Por Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC (EL PERIÓDICO, 01/09/08):
Juan Javier Pérez, el juez que dirige la investigación del accidente del avión de Spanair, se indignó al enterarse de que había imágenes grabadas de los cuerpos calcinados y de algunos supervivientes. Calificó el hecho de bochornoso, sopesa acusar a sus autores de delito contra el honor y, de entrada, ordenó confiscar cuantos móviles o cámaras fotográficas grabaron el accidente. La Guardia Civil de momento ha identificado a 18 autores de imágenes robadas. La contundente reacción del juez es quizá la expresión de un temor bien fundado. A saber: utilizar el sufrimiento ajeno como espectáculo. Algunas de esas fotos han sido vendidas y es razonable pensar que el destino de muchas de ellas no era engordar precisamente el álbum familiar.
Seguro que el juez Pérez no ignora el derecho a la información, pero si se lo ha puesto tan difícil a los medios, prohibiendo incluso que los servicios de socorro o bomberos ofrezcan imágenes oficiales que pudieran luego ser distribuidas con todas las garantías, es porque no quiere satisfacer la sed de espectáculo de una sociedad de voyeurs. El sufrimiento colectivo que provoca la muerte brutal de más de 150 personas es muy goloso y eso parece que lo han entendido, de forma muy espontánea, algunos miembros de los equipos de socorro que acudieron en el primer momento al lugar del siniestro.
Y NO LE FALTA razón al juez al ser prevenido. Nuestra sociedad, en efecto, mantiene con la muerte una relación esquizofrénica. Por un lado, la oculta y privatiza. Ha dejado de ser un momento de la vida, por eso se muere lejos, en los hospitales, y no se velan los cuerpos en la casa del difunto, sino en los tanatorios. Parece como si las funerarias solo viajaran de noche. Pero, por otro, estamos dispuestos a pasar horas ante el televisor consumiendo los fastos de un Papa muerto, las lágrimas de famosos cuando fallece uno de los suyos o la tragedia de una muerte colectiva, como la del avión de Spanair. Una variante de la excitación que produce la tragedia de los demás es la predisposición de los po- líticos a aprovecharse de la situación. Cuando Rajoy dice que no quiere pagar al Gobierno con la misma moneda del Yak 42, apenas puede disimular el gusto de equiparar las chapuzas del Gobierno Aznar en la identificación de los cadáveres con las lógicas dificultades que tiene cualquier identificación rigurosa de los mismos.
Lo que esta esquizofrenia revela es que hemos desaprendido cómo comportarnos ante el sufrimiento que provoca la muerte. La sabiduría popular y secular resumía el buen comportamiento con una frase muy contenida: “Te acompaño en el sentimiento”. Es el sobrio gesto de colocarse al lado, tanto física como espiritualmente, guardando silencio. Es verdad que ese gesto vale para esas muertes que son el resultado de una vida. El poeta Rilke hablaba del morir como “la maduración de la muerte que llevamos dentro”.
Pero ¿qué pasa con esas muertes en las que no se da “maduración” alguna porque son una interrupción brutal de la vida? Aquí es donde la sociedad que ha privatizado la muerte se moviliza para conjurar el miedo colectivo y la fragilidad de la existencia. Al fin y al cabo, cualquiera puede volar o viajar. El avión puede ser el medio más seguro de viajar, pero la noticia del accidente nos descubre a todos vulnerables. Ante una situación así, no basta la sobria reacción de un “te acompaño en el sentimiento”.
Aquí hay que hablar, analizar las causas del accidente, hacer comisiones, tomar declaración a los testigos e informar a la opinión pública. No basta evidentemente el gesto de guardar silencio, pero sí que hay que guardar al silencio. Todo lo que se diga e informe no puede traspasar la línea roja del respeto al sufrimiento de los demás; al contrario, debe servir para aliviarle, sea ofreciéndoles una explicación correcta de las causas del accidente, sea respetando su intimidad, sea expresando realmente la solidaridad.
Esa es la zona del silencio que la palabra tiene que proteger. A nadie se le oculta que esa templanza es difícilmente sostenible cuando hay tantos programas televisivos o radiofónicos y tanto papel impreso ávidos de satisfacer la angustia colectiva por el miedo a la propia muerte. Nada mejor que convertir la tragedia en espectáculo: que no se sepa si la sangre es real o pintada, si es realidad o ficción, y, en cualquier caso, señalar bien la distancia entre ellos, que padecen, y nosotros, que lo miramos.
ALGUIEN definió el fascismo como la “estetización de la política”: es decir, confundir el sufrimiento que causa la guerra con la simulación que tiene lugar en una película sobre la guerra. Cuando el pueblo llega a pensar que la guerra es una película, el fascismo está servido. El mismo juego, a escala modesta, se produce cuando el sufrimiento de una catástrofe se convierte en espectáculo.
La decisión del juez de no dar pábulo a esa perversión de la comunicación es, por muy loable que sea, insuficiente. Es un asunto que afecta a toda la sociedad. No solo a los medios, sino también a los lectores o televidentes. Y no hay razón para ser optimista, pues no ha servido de mucho el código ético pactado entre los medios de comunicación ni disminuye la ansiedad del público, a juzgar por las cuotas de pantalla.
Juan Javier Pérez, el juez que dirige la investigación del accidente del avión de Spanair, se indignó al enterarse de que había imágenes grabadas de los cuerpos calcinados y de algunos supervivientes. Calificó el hecho de bochornoso, sopesa acusar a sus autores de delito contra el honor y, de entrada, ordenó confiscar cuantos móviles o cámaras fotográficas grabaron el accidente. La Guardia Civil de momento ha identificado a 18 autores de imágenes robadas. La contundente reacción del juez es quizá la expresión de un temor bien fundado. A saber: utilizar el sufrimiento ajeno como espectáculo. Algunas de esas fotos han sido vendidas y es razonable pensar que el destino de muchas de ellas no era engordar precisamente el álbum familiar.
Seguro que el juez Pérez no ignora el derecho a la información, pero si se lo ha puesto tan difícil a los medios, prohibiendo incluso que los servicios de socorro o bomberos ofrezcan imágenes oficiales que pudieran luego ser distribuidas con todas las garantías, es porque no quiere satisfacer la sed de espectáculo de una sociedad de voyeurs. El sufrimiento colectivo que provoca la muerte brutal de más de 150 personas es muy goloso y eso parece que lo han entendido, de forma muy espontánea, algunos miembros de los equipos de socorro que acudieron en el primer momento al lugar del siniestro.
Y NO LE FALTA razón al juez al ser prevenido. Nuestra sociedad, en efecto, mantiene con la muerte una relación esquizofrénica. Por un lado, la oculta y privatiza. Ha dejado de ser un momento de la vida, por eso se muere lejos, en los hospitales, y no se velan los cuerpos en la casa del difunto, sino en los tanatorios. Parece como si las funerarias solo viajaran de noche. Pero, por otro, estamos dispuestos a pasar horas ante el televisor consumiendo los fastos de un Papa muerto, las lágrimas de famosos cuando fallece uno de los suyos o la tragedia de una muerte colectiva, como la del avión de Spanair. Una variante de la excitación que produce la tragedia de los demás es la predisposición de los po- líticos a aprovecharse de la situación. Cuando Rajoy dice que no quiere pagar al Gobierno con la misma moneda del Yak 42, apenas puede disimular el gusto de equiparar las chapuzas del Gobierno Aznar en la identificación de los cadáveres con las lógicas dificultades que tiene cualquier identificación rigurosa de los mismos.
Lo que esta esquizofrenia revela es que hemos desaprendido cómo comportarnos ante el sufrimiento que provoca la muerte. La sabiduría popular y secular resumía el buen comportamiento con una frase muy contenida: “Te acompaño en el sentimiento”. Es el sobrio gesto de colocarse al lado, tanto física como espiritualmente, guardando silencio. Es verdad que ese gesto vale para esas muertes que son el resultado de una vida. El poeta Rilke hablaba del morir como “la maduración de la muerte que llevamos dentro”.
Pero ¿qué pasa con esas muertes en las que no se da “maduración” alguna porque son una interrupción brutal de la vida? Aquí es donde la sociedad que ha privatizado la muerte se moviliza para conjurar el miedo colectivo y la fragilidad de la existencia. Al fin y al cabo, cualquiera puede volar o viajar. El avión puede ser el medio más seguro de viajar, pero la noticia del accidente nos descubre a todos vulnerables. Ante una situación así, no basta la sobria reacción de un “te acompaño en el sentimiento”.
Aquí hay que hablar, analizar las causas del accidente, hacer comisiones, tomar declaración a los testigos e informar a la opinión pública. No basta evidentemente el gesto de guardar silencio, pero sí que hay que guardar al silencio. Todo lo que se diga e informe no puede traspasar la línea roja del respeto al sufrimiento de los demás; al contrario, debe servir para aliviarle, sea ofreciéndoles una explicación correcta de las causas del accidente, sea respetando su intimidad, sea expresando realmente la solidaridad.
Esa es la zona del silencio que la palabra tiene que proteger. A nadie se le oculta que esa templanza es difícilmente sostenible cuando hay tantos programas televisivos o radiofónicos y tanto papel impreso ávidos de satisfacer la angustia colectiva por el miedo a la propia muerte. Nada mejor que convertir la tragedia en espectáculo: que no se sepa si la sangre es real o pintada, si es realidad o ficción, y, en cualquier caso, señalar bien la distancia entre ellos, que padecen, y nosotros, que lo miramos.
ALGUIEN definió el fascismo como la “estetización de la política”: es decir, confundir el sufrimiento que causa la guerra con la simulación que tiene lugar en una película sobre la guerra. Cuando el pueblo llega a pensar que la guerra es una película, el fascismo está servido. El mismo juego, a escala modesta, se produce cuando el sufrimiento de una catástrofe se convierte en espectáculo.
La decisión del juez de no dar pábulo a esa perversión de la comunicación es, por muy loable que sea, insuficiente. Es un asunto que afecta a toda la sociedad. No solo a los medios, sino también a los lectores o televidentes. Y no hay razón para ser optimista, pues no ha servido de mucho el código ético pactado entre los medios de comunicación ni disminuye la ansiedad del público, a juzgar por las cuotas de pantalla.
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