Por Ángel Viñas, historiador (EL PAÍS, 24/09/08):
Se cumplen ahora 70 años desde que el Reino Unido y Francia se inclinaron ante Hitler y consintieron en la desmembración de Checoslovaquia. Fue el momento culminante del “apaciguamiento” que el primer ministro británico, Neville Chamberlain, había seguido desde su nombramiento casi año y medio antes. Su homólogo francés, Édouard Daladier, no se atrevió a separarse ni un milímetro, a pesar de las humillaciones a que Chamberlain le sometió.
No fue una capitulación inesperada. Los servicios de inteligencia británicos y franceses anticiparon la crisis mucho tiempo antes. Los soviéticos también. Incluso los republicanos españoles. Desgraciadamente, las interceptaciones de telegramas que los primeros practicaban habitualmente se han “extraviado” para el periodo julio-diciembre de 1938. Es verosímil que no se trate de una “casualidad”. Siempre habrá gente que no desee ennegrecer aún más el oscuro comportamiento del Gobierno conservador de la época, cuya política defienden algunos autores patriotas. Por su lado, los alemanes interceptaban los telegramas checos y conocían la actitud británica. Hitler jugaba con ventaja. Conviene saber qué cartas tiene el adversario.
Negrín estaba al quite. Conocía por los telegramas del embajador en Praga, Luis Jiménez de Asúa, los temores checos y seguía muy de cerca la evolución europea. La capacidad militar de la República estaba a prueba en el Ebro. A principios de septiembre intentó verse con Daladier. Si la guerra estallaba en Europa, los republicanos estaban dispuestos a operar contra Marruecos y las Baleares tan pronto se les proporcionase material. Daladier no le recibió. Negrín sí recibió a Vincent Auriol, ex ministro socialista francés que había confirmado la conveniencia de tales operaciones aunque a cargo de Francia. El 21, Negrín anunció sorpresivamente en Ginebra la retirada de las Brigadas Internacionales. Una semana más tarde hizo un ofrecimiento al Gobierno británico para asumir las responsabilidades que correspondían a España como miembro de la Sociedad de Naciones. Si las potencias democráticas se oponían por la fuerza a Hitler, los republicanos darían un paso al frente. Era la culminación de su gran estrategia: con las primeras todo lo que fuera posible, con la Unión Soviética hasta donde fuese necesario. Los británicos desdeñaron la oferta mientras que por vías discretas Franco se apresuraba a declarar a Londres y París que en caso de conflicto permanecería neutral. Esto causó irritación a sus protectores nazis, no porque ignorasen su difícil situación sino porque lo hizo sin consulta previa.
No se trató de un rasgo de autonomía, sino, pura y simplemente, de temor. Mejor valía poner al Eje ante hechos consumados. Franco sabía que ni Hitler ni Mussolini iban a desengancharse. Habían invertido demasiado en él.
Chamberlain desdeñó también las ofertas soviéticas. No se fiaba de quienes consideraba los auténticos adversarios. En la conferencia de Múnich se comportó como un alumno atemorizado a la hora de entrevistarse con un profesor huraño. Hitler le barrió. Goebbels exultó en su diario: “¡Ya somos una potencia global! Ahora, ¡a armarnos, armarnos, armarnos!”. Tenía toda la razón. Las consecuencias de Múnich fueron devastadoras para las democracias. También para la República.
Negrín, sin embargo, no dio todo por perdido. Todavía le quedaba una carta. Llevaba casi un año pidiendo armamento a Stalin. Vanamente. Es obvio que Negrín no leía los telegramas de la Embajada británica en Moscú, pero no se chupaba el dedo y acertó en su contenido al apostar por dos hipótesis.
La primera era que Stalin no echaría a la basura todos los esfuerzos efectuados para montar con las democracias un frente común contra el fascismo. La segunda que, tarde o temprano, Francia y el Reino Unido reaccionarían ante los embates del Eje a no ser que quisieran perder su estatus de grandes potencias.
Dio en la diana. Lo que Stalin no había hecho durante un año, lo hizo después de Múnich. El Ejército Rojo preparó envíos masivos de material de guerra con destino a España. Por otro lado, en marzo de 1939 británicos y franceses comprobaron que las promesas de Hitler valían menos que el papel en que estaban escritas. Fue, evidentemente, demasiado tarde para la República. También Franco se había apresurado a ceder todo lo que hubiera que ceder para recuperar la simpatía de Hitler. Los arsenales nazis se reabrieron. Franco se rearmó y preparó una nueva ofensiva. No estaba seguro de si convenía dirigirse hacia Valencia o hacia Barcelona. Al final optó por esta última. Acertó plenamente.
De esta historia los lectores que crean poder obtener las claves interpretativas imprescindibles para entender lo ocurrido leyendo a los autores profranquistas más en boga se equivocarían de todas a todas. Cuando se hace el balance de prestaciones foráneas y de contraprestaciones españolas, es decir, por ambos bandos, el desequilibrio en contra de Franco resulta abrumador. Aunque ello se haya ocultado cuidadosamente. Manipulación obliga. Hay que ir a los archivos.
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