Por José Ignacio Torreblanca, director de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (EL PAÍS, 01/09/08):
El Consejo Europeo se reúne hoy en sesión extraordinaria para evaluar la crisis georgiana y estudiar las medidas a tomar. Se trata de una reunión forzada por el incumplimiento de los acuerdos de alto el fuego por parte de Moscú y, ante todo, por el giro cualitativo introducido por Rusia al reconocer la independencia de Abjazia y Osetia del Sur.
Lamentablemente, una vez más, la Unión Europea parece desbordada por los hechos y dividida respecto a las medidas a tomar. Los intentos de mediación anteriores a la crisis fracasaron por falta de respaldo colectivo, pero también en razón de su tibieza. Como resultado, las partes en conflicto, en lugar de recurrir a cualquiera de los múltiples mecanismos existentes para la gestión de conflictos (algunos de ellos específicos al ámbito europeo, como la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa -OSCE- o el Consejo de Europa), consideraron inevitable o incluso provechoso recurrir a medidas de fuerza unilaterales. Posteriormente, durante la crisis, la presidencia francesa, presionada por la necesidad de detener las hostilidades, pecó de ingenuidad y falta de firmeza al promover unos acuerdos ya de por sí excesivamente generosos con Moscú que, además, han sido claramente incumplidos.
Es cierto que algunos encuentran consuelo en el ridículo hecho por Washington, incapaz pese a sus inmensos recursos diplomáticos, militares y de inteligencia de prever, primero, o gestionar, después, la crisis; ello pese al intensísimo vínculo personal entre el presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, y la Casa Blanca. Viendo cómo la Administración de Bush protege a sus amigos, es incluso posible que algunos vecinos extraigan como lección la necesidad de diversificar algo más sus estrategias y acercarse algo más a Bruselas. ¿Pero está la UE preparada, además de para dar una respuesta coherente a corto plazo, para generar una reflexión estratégica más a largo plazo respecto a Rusia y el conjunto de países de la extinta URSS?
El acuerdo sobre las medidas más inmediatas no parece problemático. Se trataría de exigir a Rusia la retirada de sus tropas, el envío de observadores para preparar el despliegue de una misión internacional y la puesta en marcha de iniciativas de mediación entre georgianos, surosetios y abjazos. También habría que aprobar un paquete de emergencia para los más de 100.000 desplazados georgianos e iniciar de forma inmediata la reconstrucción de las infraestructuras locales. Más adelante, habría que revisar los acuerdos entre la UE y Georgia para sacar el máximo partido a sus posibilidades comerciales, financieras y de asistencia técnica. De la misma manera, la UE se verá obligada a reexaminar en profundidad sus relaciones con Ucrania, de tal manera que las autoridades de Kiev encuentren en Bruselas un apoyo sostenido para su proceso de modernización, así como un baluarte frente a las presiones y chantajes de Moscú.
Estas medidas ayudarán a la UE a elevar su perfil en la zona. Pero la verdadera discusión no es sobre Georgia, sino sobre Rusia. Putin podía haberse conformado con tomar el control de Abjazia y Osetia del Sur sin grandes alharacas, crear un hecho consumado y dejar que el tiempo jugara a su favor. Sin embargo, ha decidido deliberadamente mantener abierta la crisis tanto desde el punto de vista retórico (con referencias a la guerra fría y amenazas sobre el suministro energético) como práctico (con el reconocimiento de dos repúblicas por el precio de una y, sobre todo y de forma más grave, por la injustificada presencia de sus tropas en el puerto georgiano de Poti). Todo ello no sólo es inaceptable sino que, como se ha dicho estos días, refleja que en su afán de situar a Rusia en el siglo XXI, Vladímir Putin se está llevando a su país al siglo XIX.
El dilema es ejemplar. Por un lado, la firmeza ante Moscú, como preconizan Gordon Brown y David Miliband (secundados por escandinavos, bálticos y los nuevos miembros de Europa Central y Oriental), acentuará los sentimientos de aislamiento y humillación y alejará a Rusia de las instituciones democráticas y del orden multilateral. Pero por otro lado, contemporizar con Moscú (como parece preferirse desde París, Berlín, Madrid y Roma) e intentar aislar la crisis muy probablemente enviará el mensaje equivocado y reforzará a los que, como Putin, desprecian a la Unión Europea por considerarla una mera forma de pensamiento blando. ¿Reforma o ruptura? La vieja pregunta leninista no termina de pasar de moda. En cualquier caso, Rusia parece haber optado por la segunda opción.
El Consejo Europeo se reúne hoy en sesión extraordinaria para evaluar la crisis georgiana y estudiar las medidas a tomar. Se trata de una reunión forzada por el incumplimiento de los acuerdos de alto el fuego por parte de Moscú y, ante todo, por el giro cualitativo introducido por Rusia al reconocer la independencia de Abjazia y Osetia del Sur.
Lamentablemente, una vez más, la Unión Europea parece desbordada por los hechos y dividida respecto a las medidas a tomar. Los intentos de mediación anteriores a la crisis fracasaron por falta de respaldo colectivo, pero también en razón de su tibieza. Como resultado, las partes en conflicto, en lugar de recurrir a cualquiera de los múltiples mecanismos existentes para la gestión de conflictos (algunos de ellos específicos al ámbito europeo, como la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa -OSCE- o el Consejo de Europa), consideraron inevitable o incluso provechoso recurrir a medidas de fuerza unilaterales. Posteriormente, durante la crisis, la presidencia francesa, presionada por la necesidad de detener las hostilidades, pecó de ingenuidad y falta de firmeza al promover unos acuerdos ya de por sí excesivamente generosos con Moscú que, además, han sido claramente incumplidos.
Es cierto que algunos encuentran consuelo en el ridículo hecho por Washington, incapaz pese a sus inmensos recursos diplomáticos, militares y de inteligencia de prever, primero, o gestionar, después, la crisis; ello pese al intensísimo vínculo personal entre el presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, y la Casa Blanca. Viendo cómo la Administración de Bush protege a sus amigos, es incluso posible que algunos vecinos extraigan como lección la necesidad de diversificar algo más sus estrategias y acercarse algo más a Bruselas. ¿Pero está la UE preparada, además de para dar una respuesta coherente a corto plazo, para generar una reflexión estratégica más a largo plazo respecto a Rusia y el conjunto de países de la extinta URSS?
El acuerdo sobre las medidas más inmediatas no parece problemático. Se trataría de exigir a Rusia la retirada de sus tropas, el envío de observadores para preparar el despliegue de una misión internacional y la puesta en marcha de iniciativas de mediación entre georgianos, surosetios y abjazos. También habría que aprobar un paquete de emergencia para los más de 100.000 desplazados georgianos e iniciar de forma inmediata la reconstrucción de las infraestructuras locales. Más adelante, habría que revisar los acuerdos entre la UE y Georgia para sacar el máximo partido a sus posibilidades comerciales, financieras y de asistencia técnica. De la misma manera, la UE se verá obligada a reexaminar en profundidad sus relaciones con Ucrania, de tal manera que las autoridades de Kiev encuentren en Bruselas un apoyo sostenido para su proceso de modernización, así como un baluarte frente a las presiones y chantajes de Moscú.
Estas medidas ayudarán a la UE a elevar su perfil en la zona. Pero la verdadera discusión no es sobre Georgia, sino sobre Rusia. Putin podía haberse conformado con tomar el control de Abjazia y Osetia del Sur sin grandes alharacas, crear un hecho consumado y dejar que el tiempo jugara a su favor. Sin embargo, ha decidido deliberadamente mantener abierta la crisis tanto desde el punto de vista retórico (con referencias a la guerra fría y amenazas sobre el suministro energético) como práctico (con el reconocimiento de dos repúblicas por el precio de una y, sobre todo y de forma más grave, por la injustificada presencia de sus tropas en el puerto georgiano de Poti). Todo ello no sólo es inaceptable sino que, como se ha dicho estos días, refleja que en su afán de situar a Rusia en el siglo XXI, Vladímir Putin se está llevando a su país al siglo XIX.
El dilema es ejemplar. Por un lado, la firmeza ante Moscú, como preconizan Gordon Brown y David Miliband (secundados por escandinavos, bálticos y los nuevos miembros de Europa Central y Oriental), acentuará los sentimientos de aislamiento y humillación y alejará a Rusia de las instituciones democráticas y del orden multilateral. Pero por otro lado, contemporizar con Moscú (como parece preferirse desde París, Berlín, Madrid y Roma) e intentar aislar la crisis muy probablemente enviará el mensaje equivocado y reforzará a los que, como Putin, desprecian a la Unión Europea por considerarla una mera forma de pensamiento blando. ¿Reforma o ruptura? La vieja pregunta leninista no termina de pasar de moda. En cualquier caso, Rusia parece haber optado por la segunda opción.
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