Este artículo lo firman José I. González Faus, profesor emérito de Teología en la Facultad de Barcelona y responsable del Área Teológica del Centro de Estudios Cristianismo y Justicia, y Francisco Fernández Buey, catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad Pompeu Fabra (EL PAÍS, 11/09/08):
Firmamos este artículo un increyente y un creyente. Ambos estamos de acuerdo en que, tanto si Dios existe como si no, el mundo está en manos de los hombres. Hace ya siglos, el salmista intuía algo de esto rezando: “El cielo pertenece al Señor, la Tierra se la ha dado a los hombres” (Salmo 113). Ambos compartimos el aviso de la tradición teresiana: “Dios no tiene otras manos que las nuestras”, aunque el creyente pueda añadir que nuestras manos no tienen más maña ni más fuerza que la de Dios.
Este punto de partida común planteará preguntas al creyente (¿cómo interviene Dios en la historia, si es que interviene?). Y plantea otras al no creyente: si ya no podemos echar la culpa a Dios ¿qué responsabilidad tenemos los hombres en atrocidades como el accidente de Spanair del pasado agosto? Dicho de manera brutal: ¿debemos renunciar a un progreso técnico que de vez en cuando se cobra esa cantidad de víctimas y de lágrimas? ¿Sería responsable conmoverse en el momento del desastre y olvidarlo luego sin sacar consecuencias?
Esta pregunta suscita enseguida infinidad de contrarréplicas fáciles: ¡cuántas lágrimas se han evitado gracias al progreso técnico! ¡Cuántos seres humanos pudieron salvar la vida gracias a una ambulancia médica, o llegaron a tiempo al entierro de un ser querido gracias a la aviación!
Pero también la venta y posesión de armas ha podido evitar mil agresiones y, a la vez, ha creado infinidad de guerras, terrorismos y dramas a lo Columbine. ¿Nos parecemos entonces a los defensores de la tenencia de armas, bajo el pontificado de Charlton Heston y su Asociación Nacional del Rifle? O ¿estamos justificando un mundo armado hasta los dientes, con armas horribles que algún día podrían acabar con todos nosotros y con el planeta?
Surge entonces otro camino fácil de respuesta: no renunciar al progreso, pero garantizar hasta el cien por cien su total seguridad. Ya parece que nos movemos en esta dirección, pero ello suscita un nuevo problema: la seguridad suele ser carísima, y el progreso técnico seguro acaba resultando accesible sólo para unos pocos privilegiados. Nuestro progreso, aunque pueda permitir que algunos poblados africanos vean por televisión los juegos olímpicos, acaba entonces creando una impresionante fractura social, que está generando mil desequilibrios y dolores (migraciones, terrorismos…).
Ya en el siglo II un autor cristiano escribía: “Dios creó al hombre para que creciera y progresara” (Ireneo de Lyon). El creyente no debe olvidar esto porque es un imperativo. Pero ambos, creyente e increyente, debemos recordar que todas las promesas espléndidas que los ilustrados del XVIII vincularon al progreso, han generado hoy el fatalismo pasota de nuestra posmodernidad, al no haberse cumplido.
La cuestión se orienta entonces, para nosotros dos, hacia esta pregunta: ¿qué clase de progreso? Y parece que esa cuestión apunta hacia las motivaciones y modos del progreso: ¿es admisible que la genética haya progresado gracias a algunas barbaridades racistas e intolerables de los nazis? ¿Es legítimo que el máximo enriquecimiento propio sea el motor de nuestros avances técnicos? ¿No degenera eso en las conocidas atrocidades de las empresas farmacéuticas que investigan (y hasta crean) enfermedades mínimas o inexistentes de los ricos, mientras desatienden males atroces de millones de hombres y mujeres? (Véase: Teresa Forcades, “Los crímenes de las grandes compañías farmacéuticas”, Cuadernos Cristianismo y Justicianº 141).
Decía san Ignacio que “el bien cuanto más universal es más divino”. Esto puede hacerlo suyo el no creyente, diciendo que cuanto más universal, el bien se vuelve más humano. Pero el mito de la Ilustración, de que el progreso técnico por sí solo nos iría haciendo moralmente mejores, es un ídolo que hoy urge derribar, para que comencemos a buscar un progreso realmente humano.
Un progreso más humano habría de tener tres características: la mayor universalidad posible, la mayor seguridad posible (que crezca en paralelo con la gravedad de sus riesgos), y un ritmo acorde a los ritmos humanos. Si el motor del progreso es el ansia de dinero y no el bien de todos los humanos (con preferencia para los más necesitados y victimados), vamos por muy mal camino. Algo de esto parece estar diciéndonos la amenaza ecológica.
¿Significa eso que hemos progresado de manera demasiado rápida y que llega la hora de levantar el pie del acelerador (quizás incluso de parar un rato el coche y darle una buena revisión)? Es la pregunta que quiere suscitar y dejar pendiente este artículo. Ello permitiría incluso recuperar algo de las reticencias de la institución eclesial contra el progreso naciente, no sin reconocer que esas negativas se expresaron de manera fatal, porque se formulaban como negativas a todo progreso y no como condiciones para un progreso auténticamente humano. Y reconociendo que, en ello, tuvo mucha culpa eso que la Iglesia sigue calificando impávidamente como “magisterio eclesiástico”, pretendiendo darle una autoridad cuasi-divina.
Recuperado eso sería más fácil recobrar también la actitud dialogal que la humanidad necesita hoy más que nunca. La verdad plena no sólo no es posesión de nadie (¡nada hay más “comunista” que la verdad!), sino que suele llegarnos como pequeñas pepitas de oro envueltas en infinidad de paja inútil o nociva.
Una última consideración: Gandhi dijo que “si esta vida no es el preludio de otra vida mejor, se convierte en una burla cruel”. Cuando la vida era sólo ese “preludio”, catástrofes como la de Barajas resultaban increíblemente relativas: cualquier viaje del siglo XVI a la India -ver por ejemplo los de Francisco Javier sobre los que hay información sobreabundante- presuponía que sólo la mitad de los participantes llegaría a destino: cualquier viaje, y no uno de vez en cuando como hoy. Si, negando la existencia de otra vida, nos negamos también a aceptar que ésta sea un destino cruel, deberíamos ser entonces enormemente cautos y solidarios: y el afán de más dinero no es una motivación que vaya a volvernos ni cautos ni solidarios.
Ello nos exige otra vez poner el progreso humano (y la educación total) por delante del progreso técnico. Si no, corremos el peligro de que el mito bíblico de la torre de Babel acabe convirtiéndose en una parábola de la historia y del progreso humano: por su obsesión orgullosa de llegar hasta el cielo, los hombres dejaron de entenderse a sí mismos en la tierra.
No pretendemos haber dicho toda la verdad, sino abrir una página. A quienes disientan de nosotros sólo les pedimos que no lo hagan porque creen haber visto las orejas al lobo, y temen que lo dicho obligue a revisar muy a fondo nuestro sistema económico…
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