Por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metrópolis (EL PAÍS, 03/09/08):
A la memoria de Maria-Mercè Marçal
Hay gente que dispara su tristeza contra todo lo que se mueve, al igual que hay personas que regalan su amargura con generosidad, sin preocuparse gran cosa por los destinatarios de su regalo. Me ocurrió hace algún tiempo, al terminar eso que en la jerga profesional se suele denominar un almuerzo de trabajo. Llegado el momento del café, y una vez despachadas las cuestiones laborales que nos habían convocado, mi interlocutor, a quien acababa de conocer ese mismo día, me formuló, distraídamente, la pregunta: “Oye, y tú ¿cuántos años tienes?”. El diálogo continuó por donde suele ser habitual: tras mi respuesta, él comentó, cortés, “ah, pues no los aparentas en absoluto; yo te hubiera echado unos cuantos menos”. A lo que añadió la apostilla: “A ti te pasa como a Enrique, que también aparentaba ser más joven”. Enrique era un amigo común, fallecido prematuramente -para las expectativas de vida que empiezan a ser hoy habituales- algunos años atrás. Ya es mala pata, pensé para mis adentros, que no haya encontrado este hombre nadie mejor con quien compararme al respecto de la edad que con un difunto.
Pero la apostilla de mi comensal -inocente o malévola: tanto da a los efectos de lo que pretendo plantear- me siguió persiguiendo durante un rato. No pude evitar que viniera a mi mente la obviedad: nuestro amigo común había muerto antes de tiempo pero, eso sí, aparentando juventud. Escaso consuelo, debió de pensar él en sus horas finales: sin duda, si le hubieran dado la oportunidad de escoger, hubiera cambiado con gusto su envidiada apariencia por longevidad real. No cabe engaño al respecto: la promesa de vida que parece venir avalada por un buen aspecto a menudo no deja de ser otra cosa que una piadosa proyección estadística.
Pero hasta las obviedades tienen su recorrido discursivo si uno es capaz de analizarlas con el necesario detenimiento. Y la pregunta que me surgía, al analizar mi propia obviedad, era: ¿tan evidente resulta que constituya un valor en sí mismo ese extendidísimo anhelo por permanecer aquí -en el mundo de los vivos- a cualquier precio, hasta el extremo de que se ha convertido en la fantasía generalizada de nuestra época la inminencia de la inmortalidad? ¿Es obvio que la fuente, el origen de nuestra infelicidad, se encuentra en nuestra finitud, en nuestra -al menos hasta ahora- insoslayable limitación temporal?
Repárese en que el vínculo entre ambos planos -en definitiva: la confianza en que, sorteando la muerte, alcancemos la felicidad- viene indisociablemente ligada a una determinada expectativa de futuro, de signo optimista-progresista. Si, en efecto, los tiempos venideros están llamados a depararnos todo tipo de alegrías y satisfacciones, superando dolores, injusticias y cualquier forma de sufrimiento o incluso malestar concebibles, se encuentra plenamente justificada la esperanza en que, aguantando todo lo posible en este mundo, alcanzaremos por fin ese añorado horizonte de plenitud. Ahora bien, la contrapartida de semejante planteamiento va de suyo: en un momento como el actual, en el que, tras el final del sueño emancipatorio, también parece haber entrado en crisis el de los que creían que la actual organización del mundo representa el final, insuperable, de la historia, ¿qué contenido atribuirle a aquella esperanza?
Pero la hipótesis de que pudiéramos estar viviendo el fin no de éste o de aquél, sino de todos los sueños -de cualquier expectativa de paraíso en la tierra bajo cualquier de los formatos concebibles- acaso introduzca una modificación sustantiva en la estructura del imaginario colectivo del que nos hemos venido sirviendo durante largo tiempo. Los trazos mayores con los que cada vez más tendemos a dibujar nuestra realidad vienen representados por una gradación de temores, miedos y pavores de diverso tipo, cuya relación resulta de todo punto innecesario -por reiterada- evocar aquí (terrorismos, catástrofes medioambientales, guerras totales…). Poco a poco, la expectativa, antes tan acariciada, de inmortalidad habría cambiado de signo: no nos colocaría a salvo de los males del presente, sino que nos condenaría sin remedio a padecerlos en el futuro. El sueño habría ido virando, de esta forma, en dirección hacia la pesadilla: de una situación en la que la muerte constituía una amenaza de inexorable cumplimiento habríamos ido transitando a otra, en la que la vida habría terminado por ser concebida como una condena. Una condena a cadena perpetua, para ser exactos.
Pero no se trata de anticipar el detalle de lo que se nos avecina. Tal vez (¿cómo saberlo?) en ese hipotético mundo infeliz aumente espectacularmente la tasa de suicidios y -de manera análoga a lo que sucedía en la novela de Henrik Stangerup El hombre que quería ser culpable- los individuos se vean obligados a organizarse clandestinamente para acabar con sus propias vidas. O tal vez simplemente suceda que se extienda como una mancha de aceite el sentimiento de decepción ante la expectativa insatisfecha: ahora que podíamos empezar a pensar en prolongar de manera indefinida nuestra estancia aquí, se dirán muchos, resulta que ya no vale la pena quedarse.
En cualquiera de los casos, se impone volver sobre los propios pasos y reconsiderar aquella identificación, a la que al comenzar hicimos referencia, entre inmortalidad y felicidad. Quizá el breve experimento mental esbozado en los párrafos anteriores baste para comprobar que el anhelo de inmortalidad, la fantasía de una vida sin fin, si no va acompañado de una idea lo más clara posible de lo que se quiere hacer con esa vida sólo puede ser fuente de insatisfacción y malestar, en la medida en que deja sin pensar lo que realmente importa.
Acaso lo que esté en juego aquí sea algo, en el fondo, muy simple, extremadamente simple: una de esas verdades imposibles de aceptar sin sentirse requerido a estar a su altura. Lo afirma el protagonista de la fascinante y perturbadora novela de Philip Roth, El animal moribundo: “Uno es inmortal mientras está vivo” (afirmación muy próxima, por cierto, a aquella otra del poeta simbolista francés Henri de Régnier: “El amor es eterno mientras dura”). El contenido de la felicidad -el recurrente vivir la vida en el que nunca dejamos de estar enredados- pasa por afrontar esa inmortalidad que tenemos a nuestra disposición, no por aplazar su cumplimiento a la espera de un hipotético futuro sin dolor ni límite. Lo que es como decir: si hay algo que celebrar es la vida misma. No porque sea todo lo que tenemos, sino porque es lo más importante de lo que tenemos (el auténtico trascendental, como diría un filósofo con ínfulas kantianas). En cuanto a las velas y las tartas evocadas en el título, despreocúpense de ellas: nunca merecieron la pena. Definitivamente, vivir no es durar. Aunque, eso sí, por si acaso cuídense.
A la memoria de Maria-Mercè Marçal
Hay gente que dispara su tristeza contra todo lo que se mueve, al igual que hay personas que regalan su amargura con generosidad, sin preocuparse gran cosa por los destinatarios de su regalo. Me ocurrió hace algún tiempo, al terminar eso que en la jerga profesional se suele denominar un almuerzo de trabajo. Llegado el momento del café, y una vez despachadas las cuestiones laborales que nos habían convocado, mi interlocutor, a quien acababa de conocer ese mismo día, me formuló, distraídamente, la pregunta: “Oye, y tú ¿cuántos años tienes?”. El diálogo continuó por donde suele ser habitual: tras mi respuesta, él comentó, cortés, “ah, pues no los aparentas en absoluto; yo te hubiera echado unos cuantos menos”. A lo que añadió la apostilla: “A ti te pasa como a Enrique, que también aparentaba ser más joven”. Enrique era un amigo común, fallecido prematuramente -para las expectativas de vida que empiezan a ser hoy habituales- algunos años atrás. Ya es mala pata, pensé para mis adentros, que no haya encontrado este hombre nadie mejor con quien compararme al respecto de la edad que con un difunto.
Pero la apostilla de mi comensal -inocente o malévola: tanto da a los efectos de lo que pretendo plantear- me siguió persiguiendo durante un rato. No pude evitar que viniera a mi mente la obviedad: nuestro amigo común había muerto antes de tiempo pero, eso sí, aparentando juventud. Escaso consuelo, debió de pensar él en sus horas finales: sin duda, si le hubieran dado la oportunidad de escoger, hubiera cambiado con gusto su envidiada apariencia por longevidad real. No cabe engaño al respecto: la promesa de vida que parece venir avalada por un buen aspecto a menudo no deja de ser otra cosa que una piadosa proyección estadística.
Pero hasta las obviedades tienen su recorrido discursivo si uno es capaz de analizarlas con el necesario detenimiento. Y la pregunta que me surgía, al analizar mi propia obviedad, era: ¿tan evidente resulta que constituya un valor en sí mismo ese extendidísimo anhelo por permanecer aquí -en el mundo de los vivos- a cualquier precio, hasta el extremo de que se ha convertido en la fantasía generalizada de nuestra época la inminencia de la inmortalidad? ¿Es obvio que la fuente, el origen de nuestra infelicidad, se encuentra en nuestra finitud, en nuestra -al menos hasta ahora- insoslayable limitación temporal?
Repárese en que el vínculo entre ambos planos -en definitiva: la confianza en que, sorteando la muerte, alcancemos la felicidad- viene indisociablemente ligada a una determinada expectativa de futuro, de signo optimista-progresista. Si, en efecto, los tiempos venideros están llamados a depararnos todo tipo de alegrías y satisfacciones, superando dolores, injusticias y cualquier forma de sufrimiento o incluso malestar concebibles, se encuentra plenamente justificada la esperanza en que, aguantando todo lo posible en este mundo, alcanzaremos por fin ese añorado horizonte de plenitud. Ahora bien, la contrapartida de semejante planteamiento va de suyo: en un momento como el actual, en el que, tras el final del sueño emancipatorio, también parece haber entrado en crisis el de los que creían que la actual organización del mundo representa el final, insuperable, de la historia, ¿qué contenido atribuirle a aquella esperanza?
Pero la hipótesis de que pudiéramos estar viviendo el fin no de éste o de aquél, sino de todos los sueños -de cualquier expectativa de paraíso en la tierra bajo cualquier de los formatos concebibles- acaso introduzca una modificación sustantiva en la estructura del imaginario colectivo del que nos hemos venido sirviendo durante largo tiempo. Los trazos mayores con los que cada vez más tendemos a dibujar nuestra realidad vienen representados por una gradación de temores, miedos y pavores de diverso tipo, cuya relación resulta de todo punto innecesario -por reiterada- evocar aquí (terrorismos, catástrofes medioambientales, guerras totales…). Poco a poco, la expectativa, antes tan acariciada, de inmortalidad habría cambiado de signo: no nos colocaría a salvo de los males del presente, sino que nos condenaría sin remedio a padecerlos en el futuro. El sueño habría ido virando, de esta forma, en dirección hacia la pesadilla: de una situación en la que la muerte constituía una amenaza de inexorable cumplimiento habríamos ido transitando a otra, en la que la vida habría terminado por ser concebida como una condena. Una condena a cadena perpetua, para ser exactos.
Pero no se trata de anticipar el detalle de lo que se nos avecina. Tal vez (¿cómo saberlo?) en ese hipotético mundo infeliz aumente espectacularmente la tasa de suicidios y -de manera análoga a lo que sucedía en la novela de Henrik Stangerup El hombre que quería ser culpable- los individuos se vean obligados a organizarse clandestinamente para acabar con sus propias vidas. O tal vez simplemente suceda que se extienda como una mancha de aceite el sentimiento de decepción ante la expectativa insatisfecha: ahora que podíamos empezar a pensar en prolongar de manera indefinida nuestra estancia aquí, se dirán muchos, resulta que ya no vale la pena quedarse.
En cualquiera de los casos, se impone volver sobre los propios pasos y reconsiderar aquella identificación, a la que al comenzar hicimos referencia, entre inmortalidad y felicidad. Quizá el breve experimento mental esbozado en los párrafos anteriores baste para comprobar que el anhelo de inmortalidad, la fantasía de una vida sin fin, si no va acompañado de una idea lo más clara posible de lo que se quiere hacer con esa vida sólo puede ser fuente de insatisfacción y malestar, en la medida en que deja sin pensar lo que realmente importa.
Acaso lo que esté en juego aquí sea algo, en el fondo, muy simple, extremadamente simple: una de esas verdades imposibles de aceptar sin sentirse requerido a estar a su altura. Lo afirma el protagonista de la fascinante y perturbadora novela de Philip Roth, El animal moribundo: “Uno es inmortal mientras está vivo” (afirmación muy próxima, por cierto, a aquella otra del poeta simbolista francés Henri de Régnier: “El amor es eterno mientras dura”). El contenido de la felicidad -el recurrente vivir la vida en el que nunca dejamos de estar enredados- pasa por afrontar esa inmortalidad que tenemos a nuestra disposición, no por aplazar su cumplimiento a la espera de un hipotético futuro sin dolor ni límite. Lo que es como decir: si hay algo que celebrar es la vida misma. No porque sea todo lo que tenemos, sino porque es lo más importante de lo que tenemos (el auténtico trascendental, como diría un filósofo con ínfulas kantianas). En cuanto a las velas y las tartas evocadas en el título, despreocúpense de ellas: nunca merecieron la pena. Definitivamente, vivir no es durar. Aunque, eso sí, por si acaso cuídense.
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