Por José Manuel Sánchez Ron, miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia de la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAÍS, 30/08/08):
Vivimos rodeados de problemas, de tensiones que endurecen nuestros días. Constantemente nos llegan noticias que muestran la dureza de la vida: injusticias, tragedias, crisis económicas, amenazas planetarias. Nos enfrentamos los unos a los otros, individual o colectivamente, no sólo sobre los grandes temas de siempre -política, religión-, sino también acerca de otros menores (¿qué vestir?). Ni siquiera se libran los idiomas, que debían unirnos (son, al fin y al cabo, instrumentos de comunicación), pero que nos dividen. Enfrentados a todo esto, ¿hacia dónde podemos dirigir nuestros pensamientos, buscando el refugio que da la certidumbre que se impone juicios y pasiones personales?
Planteado en estos términos, no existe mejor reino que el de la ciencia, la patria de la racionalidad en la que el juez último es la comparación con lo que sucede realmente en la naturaleza. Si nos tienta la idea de alejarnos de un mundo que nos alarma y confunde, imponiéndonos además la penosa obligación de elecciones morales y de asunción de responsabilidades, si queremos buscar, para refugiarnos en él, un lugar donde reine lo objetivo, la ciencia es uno de los mejores lugares al que mirar. Lo expresó bien Albert Einstein en 1918: “En principio, creo, junto con Schopenhauer, que una de las más fuertes motivaciones de los hombres para entregarse al arte y a la ciencia es el ansia de huir de la vida diaria, con su dolorosa crudeza y su horrible monotonía; el deseo de escapar de las cadenas con que nos atan nuestros, siempre cambiantes, deseos. Una naturaleza de temple fino anhela huir de la vida personal para refugiarse en el mundo de la percepción objetiva y el pensamiento”.
Desgraciadamente, el reino del que hablaba Einstein existía sobre todo en su imaginación y deseos. Ha existido y puede existir, es cierto, pero únicamente en fortalezas bien pertrechadas para resistir las invasiones que tienen que ver con las pasiones e intereses humanos. Un ejemplo magnífico de lo raro que es hoy el reino einsteiniano es la autobiografía que el biólogo molecular estadounidense Craig Venter (1946) ha publicado hace unos pocos meses: A Life Decoded. My Genome: My Life (Una vida descodificada. Mi genoma: mi vida). Para aquellos que no forman parte de la comunidad biomédica, Venter comenzó a ser conocido debido a su papel en el desarrollo del Proyecto Genoma Humano (PGH), la gran empresa científica destinada a producir un mapa del conjunto de los genes (genoma) que forman nuestra especie. Establecido en 1988, este proyecto fue liderado por Estados Unidos, con James Watson, codescubridor con Francis Crick de la estructura del ADN, como director, aunque dimitió dos años después.
Veterano de la guerra de Vietnam, donde sirvió en el cuerpo médico, Venter trabajó en los Institutos Nacionales de Salud estadounidense, que controlaban una parte muy importante de las investigaciones del PGH, dirigido desde abril de 1993 por Francis Collins. Allí, Venter realizó alguna contribución importante, pero terminó encontrando demasiadas dificultades para su emprendedor carácter y lo abandonó, siendo a partir de entonces su hábitat el de las empresas privadas y las fundaciones que de una manera u otra surgen de ellas. Allí introdujo o desarrolló ideas y técnicas que aceleraron y abarataron considerablemente el avance de la secuenciación del genoma humano, despojando de esta manera al proyecto público de una parte importante de su protagonismo. Muestra de ello es que fueron Venter, en nombre de la compañía Celera Genomics que presidía, y Collins quienes anunciaron en febrero de 2001 que el mapa del genoma humano había sido completado.
Los trabajos que Venter y su equipo realizaron para disponer antes de lo previsto de un mapa del genoma humano, incluyendo otros relacionados y de gran importancia para el establecimiento de la genómica comparativa, y la competición generada con el proyecto público, ocupan una parte importante de Una vida descodificada. Su lectura es esclarecedora -y también un tanto estremecedora- porque, al menos en los campos de mayor relevancia socioeconómica, la investigación científica va acompañada de todo aquello que es más fiera y tristemente humano: ambición, lucha por el poder y el dinero, envidia, tácticas ventajistas, mentira. “Si los científicos tienden a la acritud y al resentimiento cuando uno de sus colegas atrae de manera significativa la atención de la prensa”, leemos en el libro de Venter, “el pecado que no perdonan es cuando un rival también hace dinero. Como la mayoría de los asuntos humanos, la ciencia se rige en no pequeña parte por la envidia”. No hay duda que la historia que Venter, un hombre tan ambicioso como emprendedor e imaginativo, además de amante de los riesgos, narra en su autobiografía es parcial y complaciente para sí mismo, pero es difícil pensar que no contiene muchos elementos de verdad. Las páginas que dedica a las artimañas que Collins o Watson emplearon para obstaculizar sus trabajos, favoreciéndose de sus posiciones en las instituciones públicas, no deberían ser olvidadas ni por quienes desde los gobiernos financian y controlan los grandes programas de investigación, ni por todos aquellos que depositan en las ciencias biomédicas esperanzas para un futuro mejor.
Fue precisamente Watson quien mostró al gran público la no tan pura y trascendente trastienda que puede rodear a la ciencia. Lo hizo en un libro que publicó en 1968, The Double Helix (La doble hélice), en el que narraba algunos de los procesos subterráneos que permitieron a él y a Crick explicar la estructura del ADN. Pocos que hayan leído esa obra olvidarán los deleznables comentarios que dedicó a Rosalind Franklin, de la que tomaron, sin que ella lo supiera, unas fotografías clave. Aunque el paso del tiempo, ayudado por su extraordinaria capacidad como científico, ha ayudado a la actual imagen de respetabilidad de Watson, un personaje central en la biología del último medio siglo, los testimonios de Venter nos recuerdan otros aspectos de su personalidad. De todas maneras, cuando se compara La doble hélice con Una vida descodificada, hay que concluir que los 40 años que han transcurrido entre la publicación de ambos han traído consigo un dramático aumento en el abandono de todo aquello que configuraba la imagen tradicional de la ciencia en la que creía Einstein.
Precisamente por cómo pone en evidencia este nuevo espíritu del tiempo, Una vida descodificada deberá ocupar el lugar de La doble hélice como texto que nos enseña cómo es realmente la ciencia, al menos la ciencia a la que se asocia la generación rápida de riqueza. Y también porque nos muestra un tipo de científico menos conocido, que sabe moverse en el complicado mundo de las empresas a las que vender futuro gracias a prometedores proyectos les resulta rentable. Científicos capaces de liderar grandes grupos de investigación.
Una medida del éxito profesional en este tipo de científico y de ciencia es el dinero que se gana. También aquí, Venter es un buen ejemplo. Y, aunque a muchos no nos haga felices la idea, hay que reconocer que si verdaderamente se ama averiguar cómo es la naturaleza y lo que la ciencia permite hacer, esto no es malo. Tras abandonar Celera, Venter dispuso de suficiente dinero (más de 150 millones de dólares) para “hacer la ciencia que quisiese… Podía hacer que el conocimiento del genoma humano fuese más directamente relevante para los pacientes; investigar en lo que la genómica sería capaz de hacer por el medio ambiente; utilizar la secuenciación para explorar la increíble diversidad del mar y del aire de las ciudades. (…) Y podría perseguir el último reto: sintetizar la propia vida”. En enero de 2008 supimos que ya ha dado un paso importante en esta dirección: crear vida artificial, produciendo a partir de elementos químicos el mayor genoma artificial de un ser vivo, el de una bacteria.
¿Conseguirá alguna vez un científico como Venter el premio Nobel de Medicina? Al margen de su dimensión más social, la pregunta tiene algún interés. Se le ha criticado como poco escrupuloso, más gestor de científicos y métodos que investigador original que crea ideas nuevas. No está claro que tales juicios sean completamente justos, pero lo que es indudable es que, con sus iniciativas y métodos, ha contribuido al progreso de la ciencia, sea cual sea la idea que tengamos de lo que es o debe ser la investigación científica.
Vivimos rodeados de problemas, de tensiones que endurecen nuestros días. Constantemente nos llegan noticias que muestran la dureza de la vida: injusticias, tragedias, crisis económicas, amenazas planetarias. Nos enfrentamos los unos a los otros, individual o colectivamente, no sólo sobre los grandes temas de siempre -política, religión-, sino también acerca de otros menores (¿qué vestir?). Ni siquiera se libran los idiomas, que debían unirnos (son, al fin y al cabo, instrumentos de comunicación), pero que nos dividen. Enfrentados a todo esto, ¿hacia dónde podemos dirigir nuestros pensamientos, buscando el refugio que da la certidumbre que se impone juicios y pasiones personales?
Planteado en estos términos, no existe mejor reino que el de la ciencia, la patria de la racionalidad en la que el juez último es la comparación con lo que sucede realmente en la naturaleza. Si nos tienta la idea de alejarnos de un mundo que nos alarma y confunde, imponiéndonos además la penosa obligación de elecciones morales y de asunción de responsabilidades, si queremos buscar, para refugiarnos en él, un lugar donde reine lo objetivo, la ciencia es uno de los mejores lugares al que mirar. Lo expresó bien Albert Einstein en 1918: “En principio, creo, junto con Schopenhauer, que una de las más fuertes motivaciones de los hombres para entregarse al arte y a la ciencia es el ansia de huir de la vida diaria, con su dolorosa crudeza y su horrible monotonía; el deseo de escapar de las cadenas con que nos atan nuestros, siempre cambiantes, deseos. Una naturaleza de temple fino anhela huir de la vida personal para refugiarse en el mundo de la percepción objetiva y el pensamiento”.
Desgraciadamente, el reino del que hablaba Einstein existía sobre todo en su imaginación y deseos. Ha existido y puede existir, es cierto, pero únicamente en fortalezas bien pertrechadas para resistir las invasiones que tienen que ver con las pasiones e intereses humanos. Un ejemplo magnífico de lo raro que es hoy el reino einsteiniano es la autobiografía que el biólogo molecular estadounidense Craig Venter (1946) ha publicado hace unos pocos meses: A Life Decoded. My Genome: My Life (Una vida descodificada. Mi genoma: mi vida). Para aquellos que no forman parte de la comunidad biomédica, Venter comenzó a ser conocido debido a su papel en el desarrollo del Proyecto Genoma Humano (PGH), la gran empresa científica destinada a producir un mapa del conjunto de los genes (genoma) que forman nuestra especie. Establecido en 1988, este proyecto fue liderado por Estados Unidos, con James Watson, codescubridor con Francis Crick de la estructura del ADN, como director, aunque dimitió dos años después.
Veterano de la guerra de Vietnam, donde sirvió en el cuerpo médico, Venter trabajó en los Institutos Nacionales de Salud estadounidense, que controlaban una parte muy importante de las investigaciones del PGH, dirigido desde abril de 1993 por Francis Collins. Allí, Venter realizó alguna contribución importante, pero terminó encontrando demasiadas dificultades para su emprendedor carácter y lo abandonó, siendo a partir de entonces su hábitat el de las empresas privadas y las fundaciones que de una manera u otra surgen de ellas. Allí introdujo o desarrolló ideas y técnicas que aceleraron y abarataron considerablemente el avance de la secuenciación del genoma humano, despojando de esta manera al proyecto público de una parte importante de su protagonismo. Muestra de ello es que fueron Venter, en nombre de la compañía Celera Genomics que presidía, y Collins quienes anunciaron en febrero de 2001 que el mapa del genoma humano había sido completado.
Los trabajos que Venter y su equipo realizaron para disponer antes de lo previsto de un mapa del genoma humano, incluyendo otros relacionados y de gran importancia para el establecimiento de la genómica comparativa, y la competición generada con el proyecto público, ocupan una parte importante de Una vida descodificada. Su lectura es esclarecedora -y también un tanto estremecedora- porque, al menos en los campos de mayor relevancia socioeconómica, la investigación científica va acompañada de todo aquello que es más fiera y tristemente humano: ambición, lucha por el poder y el dinero, envidia, tácticas ventajistas, mentira. “Si los científicos tienden a la acritud y al resentimiento cuando uno de sus colegas atrae de manera significativa la atención de la prensa”, leemos en el libro de Venter, “el pecado que no perdonan es cuando un rival también hace dinero. Como la mayoría de los asuntos humanos, la ciencia se rige en no pequeña parte por la envidia”. No hay duda que la historia que Venter, un hombre tan ambicioso como emprendedor e imaginativo, además de amante de los riesgos, narra en su autobiografía es parcial y complaciente para sí mismo, pero es difícil pensar que no contiene muchos elementos de verdad. Las páginas que dedica a las artimañas que Collins o Watson emplearon para obstaculizar sus trabajos, favoreciéndose de sus posiciones en las instituciones públicas, no deberían ser olvidadas ni por quienes desde los gobiernos financian y controlan los grandes programas de investigación, ni por todos aquellos que depositan en las ciencias biomédicas esperanzas para un futuro mejor.
Fue precisamente Watson quien mostró al gran público la no tan pura y trascendente trastienda que puede rodear a la ciencia. Lo hizo en un libro que publicó en 1968, The Double Helix (La doble hélice), en el que narraba algunos de los procesos subterráneos que permitieron a él y a Crick explicar la estructura del ADN. Pocos que hayan leído esa obra olvidarán los deleznables comentarios que dedicó a Rosalind Franklin, de la que tomaron, sin que ella lo supiera, unas fotografías clave. Aunque el paso del tiempo, ayudado por su extraordinaria capacidad como científico, ha ayudado a la actual imagen de respetabilidad de Watson, un personaje central en la biología del último medio siglo, los testimonios de Venter nos recuerdan otros aspectos de su personalidad. De todas maneras, cuando se compara La doble hélice con Una vida descodificada, hay que concluir que los 40 años que han transcurrido entre la publicación de ambos han traído consigo un dramático aumento en el abandono de todo aquello que configuraba la imagen tradicional de la ciencia en la que creía Einstein.
Precisamente por cómo pone en evidencia este nuevo espíritu del tiempo, Una vida descodificada deberá ocupar el lugar de La doble hélice como texto que nos enseña cómo es realmente la ciencia, al menos la ciencia a la que se asocia la generación rápida de riqueza. Y también porque nos muestra un tipo de científico menos conocido, que sabe moverse en el complicado mundo de las empresas a las que vender futuro gracias a prometedores proyectos les resulta rentable. Científicos capaces de liderar grandes grupos de investigación.
Una medida del éxito profesional en este tipo de científico y de ciencia es el dinero que se gana. También aquí, Venter es un buen ejemplo. Y, aunque a muchos no nos haga felices la idea, hay que reconocer que si verdaderamente se ama averiguar cómo es la naturaleza y lo que la ciencia permite hacer, esto no es malo. Tras abandonar Celera, Venter dispuso de suficiente dinero (más de 150 millones de dólares) para “hacer la ciencia que quisiese… Podía hacer que el conocimiento del genoma humano fuese más directamente relevante para los pacientes; investigar en lo que la genómica sería capaz de hacer por el medio ambiente; utilizar la secuenciación para explorar la increíble diversidad del mar y del aire de las ciudades. (…) Y podría perseguir el último reto: sintetizar la propia vida”. En enero de 2008 supimos que ya ha dado un paso importante en esta dirección: crear vida artificial, produciendo a partir de elementos químicos el mayor genoma artificial de un ser vivo, el de una bacteria.
¿Conseguirá alguna vez un científico como Venter el premio Nobel de Medicina? Al margen de su dimensión más social, la pregunta tiene algún interés. Se le ha criticado como poco escrupuloso, más gestor de científicos y métodos que investigador original que crea ideas nuevas. No está claro que tales juicios sean completamente justos, pero lo que es indudable es que, con sus iniciativas y métodos, ha contribuido al progreso de la ciencia, sea cual sea la idea que tengamos de lo que es o debe ser la investigación científica.
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