Por Álvaro Vargas Llosa (ABC, 01/09/08)
Barack Obama entró a la Convención demócrata con un partido dividido como no lo estaba desde el duelo entre Jimmy Carter y Ted Kennedy, desmoralizado por la hostilidad de la clase media blanca y conservadora, y acomplejado por la eficaz campaña con la que John McCain había devaluado las cualidades de su líder. Cuatro días después, salió de Denver con la casa unida y la moral de sus partidarios restablecida, y dejando en el ambiente la sensación de que Estados Unidos ha producido, en versión demócrata, una figura política comparable a Ronald Reagan.
El trabajo tras bambalinas y la presión pública permitieron a Obama convencer a los Clinton de que si no se alineaban serían culpados para siempre de la derrota demócrata. Consolidada la unidad, el líder volvió a encender el entusiasmo de los suyos. Y luego vino su discurso, un tejido de hebras de distinto color y texura, concebido para lograr varias cosas: situar la improbable historia de Obama en la experiencia común del pueblo americano y así disipar la sensación de que es un forastero; reformular el debate de estas elecciones para que deje de ser un referéndum sobre Obama y pase a ser un referéndum sobre el gobierno que se va; y por último, poner en marcha la ilusión de un país al que los rigores de la globalización y las incertidumbres de la era del terror han infundido mucho miedo.
No sé si triunfará, pero sí sé que estamos ante un fenómeno político de primera magnitud. ¿Quién es, qué nos dice Obama? Para entenderlo, hay que entender la historia de su partido. El Partido Demócrata es el más antiguo del mundo y fue fundado por Thomas Jefferson, el gran liberal de la Independencia. En la década de 1930 -era de la Gran Depresión-, F. D. Roosevelt dio a los demócratas un vuelco ideológico y los convirtió en el partido del Estado grande. Allí empezó su desencuentro con el Sur, que era conservador y valoraba la libertad individual. En los años 60 -era de los Derechos Civiles-, el Partido Demócrata quiso corregir la herencia social de la esclavitud mediante iniciativas que combinaban la eliminación de barreras discriminatorias con el paternalismo racial. El Sur rompió con los demócratas. Desde el bando republicano, Richard Nixon olfateó la oportunidad y recompuso el mapa electoral. Desde entonces, el Sur es el bastión republicano.
En los años 60, ocurrió otra cosa: el destape o revolución de las costumbres. La reacción conservadora contra esa «contracultura» permitió a los republicanos cimentar la base social que los demócratas le habían cedido, añadiendo grandes porciones del Medio Oeste a su bastión sureño. A partir de ello, la línea divisoria, con matices y dependiendo del líder de turno, es ésta: a la derecha, los republicanos combinan el liberalismo económico con el intervencionismo moral; a la izquierda, los demócratas combinan el estatismo económico con el securalismo. Las dos grandes zonas conservadores del país -el Sur y las áreas rurales del Medio Oeste- han otorgado la victoria una y otra vez a candidatos republicanos. Sólo cuando los demócratas presentaron candidatos sureños, como Carter y Clinton, fueron capaces de alcanzar la Casa Blanca. En ambos casos, hizo falta, además, una crisis. En el caso de Carter, el país estaba exhausto por la era Nixon, que Gerald Ford, el vicepresidente obligado a sucederlo tras su renuncia, sólo había atenuado. A Clinton lo ayudó la recesión y el incumplimiento por parte de George H.W. Bush de la promesa de no subir los impuestos.
Todo lo cual nos devuelve a la campaña de hoy. El Partido Demócrata ansiaba un nuevo líder capaz de penetrar los bastiones del Sur y el Medio Oeste rural. Creía tenerlo en la esposa de Clinton, ya convertida en figura del Senado. Pero lo que se encontró en el camino fue una sorpresa: un fenómeno político de color negro del que casi nadie sabía nada excepto que había dado un discurso memorable en 2004. Obama fue aupado por una movilización de jóvenes que desbordaron las estructuras de la organización tradicional y se apoderaron de medio partido.
Todo en él -su desafío al «establishment» de los Clinton, su currículum delgado, su enervante serenidad, sus dotes de prestidigitador de masas- aterrorizaron y a la vez inundaron de vitalidad al mediocre partido del gran Jefferson. Por eso, Obama entró la semana pasada a una Convención demócrata dividida, desconcertada y con psicología defensiva en un año electoral en el que el desgaste de la Administración Bush parecía apuntar a una victoria fácil.
Lo que logró Obama en Denver -la unidad del partido, el renacimiento del fervor en la base- fue importante. Pero más lo fue, desde el punto de vista estratégico, su discurso, mezcla de populismo económico y conservadurismo valórico. Si logra que la clase media blanca y conservadora se le entregue, Obama recompondrá el mapa electoral por primera vez desde los años sesenta. Quienes lo acusan de ser un «liberal» -término que en Estados Unidos equivale a socialista-, no entienden bien al animal. Su corta carrera política y sus amistades son las de un demócrata típico, es decir un hombre de izquierda. Pero dos cosas en él se resisten a dicha caracterización: su historia personal y su intuición, de la que ha dejado pruebas. Obama es un hombre hecho a sí mismo sin limosnas del Estado: la encarnación del sueño americano.
En su discurso de 2004, por primera vez se vio a un líder demócrata de raza negra que en lugar de predicar el victimismo y el revanchismo hablaba de responsabilidad individual, de trascender la política de clases y superar la división entre estados conservadores y «liberales». Lo dijo con una frase genial: «En los estados azules (demócratas) le rezamos a un tremendo Dios y no queremos que nuestros agentes federales metan las narices en las bibliotecas de los estados rojos (republicanos)». En otras palabras: los conservadores no tienen el monopolio de Dios y los «liberales» no tienen el de las libertades civiles.
En Denver, Obama hizo lo mismo, con más detalle. Aunque dio rienda suelta a un cierto populismo económico, dijo que bajaría los impuestos de la clase media. También sostuvo que, aunque haya diferencias entre quienes favorecen el derecho al aborto y quienes se oponen a él, debe encontrarse una fórmula para reducir el número de embarazos no deseados. Y salió en defensa de la Segunda Enmienda, que protege el derecho a portar armas, asunto sagrado para los conservadores en este país.
¿Qué significa todo esto? Que en Obama hay un izquierdista de formación pero un liberal-conservador intuitivo: mezcla compleja, no muy distina de la que hay en Bill Clinton. La diferencia es que Obama no viene del Sur, sino de Hawai, Indonesia y Chicago….Y hay, sobre todo, un talento político poco común. Por eso, el empeño estratégico de su discurso en Denver apuntó a capturar el Medio Oeste y el Sur conservadores.
Si esta gesta que ya ha desbaratado tantos esquemas es coronada por el éxito, Obama habrá devuelto al Partido Demócrata el posicionamiento sociológico que tuvo antes de la era Johnson. Y quizá ello provoque una revolución interna en el Partido Republicano, la criatura de Lincoln. Ya hay algunos síntomas de ello con el surgimiento de líderes interesantísimos como Bobby Jindal, el gobernador de origen indio de Luisiana.
Barack Obama entró a la Convención demócrata con un partido dividido como no lo estaba desde el duelo entre Jimmy Carter y Ted Kennedy, desmoralizado por la hostilidad de la clase media blanca y conservadora, y acomplejado por la eficaz campaña con la que John McCain había devaluado las cualidades de su líder. Cuatro días después, salió de Denver con la casa unida y la moral de sus partidarios restablecida, y dejando en el ambiente la sensación de que Estados Unidos ha producido, en versión demócrata, una figura política comparable a Ronald Reagan.
El trabajo tras bambalinas y la presión pública permitieron a Obama convencer a los Clinton de que si no se alineaban serían culpados para siempre de la derrota demócrata. Consolidada la unidad, el líder volvió a encender el entusiasmo de los suyos. Y luego vino su discurso, un tejido de hebras de distinto color y texura, concebido para lograr varias cosas: situar la improbable historia de Obama en la experiencia común del pueblo americano y así disipar la sensación de que es un forastero; reformular el debate de estas elecciones para que deje de ser un referéndum sobre Obama y pase a ser un referéndum sobre el gobierno que se va; y por último, poner en marcha la ilusión de un país al que los rigores de la globalización y las incertidumbres de la era del terror han infundido mucho miedo.
No sé si triunfará, pero sí sé que estamos ante un fenómeno político de primera magnitud. ¿Quién es, qué nos dice Obama? Para entenderlo, hay que entender la historia de su partido. El Partido Demócrata es el más antiguo del mundo y fue fundado por Thomas Jefferson, el gran liberal de la Independencia. En la década de 1930 -era de la Gran Depresión-, F. D. Roosevelt dio a los demócratas un vuelco ideológico y los convirtió en el partido del Estado grande. Allí empezó su desencuentro con el Sur, que era conservador y valoraba la libertad individual. En los años 60 -era de los Derechos Civiles-, el Partido Demócrata quiso corregir la herencia social de la esclavitud mediante iniciativas que combinaban la eliminación de barreras discriminatorias con el paternalismo racial. El Sur rompió con los demócratas. Desde el bando republicano, Richard Nixon olfateó la oportunidad y recompuso el mapa electoral. Desde entonces, el Sur es el bastión republicano.
En los años 60, ocurrió otra cosa: el destape o revolución de las costumbres. La reacción conservadora contra esa «contracultura» permitió a los republicanos cimentar la base social que los demócratas le habían cedido, añadiendo grandes porciones del Medio Oeste a su bastión sureño. A partir de ello, la línea divisoria, con matices y dependiendo del líder de turno, es ésta: a la derecha, los republicanos combinan el liberalismo económico con el intervencionismo moral; a la izquierda, los demócratas combinan el estatismo económico con el securalismo. Las dos grandes zonas conservadores del país -el Sur y las áreas rurales del Medio Oeste- han otorgado la victoria una y otra vez a candidatos republicanos. Sólo cuando los demócratas presentaron candidatos sureños, como Carter y Clinton, fueron capaces de alcanzar la Casa Blanca. En ambos casos, hizo falta, además, una crisis. En el caso de Carter, el país estaba exhausto por la era Nixon, que Gerald Ford, el vicepresidente obligado a sucederlo tras su renuncia, sólo había atenuado. A Clinton lo ayudó la recesión y el incumplimiento por parte de George H.W. Bush de la promesa de no subir los impuestos.
Todo lo cual nos devuelve a la campaña de hoy. El Partido Demócrata ansiaba un nuevo líder capaz de penetrar los bastiones del Sur y el Medio Oeste rural. Creía tenerlo en la esposa de Clinton, ya convertida en figura del Senado. Pero lo que se encontró en el camino fue una sorpresa: un fenómeno político de color negro del que casi nadie sabía nada excepto que había dado un discurso memorable en 2004. Obama fue aupado por una movilización de jóvenes que desbordaron las estructuras de la organización tradicional y se apoderaron de medio partido.
Todo en él -su desafío al «establishment» de los Clinton, su currículum delgado, su enervante serenidad, sus dotes de prestidigitador de masas- aterrorizaron y a la vez inundaron de vitalidad al mediocre partido del gran Jefferson. Por eso, Obama entró la semana pasada a una Convención demócrata dividida, desconcertada y con psicología defensiva en un año electoral en el que el desgaste de la Administración Bush parecía apuntar a una victoria fácil.
Lo que logró Obama en Denver -la unidad del partido, el renacimiento del fervor en la base- fue importante. Pero más lo fue, desde el punto de vista estratégico, su discurso, mezcla de populismo económico y conservadurismo valórico. Si logra que la clase media blanca y conservadora se le entregue, Obama recompondrá el mapa electoral por primera vez desde los años sesenta. Quienes lo acusan de ser un «liberal» -término que en Estados Unidos equivale a socialista-, no entienden bien al animal. Su corta carrera política y sus amistades son las de un demócrata típico, es decir un hombre de izquierda. Pero dos cosas en él se resisten a dicha caracterización: su historia personal y su intuición, de la que ha dejado pruebas. Obama es un hombre hecho a sí mismo sin limosnas del Estado: la encarnación del sueño americano.
En su discurso de 2004, por primera vez se vio a un líder demócrata de raza negra que en lugar de predicar el victimismo y el revanchismo hablaba de responsabilidad individual, de trascender la política de clases y superar la división entre estados conservadores y «liberales». Lo dijo con una frase genial: «En los estados azules (demócratas) le rezamos a un tremendo Dios y no queremos que nuestros agentes federales metan las narices en las bibliotecas de los estados rojos (republicanos)». En otras palabras: los conservadores no tienen el monopolio de Dios y los «liberales» no tienen el de las libertades civiles.
En Denver, Obama hizo lo mismo, con más detalle. Aunque dio rienda suelta a un cierto populismo económico, dijo que bajaría los impuestos de la clase media. También sostuvo que, aunque haya diferencias entre quienes favorecen el derecho al aborto y quienes se oponen a él, debe encontrarse una fórmula para reducir el número de embarazos no deseados. Y salió en defensa de la Segunda Enmienda, que protege el derecho a portar armas, asunto sagrado para los conservadores en este país.
¿Qué significa todo esto? Que en Obama hay un izquierdista de formación pero un liberal-conservador intuitivo: mezcla compleja, no muy distina de la que hay en Bill Clinton. La diferencia es que Obama no viene del Sur, sino de Hawai, Indonesia y Chicago….Y hay, sobre todo, un talento político poco común. Por eso, el empeño estratégico de su discurso en Denver apuntó a capturar el Medio Oeste y el Sur conservadores.
Si esta gesta que ya ha desbaratado tantos esquemas es coronada por el éxito, Obama habrá devuelto al Partido Demócrata el posicionamiento sociológico que tuvo antes de la era Johnson. Y quizá ello provoque una revolución interna en el Partido Republicano, la criatura de Lincoln. Ya hay algunos síntomas de ello con el surgimiento de líderes interesantísimos como Bobby Jindal, el gobernador de origen indio de Luisiana.
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