Por Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAÍS, 24/09/08):
A lo largo de los años noventa y buena parte de este siglo, un importante sector de la intelectualidad occidental consiguió asentar entre nosotros un discurso tremendamente optimista respecto a la globalización y el nuevo orden mundial. Estamos en puertas de una “Segunda Modernidad” (U. Beck), decían, de una “nueva Ilustración” que conducirá a nuevas formas políticas marcadas por una recomposición de lo político hacia mecanismos eficaces de gobernanza global. El final de la modernidad no sería así el “fin de la historia”, sino un momento nuevo, una verdadera bisagra temporal que anunciaría la aparición de una nueva época. Si la Primera Modernidad culminó en el Estado Nacional, la Segunda lo haría en la sociedad mundial, la ciudadanía planetaria y la democracia cosmopolita.
La actual crisis económica ha venido a enterrar -provisionalmente al menos- esta predicción tan ilusionante sobre el futuro, e incluso otras supuestamente más “realistas” y “moderadas”. Puede que su sacudida nos esté despertando del sueño, pero llevábamos ya algún tiempo percibiendo síntomas preocupantes. El primero quizá fuera el fracaso de la Constitución Europea, luego vino la crisis energética y, con posterioridad, la constatación de una falta de consenso para detener el cambio climático. El penúltimo fue la invasión rusa de Osetia del Sur y parte de Georgia, que nos ha retrotraído a los fantasmas de la guerra fría o, cuando menos, a las luchas de poder de las superpotencias.
Antes de estos datos había ya, sin embargo, claros signos de un cierto malestar en las poblaciones del Primer Mundo, que contrastaban claramente con el optimismo antes aludido, y que enseguida contagió a la clase política. Si hubiera que reducirlo a un único factor, creo que éste es el pesimismo respecto al futuro. Y obsérvense las consecuencias que esto tiene sobre la concepción de progreso heredada de la modernidad clásica. Allí el progreso poseía una curiosa relación con el tiempo histórico, organizado siempre de espaldas al pasado y con vistas al futuro. El presente se presentaba como un proyecto de futuro, el lugar hacia el que proyectábamos nuestras esperanzas y frustraciones. El porvenir, por su parte, se imaginaba como la sede de un mundo mejor al que habría de contribuir con nuestra activa capacidad transformadora de las condiciones de vida.
Hoy, por el contrario, ya no es el presente el que pierde densidad hacia un futuro abierto y novedoso, sino el propio futuro; el futuro ha colapsado sobre el presente. Ha dejado de ser ya el lugar de la prometida reconciliación del hombre consigo mismo para convertirse en un horizonte de peligros y amenazas, algo que fenómenos como el cambio climático u otros desastres medioambientales han contribuido a intensificar. El impulso básico que parece guiar la acción no es tanto el mejoramiento de las condiciones sociales cuanto el evitar que éstas vayan empeorando. Ahora de lo que se trata es de mantener el statu quo, de evitar que éste se deteriore, y esto sólo se conseguiría mediante una defensa activa de lo dado.
Detrás de este sentimiento se esconde, claro está, una espesa red de temores de todo tipo, que han acabado por colapsar nuestra capacidad de acción. Tienen que ver, en primer lugar, con la misma “puesta en peligro” de todo el entramado del Estado de bienestar. La red de protección social se siente resquebrajada o, cuando menos, más frágil que en otras épocas. Seguramente no sea tan cierto como muchas veces se afirma, pero dicha percepción se va extendiendo. A ello contribuye la percepción negativa sobre el futuro energético, la difícil competencia frente a las nuevas potencias industriales de China e India, el pánico, que ya casi parece hecho realidad, a una quiebra del sistema financiero internacional. En segundo lugar, y ésta es una sensación ampliamente compartida por los países del primer mundo, está el fenómeno de las nuevas migraciones laborales, que ponen en cuestión la homogeneidad de sociedades ya de por sí sujetas a un proceso de creciente pluralización de formas de vida. El mayor temor aquí es a la posible puesta en cuestión de nuestra “identidad”, de los principios que sostienen nuestro entramado cultural y normativo básico, aunque en algunos lugares se ha traducido en simples formas de xenofobia y en una nueva paranoia frente al otro.
Y el aguijón del miedo, ya lo sabemos, provoca el picor hobbesiano que reclama una vuelta al Estado. Hemos caído en un tipo de sociedad en el que se echa en falta una supuesta seguridad perdida, que genera a su vez una nueva sensación de ansiedad que sólo puede ser aplacada por las fronteras -¿sabe hoy alguien qué quiere decir eso?- y por la apacible calidez de las identidades compartidas. Un Estado concebido en su dimensión más “defensiva”, que sin interferir en la vida de las personas sí pueda establecer las condiciones objetivas necesarias para que ésta pueda llevarse a cabo “en paz”, sin sobresaltos ni temores.
Otra cosa ya es que este actor esté en condiciones efectivas de proporcionárnosla. Tengo para mí que éste no es el caso. Seguramente sigamos necesitándolo durante muchos años todavía, pero más como el gestor de nuevas formas de cooperación con otros Estados y organismos internacionales que como un entramado autosuficiente. Las nuevas condiciones impuestas por la globalización obligan a los Estados a introducir una nueva sensibilidad selectiva respecto a su capacidad para lidiar con su entorno. Ninguno puede satisfacer sus funciones tradicionales apoyándose exclusivamente en sus propios recursos. Se ven obligados a reaccionar ante condiciones que se escapan a su control; dependen cada vez más de factores que están fuera de su propio campo de influencia y del de sus ciudadanos. La cooperación, así, no es algo que se presente como una elección. Es una necesidad irrenunciable en una situación en la que existe un sistema global único, pero una realidad social y política fragmentada. Hasta que no consigamos resolver este problema, el recurso al Estado como único y principal medio para apaciguar nuestros nuevos miedos nos seguirá ubicando en una situación similar a la de los avestruces; es una forma de meter la cabeza para no mirar el peligro a la cara.
Queremos más Estado, pero con poca política transformadora, Estados cobardes y ensimismados. Hoy en Europa domina el catenaccio, jugamos a la política escondiendo el balón, defendiendo el área apelotonados atrás. Hemos renunciado a lo que desde siempre ha sido nuestro signo de identidad y estaba en la pizarra de nuestra estrategia: el juego al ataque, el asumir los riesgos de quien está dispuesto a realizar los valores en los que cree. Como en toda biografía personal, en política tampoco se consigue nada sin el coraje de asumir desafíos; sin contraataques certeros, sin una voluntad clara de salir a ganar. A esto podemos llamarlo el impulso hacia el progreso, aunque aquí quizá encaje mejor el término menos épico de la “ambición”. La política pasiva y sin ambiciones, guiada por la añoranza de las certidumbres perdidas, es el peor remedio para salir de donde estamos. Improvisamos al arrastre de los acontecimientos, sin anticipación ninguna. Tal como somos, Estados zombies.
Como acaba de demostrar la crisis, quienes formamos parte de eso que llamamos Europa somos radicalmente heterónomos, carecemos de autonomía para imponernos sobre un enemigo sin rostro al que eufemísticamente calificamos como “fuerzas del mercado”, “imperativos sistémicos”. ¡Pobre Europa!, ha vendido su alma de potencial superpotencia política para gozar de la placidez del minifundismo estatalista. Y cuando la sacuden, reza para que la Reserva Federal tome las decisiones adecuadas o los rusos no nos corten el grifo del gas. Si la lección que extraeremos de esta crisis sólo se conjuga en clave defensiva y en el “sálvense quien pueda”, habremos labrado nuestra ruina. La mejor salida de la preocupación por un nuevo mundo global huérfano de capacidad de acción política pasa por recuperar un cierto optimismo ilustrado en la capacidad de la humanidad para reinventarse a sí misma y afrontar de una vez los nuevos desafíos de la era global.
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