viernes, septiembre 05, 2008

El futuro que ya está aquí

Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 29/08/08):

Jacques Attali, colaborador de François Mitterrand y primer presidente –cuestionado– del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, es un divulgador prolífico que se lee con provecho. Ha escrito Breve historia del futuro, un intento de adivinar el porvenir de nuestra civilización, sobre la base de las líneas generales de su pasado y de la actual dialéctica de las fuerzas en presencia. “Es hoy –escribe– cuando se decide el mundo que tendremos en el 2050 y cuando se sientan las bases del 2100″. Y cree que la historia se rige por leyes que nos permiten predecirla y orientarla, ya que se desarrolla en una dirección única, que ninguna convulsión ha conseguido desviar de forma duradera: siglo tras siglo, la humanidad ha impuesto la primacía de la libertad individual sobre todo otro valor.

Sobre esta base, y partiendo de la constatación de que siempre han coexistido tres poderes –el religioso, el militar y el mercantil–, cuenta la historia de la humanidad como la sucesión de tres grandes órdenes políticos: el orden ritual, en que la autoridad fue esencialmente religiosa; el militar, en que el poder era ante todo militar, y el mercantil, en el que el grupo dominante es el que controla la economía. El orden mercantil empezó a delinearse 12 siglos antes de nuestra era, a orillas del Mediterráneo, con los primeros mercados y las primeras democracias consolidándose –2.000 años más tarde– en las actuales democracias de mercado, que erigen los derechos del ser humano en ideal absoluto. A lo largo de este proceso multisecular, el orden mercantil se ha organizado sucesivamente en torno a un solo centro –que Attali llama “corazón”– en el que se ha concentrado la clase creativa de armadores, industriales, mercaderes, técnicos y financieros. Estos corazones han sido Amberes, Venecia, Brujas, Génova, Amsterdam, Londres, Boston, Nueva York y, hoy, Los Ángeles.

EN ESTA relación, Los Ángeles no será una excepción y llegará también su ocaso. Durante algunas décadas, EEUU mantendrá su primacía tecnológica gracias a encargos públicos de las industrias estratégicas, financiadas por un presupuesto cuyo déficit creciente será cubierto por préstamos internacionales. Pero cada vez resultará más evidente que se puede ser demócrata y partidario de la economía de mercado, sin tener que creer en la supremacía natural y definitiva del imperio estadounidense. Este hecho, unido a las exigencias del mercado y a los nuevos medios tecnológicos, provocará que sea dudosa la aparición de un nuevo corazón que suceda a Los Ángeles, y que, por el contrario, el orden del mundo se unifique en torno a un mercado planetario sin Estado, es decir, sin un sistema jurídico ni unas instituciones que lo ordenen racionalmente.

El orden mercantil no será –no es ya– tal orden, sino un far west en situación de vacío normativo y a merced del más fuerte, en el que el mercado irá encontrando nuevas fuentes de rentabilidad en las actividades hoy ejercidas por los servicios públicos: educación, sanidad y medio ambiente. Dicho de otra manera, a cambio de una reducción de los impuestos que favorecerá sobre todo a los más ricos, los servicios públicos pasarán a ser de pago, lo cual penalizará a los más pobres. Los usuarios se convertirán en consumidores que deberán hacerse cargo del coste de estos servicios, ya sea mediante un pago directo a quienes los prestan, ya sea mediante el abono de primas a compañías de seguros. Estos pagos sustituirán a los impuestos, que disminuirán enormemente. El resultado será que este mercado planetario, controlado por compañías de seguros desvinculadas de toda base nacional, quebrantará las leyes estatales –es decir, locales–, empezando por las fiscales.

La apoteosis de la globalización mercantilista tampoco será el fin de la historia, ya que las enormes e injustas diferencias que surgirán en su seno provocarán la aparición de multitud de conflictos, pues los hechos dejarán patente que los mercados carentes de regulación no suprimen ni la pobreza ni el paro ni la explotación, concentran todos los poderes en manos de unos pocos, evitan las exigencias del largo plazo y fomentan las desigualdades. Estos conflictos, o bien degenerarán en un caos sin precedentes salpicado de multitud de guerras locales (por las fuentes de energía, por el agua, por las fronteras, etcétera), o bien darán lugar –el miedo guarda la viña– a que los más poderosos y privilegiados adviertan, a partir de un determinado momento, que es inevitable –para preservar en parte su posición privilegiada– el establecimiento de un sistema jurídico internacional fundado en el único principio ético de validez universal no metafísico: que el interés general prevalezca sobre los intereses particulares. Un sistema jurídico que se exprese en normas supraestatales y se encarne en instituciones multilaterales, que sean prolongación de las ya existentes. Naciones Unidas será su base.

PARA TERMINAR, Attali no ve claro el futuro de España, de la que dice que nunca ha estado –por diversas causas– en el corazón del orden mercantil. Reconoce lo alentador de sus recientes realizaciones económicas, destaca –en el 2006, antes de la crisis– que son fruto del boom inmobiliario y no de una productividad que haga competitiva su economía. Valora, por último, su posición estratégica, pero añade que su futuro dependerá de diversos factores, entre los que cita el “suscitar el deseo de un destino común”, y el saber fundirse en Europa, América y África, como encrucijada que es, “sin deshacerse en minúsculas provincias”.

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