nos quedamos en el ensayo o en la poesía, veremos que esos lectores, déjenme llamarlos fetén, no pasan de 5.000 y más habitualmente (en poesía) de 1.000. ¿Qué son 1.000 lectores para más de 40 millones de hablantes, y me he quedado sólo en España?
Esta es la grandeza y la miseria de nuestro español: muchos millones de hablantes y apenas unos cientos de miles de lectores, en ambos continentes. Es cierto: o los estados hacen algo (educación, cultura, cosas siempre lentas) o con el tiempo nuestro potente idioma será barrido por la galopante ignorancia. No es consuelo suponer que al latín pudo pasarle algo muy parecido en la Edad Media.¡Ojo al canto!
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