Por Luz Gómez García, profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAÍS, 25/09/08):
Se cumplen hoy cinco años de la muerte de Edward Said. El aniversario, como todos, sería banal si no fuera porque en el tiempo transcurrido las reflexiones de Said sobre Palestina han cobrado nuevos bríos. Said, más visionario que analista exhaustivo, y mejor polemista que teórico, se caracterizó siempre por su empeño en que se reconociera a los palestinos el derecho a contar su propia historia. Su experiencia vital de palestino y ciudadano estadounidense le dotó de una visión compleja del conflicto entre palestinos e israelíes.
En 1980, Edward Said fue pionero en defender el paso de la lucha palestina por la liberación nacional a la lucha por la independencia estatal, esto es, la necesidad de que la OLP aceptara la partición de Palestina y la solución de los dos Estados. Veinte años después, en 1999, señaló que el Estado binacional, se llamara como se llamara, Israel o Palestina, era, aun a largo plazo, la única salida del conflicto. Tanto en una como en otra ocasión, sus posturas levantaron enconadas críticas entre los poderes político e intelectual de ambas naciones, pero el paso de los años parece haber acabado dándole la razón: salvo la derecha sionista más ultramontana, hoy ya nadie discute el derecho de los palestinos a tener un Estado propio en los Territorios Ocupados por Israel en 1967. Sin embargo, esta solución se muestra, a la vista de los acontecimientos, cada vez más inviable, y adquiere protagonismo el convencimiento último de Said de que ambos pueblos pueden y deben vivir en el marco constitucional de un único Estado binacional en el territorio de la Palestina del mandato británico.
Cuando Said publicó The question of Palestine (La cuestión palestina, 1980), Fatah y el Frente Popular para la Liberación de Palestina, las dos principales formaciones de la OLP, le atacaron con virulencia por plantear la necesidad de reconocer a Israel y reducir el objetivo de la lucha nacional a la obtención de la independencia estatal en las fronteras de la resolución 242 de Naciones Unidas. Ya en 1978, Said había llevado a cabo cierta interlocución con la Administración Carter, que parecía interesada en incorporar a los palestinos a una suerte de solución conjunta con Egipto en el marco de la resolución 242. Según el propio Said, Arafat en persona le transmitió la negativa de la OLP a aceptar esos términos, en su opinión más justos y ventajosos para los palestinos que los aceptados en Oslo quince años después. Pero en los años transcurridos entre Camp David y Oslo, se hizo patente que la brecha entre la retórica sobre la liberación de la patria palestina y la realidad era insalvable: en 1982 la cúpula palestina hubo de abandonar por mar Beirut, asediada por el ejército israelí, y en noviembre de 1988 la asamblea del Consejo Nacional Palestino celebrada en Argel proclamó el Estado palestino en un documento que tácitamente reconocía la existencia de Israel y respondía a los retos de la reciente intifada.
Edward Said no llegó a formular sistemáticamente su visión del Estado binacional en el territorio de la Palestina histórica (el actual Israel más los Territorios Ocupados en Gaza y Cisjordania), pero sí la esbozó en varios artículos y conferencias. La idea y la práctica de la ciudadanía, y no de una comunidad étnica o religiosa, sería, según Said, el punto de partida para elaborar una constitución estrictamente democrática y laica, con iguales derechos y responsabilidades para todos sus ciudadanos, incluido el derecho de cada cual a practicar la vida comunitaria a su manera, judía o palestina. Las renuncias al estatuto especial de un pueblo a expensas del otro también serían mutuas: la Ley de Retorno de los judíos y el derecho al retorno de los refugiados palestinos se deberían reconsiderar y retocar conjuntamente; la noción del Gran Israel como tierra sagrada judía y la de Palestina como territorio árabe inajenable habrían de reducir su escala y exclusividad. Según Said, Palestina ha sido siempre una tierra de muchos relatos, multicultural, multiétnica y multirreligiosa, y la idea misma del Estado binacional hunde sus raíces en pensadores judíos (Judah Magnes, Martin Buber, Hannah Arendt) de la época de entreguerras.
En Culture and resistance (Cultura y resistencia, 2003), Said, a la vista de la realidad creada por la Ocupación en los últimos cuarenta años, resumió en cuatro los motivos por los que era ineluctable la solución binacional. En primer lugar, la geografía humana: los asentamientos y sus carreteras han imbricado de tal manera a ambas poblaciones que, salvo la imposible retirada total israelí de Cisjordania, toda solución que conlleve la segregación de israelíes y palestinos es inviable. En segundo lugar, la geografía económica: la recíproca dependencia económica (mano de obra palestina y territorios y servicios israelíes) impide un establecimiento de fronteras excluyentes que no fuerce la expulsión masiva de población. En tercer lugar, la realidad demográfica: Said auguraba que para el año 2010 israelíes y palestinos asentados en Palestina-Israel (que no judíos y palestinos del mundo) estarían igualados demográficamente, de modo que el apartheid en un territorio tan pequeño resultaría inviable en la práctica. Finalmente, Said argüía que la sociedad civil laica israelí estaba planteándose la necesidad de reconstruir la noción de ciudadanía a partir de derechos nacionales y no étnicos, dado el avance, por una parte, del poder ultraortodoxo, y, por otra, de las demandas igualitarias de los israelíes de origen palestino.
Aun reconociendo el carácter utópico de la solución, los escritos de Said insisten en que a largo plazo es la única posible, pues es la única justa y equitativa, y por ello la única que garantiza la paz. Para llegar a ella, es ineludible que Israel reconozca su responsabilidad en el sufrimiento palestino y ofrezca algún tipo de reparación, quizá a través de una comisión de la verdad y la reconciliación como la que hubo en Sudáfrica. El reconocimiento del derecho al retorno de los palestinos expulsados en 1948, uno de los mayores escollos para este proceso, podría abordarse a la luz de la necesaria revisión del derecho internacional sobre derechos de los inmigrantes, una propuesta novedosa que valdría la pena investigar.
La confianza de Said en el potencial del individuo como motor del cambio colectivo, en el papel del intelectual como agente del pensamiento crítico que promueve una conciencia social, no son ajenos a este planteamiento. Aun no siendo optimista sobre la inmediatez en los cambios de todo un sistema, Said siempre apostó por una ciudadanía alerta y concienciada, y desde el humanismo vital que practicaba creía que “palestinos e israelíes tienen que sentir que pueden y deben vivir en pie de igualdad -iguales en derechos, iguales en historia, iguales en sufrimiento- antes de que pueda emerger una comunidad real entre ambos pueblos”.
No es que hoy haya más motivos para la esperanza, sí en cambio para la desconfianza ante las fórmulas ensayadas: la segregación demográfica y territorial naturalizada con el Muro, la bantustanización de Cisjordania y la disgregación de Gaza, el avance de la judaización organizada de Jerusalén, son realidades que, más allá de voluntades políticas concretas, hacen inviable en la práctica una solución que comporte la creación de un Estado palestino soberano. El colapso material y anímico de los palestinos se palpa en cada esquina. También entre los israelíes desprejuiciados y críticos ante las lacras del sionismo. De modo que lo que hasta hace un par de años era un tabú o el delirio de unos pocos radicales (Noam Chomsky, el activista e intelectual israelí Michel Warschawski o los palestinos Azmi Bichara y Mustafá Barguti) comienza a ocupar un lugar en lo futurible. La ciudadanía binacional de israelíes y palestinos en un futuro Estado único basado en la igualdad, en fronteras reconocidas por sus vecinos y en el destierro definitivo del pasado mitológico, habrá de ser abordada.
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