Por Benjamín Prado, escritor (EL PAÍS, 22/09/08):
Hay países cuya historia es una sucesión de pesadillas, y para comprobarlo sólo hace falta visitar Nicaragua y ver que allí se vive igual que si todos los días fueran el día siguiente del terremoto que devastó Managua en 1972, entre ruinas, edificios a punto de caer y saqueadores que roban cualquier cosa que se les ponga por delante. Aquel seísmo que arrasó la ciudad la noche del 23 de diciembre, y que fue descrito como un ensayo en 30 segundos del Juicio Final, causó 10.000 muertos y entregó las calles a la oscuridad y el fuego. Las iglesias del Cristo de Rosario, El Carmen, El Calvario y El Redentor se desplomaron y en los muros de la imponente Catedral Metropolitana se abrieron grietas que no han sido reparadas y que mantienen el templo en un equilibrio milagroso. Por desgracia, a ese medio minuto lo han seguido 36 años funestos, porque aunque Nicaragua no ha sufrido un tercer terremoto después de los de 1931 y 1972, tampoco ha podido salir de entre los escombros, a causa de los sucesivos Gobiernos rapaces que desangraron un país que no ha tenido presidentes, sino carteristas, algo que vale para toda la dinastía Somoza, sirve para el infausto Arnoldo Alemán, condenado a 20 años de cárcel tras expoliar 250 millones de dólares al Estado entre 1997 y 2002, y parece irle como anillo al dedo a su actual mandatario, Daniel Ortega, el antiguo rebelde que cristalizó en autócrata y sobre el que recaen sospechas y acusaciones terribles que le atribuyen actos de corrupción, abuso de poder y violación, esto último por parte de su hijastra, Zoilamérica Narváez, que ha denunciado ante los tribunales la forma salvaje en que abusó de ella desde que tenía 11 años y la forzó sistemáticamente a partir de los 15. En un artículo publicado en EL PAÍS, Mario Vargas Llosa definió su drama como “la historia de una violación impune; de un movimiento hecho trizas, el sandinismo, y de una espuria alianza entre el ex revolucionario Ortega y el corrupto ex presidente derechista Arnoldo Alemán que evitó la rendición de cuentas de ambos ante la justicia y abrió paso a una suerte de autoritarismo institucional en Nicaragua”. El terremoto de 1972 dejó la Casa Presidencial deshecha, pero en pie. Sus sucesivos inquilinos la han transformado en una guarida.
El comandante Ortega, de quien hoy se declaran enemigos irreconciliables casi todos los dirigentes históricos del FSLN, ha dado su última muestra de despotismo con la cacería a la que somete al poeta Ernesto Cardenal, a quien persigue con la justicia en la mano hasta el punto de haber hecho que se reabriera de forma arbitraria un caso contra él que había sido archivado hacía años y que se congelen sus cuentas bancarias. Todo ello, para vengarse del sacerdote, que desde hace años lo critica sin miedo. Si digo que Ortega lo persigue con la justicia en la mano, no es porque sus actos se ajusten a la ley, sino porque tiene a la mayoría de los magistrados de su país metidos en un puño. Ese control lo usó para que la Corte Suprema declarase prescritos los cargos que su hijastra hizo contra él y lo utiliza ahora para silenciar a sus opositores con la colaboración de los magistrados serviles a los que maneja desde las alturas.
El supuesto delito de Cardenal, que ha esquivado la cárcel por su edad pero está bajo arresto domiciliario, fue un artículo en el que imputaba al empresario alemán Immanuel Zerger numerosas anomalías en torno al hotel que regenta en la isla Mancarrón, en Solentiname, el archipiélago donde el escritor fundó hace casi medio siglo una comunidad en la que se enseñaba a leer y escribir poemas a los campesinos. Zerger le puso una demanda y el autor de El estrecho dudoso fue sancionado con una multa simbólica de 20.000 córdobas, unos 700 euros. Pero ésa es la coartada y la realidad es que Ortega intenta silenciar a Cardenal por atreverse a censurarlo, cosa que hizo por última vez en Asunción, mientras asistía a la toma de posesión del presidente de Paraguay, a la que no fue el tirano por las protestas de diversas organizaciones feministas del país y de la propia ministra de la Mujer, que aseguró que si el presunto violador asistía al acto, ella presentaría su renuncia. Cardenal fue recibido como un héroe, y cuando le preguntaron qué pensaba de Ortega contestó: “Es un ladrón”.
La protesta internacional por el ataque al poeta la encabezan autores como Mario Benedetti, Nélida Piñón, José Saramago, Gioconda Belli, Tomás Eloy Martínez, Eduardo Galeano, Ángeles Mastretta, José Emilio Pacheco, Eugeni Evtuchenko, Laura Restrepo, Antonio Skármeta, Sergio Ramírez o Mario Vargas Llosa. Para los que aún tienen dificultades a la hora de distinguir a un inquisidor de un libertador y se preguntan si este caso “favorece a los enemigos de los procesos emancipadores de Latinoamérica”, como ha hecho la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, el propio Cardenal, que como se sabe fue durante 10 años ministro de Cultura de Nicaragua, ha dejado escrita la respuesta: “Ortega no es el sandinismo, sino su traición”.
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