Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de El nuevo espacio público (EL PAÍS, 16/09/08):
Que vivimos en tiempos de especial aceleración es una experiencia compartida que se hace presente en muy diversos aspectos de la vida, individual y colectiva. Las nuevas tecnologías de la instantaneidad han propiciado una cultura del presente absoluto sin profundidad temporal. El origen de esta relación con el tiempo se encuentra en la alianza establecida entre la lógica del beneficio inmediato propia de los mercados financieros y la instantaneidad de los medios de comunicación. Vivimos en una época fascinada por la velocidad y superada por su propia aceleración.
Las técnicas de aprovechamiento del tiempo convierten los movimientos en cintas transportadoras, lo que Chaplin parodió en la invención de la máquina de comer, gracias a la cual podía alimentarse al trabajador sin necesidad de interrumpir el trabajo, o sea, de perder tiempo. La versión posmoderna de esta experiencia podemos encontrarla en aquel personaje de una película de Woody Allen que pretende suicidarse en París en vez de en Nueva York para ganar así un poco de tiempo y resolver antes algunos asuntos.
Ahora bien, describir nuestra sociedad únicamente desde la aceleración constituye una simplificación que no tiene en cuenta sus ambivalencias. Existen también otros fenómenos de desaceleración, menos presentes en la opinión pública que las desaceleraciones económicas, pero no menos reales y decisivos en nuestras vidas. Del mismo modo que coincidieron en el tiempo la experiencia del aburrimiento y la aceleración industrial a finales del XIX, nuestra época parece caracterizarse por el hecho de que nada permanece pero tampoco cambia nada esencial, un tiempo en el que pasan demasiadas cosas y, a la vez, estamos llenos de repeticiones, rituales y rutinas. De ahí la sospecha de que tras la dinámica de aceleración permanente hay un paradójico estancamiento de la historia en el que nada realmente nuevo comparece. A esta experiencia se refieren conceptos como el del “final de la historia” (Fukuyama) y otros similares que han ido proponiendo en los últimos años pensadores muy diversos.
Probablemente nuestra época no sea comprensible desde la alternativa entre aceleración y desaceleración; habría que tener en cuenta además un fenómeno tal vez más característico que es el de la falsa movilidad. En última instancia, las sociedades combinan su resistencia al cambio con una agitación superficial. La utopía del progreso se ha transformado en movimiento desordenado, “neofilia” frenética, agitación anómica y disipación de la energía. Sólo queda una aceleración vacía, un ciego “cada vez más” de tecnología o globalización económico-financiera, un espacio social inestable y un campo psicológico neurótico.
Esta fatalización del tiempo se traduce en la exigencia de aumentar la aceleración, la movilidad, la velocidad y la flexibilidad. Lo vemos a diario en el lenguaje que nos exhorta a “movernos”, acelerar el propio movimiento, consumir más, comunicar con mayor rapidez, intercambiar de una manera óptimamente rentable. Se ha llevado a cabo una transferencia semántica que explicaría muchos desplazamientos ideológicos desde la izquierda hacia la derecha: donde había progreso y revolución, ahora hay movimiento y competitividad. El adjetivo “revolucionario” forma parte del vocabulario transversal de la moda, elmanagement, la publicidad y la pospolítica mediática. El fantasma de la revolución permanente se pasea ahora como caricatura neoliberal. Pero, en el fondo, el imaginario político actual tiene un discurso prescriptivo minimalista, muy pobre conceptualmente: el discurso de la adaptación al supuesto movimiento del mundo, el imperativo de moverse con lo que se mueve, sin discusión, ni interrogación, ni protesta. Se daría entonces la paradoja de que justo en los momentos de mayor aceleración las sociedades pueden caer en manos del destino o de la inmovilidad, que era precisamente lo que pretendían superar los procesos de modernización. En ese caso, tal vez tenga razón Fredric Jameson cuando asegura que se ha disuelto la antinomia cambio-estancamiento. Lo que puede estar ocurriendo es que, en muchos aspectos de la vida, las sociedades y el mundo en general, el movimiento sea superficial y que en el fondo haya una parálisis radical, un pseudomovimiento. Paul Virilio ha formulado esta idea en su concepto de “paralización veloz” o aceleración improductiva, una agitación sin consecuencias reales aunque no exenta de graves efectos sobre los seres humanos y la cohesión de las sociedades. En última instancia se trata de una idea que se corresponde con la experiencia personal de que la mayor agitación es perfectamente compatible con una inmovilidad temporal; es posible estar paralizado en el movimiento, no hacer nada a toda velocidad, moverse sin desplazarse, incluso ser un vago muy trabajador. Para llevar a cabo un movimiento real no basta con acelerar, del mismo modo que la transgresión no es necesariamente creativa, ni el cambio es siempre innovador.
Ante este panorama, las soluciones más emancipadoras no proceden ni de la desaceleración ni de la huida hacia delante sino del combate contra la falsa movilidad. Por supuesto que la lentitud compensatoria, tan celebrada en muchos libros de autoayuda para la gestión del tiempo, puede ser una estrategia razonable. Pero la llamada a desacelerar, como principio general, es poco realista y atractiva si tenemos en cuenta las circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales en las que vivimos. No tiene ningún sentido querer calculadoras más lentas, mayores colas o transportes con retrasos. La cuestión central consiste en determinar en qué consiste exactamente, en cada actividad y en cada momento, una ganancia de tiempo, lo que unas veces implicará desaceleración y otras todo lo contrario, pero que también puede conseguirse mediante otros procedimientos, como la reflexión, la anticipación o combatiendo la falsa movilidad.
La reflexión estratégica, la perspectiva para encuadrar el instante en un marco temporal más amplio o la protección de lo verdaderamente urgente son, en última instancia, procedimientos para ganar tiempo. No se trata de luchar contra el tiempo o desentenderse de él sino, como decía Walter Benjamin, de ponerlo a nuestro favor. Se trataría de reintroducir el espesor del tiempo de la maduración, de la reflexión y de la mediación allí donde el choque de lo inmediato y de la urgencia obliga a reaccionar demasiadas veces sobre el modo del impulso. Puede que de esta manera las organizaciones y la sociedad en general ganen capacidad de influencia sobre los procesos acelerados, algo que sólo se consigue ganándole la partida al tiempo abstracto unificador con una gestión del tiempo que recurra con inteligencia a sus diversas modalidades.
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