viernes, septiembre 26, 2008

Frente a la doctrina Putin

Por André Glucksmann, filósofo francés. Traducción de José Luis Sánchez-Silva (EL PAÍS, 25/09/08):

Hay días, a veces horas, en los que el mundo da un vuelco. Al trastocar los equilibrios entre las potencias y, sobre todo, el equilibrio de ideas y prejuicios en las mentalidades, agosto de 2008 ha abierto uno de esos periodos de crisis. La organización faraónica de los Juegos Olímpicos fue una escenificación de la voluntad de poder de China, que representa uno de los principales desafíos del siglo XXI. La invasión de Georgia anunció al mundo con rudeza que la Rusia imperial y sin fronteras había regresado. Nada de esto hubiera debido sorprendernos, a no ser, precisamente, la propia sorpresa y el desconcierto de la opinión pública occidental mientras holgazaneaba en las playas. Hace ya 30 años que China, una vez desterrados los dogmas de la economía marxista, viene haciendo realidad un milagro que la ha aupado hasta el segundo o tercer puesto del mercado mundial. Pronto hará 10 años que el verdugo de Grozny se impuso como nuevo zar. Ni el espectáculo magistral de Pekín ni la incursión de los tanques rusos ante Tbilisi eran imprevisibles. El único velo que cae es pues el de nuestras pueriles ilusiones.

Consideremos la cuestión rusa. ¿Con qué derecho restregarse los ojos manifestando una inocente decepción frente a la agresividad de “nuestro amigo” Putin, cuyos ojos azules (Bush), buenas maneras (Blair), gran cruz de la legión de honor (Chirac), frecuentación de la Riviera italiana (Berlusconi) y dietas de Gazprom (Schroeder) sedujeron a la flor y nata de la política occidental? No hay peores sordos que los que no quieren oír. Los axiomas fundamentales de la doctrina Putin habían sido proclamados desde el Kremlin en voz alta y clara:

1. “La mayor catástrofe geopolítica del siglo XX fue la disolución (en 1991) de la Unión Soviética”. ¿Qué podía esperarse de un teniente coronel de los servicios secretos comunistas que, en 2005, minimizaba los horrores de la historia reciente frente al desmoronamiento -que él deseaba provisional- de su jerarquía? La Primera Guerra Mundial (10 millones de muertos) y la Segunda (50 millones de muertos), Hiroshima, Auschwitz y los gulags no parecen sino apuntes de pérdidas y beneficios en su contabilidad. La abominación de las abominaciones sigue siendo la defección de Yeltsin, que, después de que Gorbachov se negase a enviar los tanques contra los pueblos del Este de Europa, permitió a Ucrania, los países bálticos, Georgia, Kazajstán, Azerbaiyán, etcétera, alcanzar pacíficamente la independencia, rompiendo con 70 años de opresión bolchevique.

2. Los movimientos de masas democráticos -Revolución de las Rosas en Georgia (2003), Revolución Naranja en Ucrania (2004)- serían, al parecer, indicios de unas “revoluciones permanentes” que amenazan los cimientos del Estado ruso con una subver-sión financiada por la CIA, la OTAN, la mano negra extranjera y los malos rusos. Mi amiga Anna Politkovskaia me contó unos días antes de su asesinato el pánico inconmensurable que suscitaron los alegres levantamientos de Tbilisi y Kiev en las altas esferas de Moscú. Los mandamases del Kremlin, alarmados, se vieron ya con el agua al cuello y exageraron irracionalmente la proximidad del peligro. De ahí la represión desproporcionada de toda contestación. De ahí la prensa bajo tutela, las voces discordantes amordazadas y los asesinatos o encarcelamientos de los más obstinados. De ahí el intento de erradicar mediante el chantaje del petróleo y el gas, o la compra contante y sonante de las conciencias, o incluso, llegado el caso, la amenaza de los tanques, el deseo de emancipación de sus “vecinos cercanos”. La marcha sobre Tbilisi venía a significar: “Son ellos o nosotros”. Y el amable Medvéded, en el que los soñadores depositaban sus esperanzas, coreaba: “Saakashvili = Hitler”.

La verdadera sorpresa de agosto de 2008 no vino de la mano de Putin, sino de Europa, que recobró una firmeza que ya no recordábamos. Reaccionando inmediatamente, la Presidencia francesa negoció un delicado y ambiguo alto el fuego que al menos frenó la ofensiva sobre la capital georgiana. Después, la UE, que reaccionó al unísono, se negó a cerrar los ojos ante la anexión apenas disimulada de Abjasia y Osetia del Sur. Europa no se dejó llevar por el pánico: ni retorno a la guerra fría (”Yalta quedó atrás”, declaró Nicolas Sarkozy), ni angelismo (”las vacaciones de la historia terminaron”, encadenó Donald Tusk). El tiempo dirá si los 27 son capaces de mantener el rumbo y de deshacerse de los chantajistas para forjar una política energética común y negociar de igual a igual con sus proveedores rusos, que necesitan vender tanto como nosotros comprar.

El Kremlin no ha modificado sus intenciones ante el rechazo europeo del hecho consumado, pero su tono se ha vuelto más conciliador. Es la prueba de que especula con las relaciones de fuerza, explorando sin cesar hasta dónde puede llegar. Echando pulsos no tiene igual, pero ahora ha descubierto que no todo le está permitido. Georgia no es una segunda Chechenia. Pese a las fanfarronadas que acompañan a sus petro-borracheras, Rusia sabe que el futuro no se presenta halagüeño para ella; ninguno de sus spin doctors repetiría hoy las baladronadas de Jruschov: “Pronto alcanzaremos y superaremos a Estados Unidos”. El país, presa del alcoholismo, de las mafias y la corrupción, del paro, la tuberculosis y el sida, de la prostitución y la vertiginosa caída demográfica, y con una esperanza de vida tercermundista, está exangüe. ¿Llegará la población de este inmenso subcontinente a ser inferior a la de Francia en 2050? El 70% del presupuesto nacional depende de la venta de energía y materias primas. Nada de todo esto favorece un chantaje duradero contra una Europa próspera, máxime cuando los medios de perforación y almacenamiento rusos son precarios y la orientación del flujo energético hacia Asia exige una capacidad de transporte cuya construcción requiere una o varias décadas. Sucedáneo de una grandeza perdida, la elección de una política todoterreno y nociva puede impresionar durante un tiempo, pero no restaura el prestigio de un coloso con pies de barro.

El aislamiento diplomático de Rusia tras la expedición contra Georgia es palpable. De hecho, no ha conseguido que se reconozca la seudoindependencia de sus anexiones en Abjasia y Osetia…, ¡a no ser por Hamás y una Nicaragua con añoranzas guevaristas! Al negarse a dar su asentimiento, China demuestra que no habrá un bloque de capitalismos autoritarios que, bajo la batuta de Putin, inaugure una nueva guerra fría contra las democracias. Sólo se muestran complacientes aquellos regímenes a los que el alza del precio del petróleo ha salvado provisionalmente. La Venezuela de Chávez y el Irán de Ahmadineyad comparten las pulsiones nocivas de la Rusia de Putin: toda crisis política, diplomática, social o militar susceptible de hacer aumentar la cotización del crudo y llenar las cuentas offshore les parece digna de ser apoyada. Por el contrario, a la voluntad de poder que, por el momento, anima la economía china, como la de la UE y EE UU, le conviene la baja de los precios de la energía. Moscú y su voluntad de desestabilizar están encastillados en una soledad mundial.

Aunque no enseñe los dientes, la incipiente y aún incierta firmeza de la UE, si no cede, puede obligar a su gran vecino continental a moderar sus ardores conquistadores. Sin embargo, sería conveniente que la opinión pública respaldase esta postura sin dejarse intimidar por las alusiones apocalípticas que tanto gustan a los propagandistas del Kremlin.

Nicolas Sarkozy nos ha evitado el penoso espectáculo que un primer ministro francés, Pierre Mauroy, diera en la Asamblea Nacional al proclamar en 1981 que no había que “añadir a las desventuras de los polacos (reos por entonces de Bréznev y Jaruzelski) las desventuras de los franceses, privados del gas necesario para cocinar sus filetes con patatas”. Pese a las mentiras pregonadas por el dúo Putin-Medvéded, la crisis de agosto de 2008 no enfrenta a la belicosa, “nazi” -según el Kremlin- y pequeña Georgia con la potencia “fraternal” de su gran vecino. Ni tampoco a las democracias capitalistas con un supuesto eje autocrático Moscú-Pekín, no menos capitalista. Ni siquiera a dos culturas: la europea de las libertades con la del soberanismo nacionalista. La crisis decisiva de agosto de 2008 coloca a la opinión pública europea frente a sí misma. ¿Europa se suicidará a base de gas? ¿Resistirá o se doblegará ante la doctrina Putin?

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